Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Un guión para Artkino de Rodolfo Fogwill y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, pensé en algo que me sucedió recientemente…
Es curioso cómo de repente, y sin
yo desearlo, he pensado al mismo tiempo en León Tolstoi y en Nicolas Cage.
Supongo que es el resultado de unas neuronas maltrechas, pero no tengo otras,
así que debo conformarme con lo que ellas me dictan.
Pero lo que sí puedo hacer, ellas
lo permiten, es contar el camino que han seguido para llegar a esta extraña
relación de personajes.
Quiero hacer
antes una pregunta, y no se trata de una pregunta retórica, es una pregunta que
espera respuesta, ya que después de mucho meditar no he logrado encontrar la
solución. Nicolas Cage, ¿alguien me puede decir qué le ha pasado al pelo de
este señor? Por el amor de dios, se supone que esta gente,
los artistas de Hollywood, como decía mi abuela, tienen una especie
de séquito, una piara de rémoras que les chupan la sangre, pero que además les
aconsejan en ciertos ámbitos de su vida. Entiendo que Cage esté resentido con
sus empleados, parece ser que su administrador se despistó un poco y olvidó
comentarle que tenía menos dinero que Carpanta. Pero imagino que algún lacayo
le quedará, o por lo menos algún amigo. ¿Y a nadie se le ha ocurrido decirle lo
de su pelo? “Nico, colega, tenemos que hablar contigo… siéntate, verás… es tu
pelo, tío”, “¿Qué le pasa a mi pelo?”. Es complicado decirle algo así a
alguien, lo sé, y más cuando la otra persona parece estar orgullosa. “Pues…
parece un gato muerto”. Puedo llegar a entender que nadie le haya dicho nada a
Steven Seagal sobre su injerto abominable, aunque pese ciento cincuenta quilos
sigue siendo un experto en artes marciales y eso, quieras que no, impone. Pero
con Cage, eso no tiene perdón de dios.
Se ha convertido en una tradición
que todos los domingos después de comer una estupenda paella en casa de mis
suegros, mi suegro y yo nos pongamos a ver una película. Gal·la y su madre
también se sientan con nosotros, pero Gal·la normalmente termina dormida. Este
pasado domingo le tocó, claro está, a Nicolas Cage; Contrarreloj fue la
película elegida este domingo. Lo lamento, pero no puedo ser amable con estas
cosas, en mi preadolescencia me operaron de fimosis y el postoperatorio es
francamente doloroso, prefiero volver a pasar por eso que tener que visionar
nuevamente Contrarreloj. No diré más. Si esta es la clase de películas
que hará a partir de ahora Cage, sinceramente, se merece lo del pelo.
Terminada la agonía de la
película, el padre de Gal·la nos llevó a casa en coche, pues llevábamos varios
paquetes y nuestras casas están separadas por escasos siete kilómetros, pero
intentar salvarlos con el transporte público alarga el trayecto por lo menos una
hora y media. Durante el trayecto, Luis (el padre de Gal·la) y yo intentamos
sacarle los pros a la película pero, al ser tan atroz, siempre terminábamos
hablando del pelo de Nicolas. Llegamos a casa y Luis se marchó presuroso, pues
en breve comenzaba el fútbol y esa era la mejor solución para olvidar el gato
muerto de Cage.
Ya en casa, Gal·la recordó que
debíamos volver a la calle para poner el tique de aparcamiento al coche. Son
cosas que dan mucha pereza: un domingo por la tarde, oscuro y frío, sabiéndonos
ya en casa y dispuestos a ver una película, esta vez una decente, y tener que
volver a la calle para evitar que el lunes el coche se lo lleve la grúa, el
motivo es de peso, pero no por eso deja de ser un incordio. Bajamos nuevamente
y nos dirigimos al coche (atención, pues ahora aparecerá Tolstoi), y cuál fue nuestra sorpresa al ver que la
ventanilla del copiloto estaba bajada. Yo, como buen exaltado, comencé a putear,
mientras Gal·la intentaba buscar una explicación lógica. No tardamos en
descubrir que la ventanilla no estaba rota, es decir, no había cristales
esparcidos por el suelo, no se trataba de un robo, o por lo menos no un robo
con violencia hacia nuestro coche. Descubrimos con alborozo que alguien había
guardado todos los papeles del coche, el chaleco reflectante y los cedés en una
bolsa de plástico bajo el asiento del copiloto. Son estas pequeñas cosas, y no
lo conciertos benéficos de Bono de U2, las que hacen que uno de vez en cuando
recupere la fe en el ser humano. Pensamos entonces cuántos días hacía que no
usábamos el coche, “¡Tres semanas!”, hacía tres semanas que la ventanilla
estaba abierta, a la intemperie y a merced de ladrones y maleantes. Pero el
coche parecía estar libre de daños. Escrutamos detenidamente las demás
ventanillas, los pestillos, los retrovisores, las ruedas. Hace un par de meses
descubrimos que nos habían pinchado las ruedas, por suerte, no había sido sólo
a nosotros, sino a catorce coches más. Sé que es terrible que diga por suerte,
pero que no fuésemos los únicos significa que no era algo específico contra
nosotros, ningún archienemigo nos persigue. En fin, tras revisar detenidamente
todo lo que puede ser susceptible de ser robado o roto en un coche, descubrimos
que todo estaba correcto, excepto dos cosas. Dos cosas a las que alguien normal
no daría importancia, pero, por suerte o por desgracia, yo no soy normal. Me
habían robado unos pequeños guantes de boxeo que colgaban del espejo retrovisor;
eso me jodió, porque le tenía bastante cariño a esos guantes, pero lo que ahora
diré, eso sí que me jodió en serio: guardaba en la guantera un precioso
ejemplar de Ana Karenina de León Tolstoi. ¿Robar un coche? Hay que ser
un cabrón, pero cada uno elije su oficio; romper retrovisores y pinchar ruedas
lo hacen los adolescentes pajeros, que, por supuesto, merecen un escarmiento.
¿Pero robarle la literatura a un hombre? Eso no tiene excusa, ¡hay que ser un
reverendísimo hijo de la gran puta! La ira me invadió, pero Gal·la, una vez más,
logró calmarme con la promesa de comprarme otro ejemplar, que esta vez
guardaríamos en la estantería y no en la guantera del coche, que obviamente no
era su hábitat natural.
Volvimos a casa en silencio,
Gal·la sabía que necesitaba un momento para digerir lo que había sucedido. Pero
no pensaba en el robo, no pensaba en el ejemplar de Ana Karenina,
pensaba en Nicolas Cage y en León Tolstoi; cómo ambos personajes, sin tener
nada que ver el uno con el otro, me habían hecho pasar un mal rato ese día.
Cuando llegamos a casa, Gal·la se
puso a trabajar en cosas del colegio y yo me encerré en mi estudio. Y comencé a
buscar información y fotografías, primero de Tolstoi y luego de Cage,
intentando buscar una explicación tántrica o filosófica. Por supuesto, no la
encontré. Sólo veía pelo, pelo por todas partes, la mata de pelo que tenía en
la cabeza Nicolas Cage y la tremenda barba que lucía León Tolstoi. Me armé un
cigarrillo y me puse a fumar profundamente, mirando fijo a la pantalla, las dos
fotografías de los que fueron un día un actor bastante aceptable y un extinto
escritor que pasará a la historia.
Pensé en qué hubiese sucedido si
llego a pillar con las manos en la masa al ladrón de literatura. Imaginé que el
robo, pese a que el coche estuvo tres semanas expuesto, había sucedido minutos
antes de nuestra llegada. Pensé y sonreí, entonces al tipo le había ido por los
pelos.
Gal·la entró en el estudio
asustada por la carcajada enfermiza. Gal·la y Frida en sus brazos me miraban como
el loco que soy y yo las miré y seguí riendo. “¡Por los pelos! ¡Ay Nicolas, qué
pelo!, si León levantase la cabeza…”.
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