lunes, 28 de enero de 2013

POR LOS PELOS


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Un guión para Artkino de Rodolfo Fogwill y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, pensé en algo que me sucedió recientemente…
Es curioso cómo de repente, y sin yo desearlo, he pensado al mismo tiempo en León Tolstoi y en Nicolas Cage. Supongo que es el resultado de unas neuronas maltrechas, pero no tengo otras, así que debo conformarme con lo que ellas me dictan.
Pero lo que sí puedo hacer, ellas lo permiten, es contar el camino que han seguido para llegar a esta extraña relación de personajes.

Quiero hacer antes una pregunta, y no se trata de una pregunta retórica, es una pregunta que espera respuesta, ya que después de mucho meditar no he logrado encontrar la solución. Nicolas Cage, ¿alguien me puede decir qué le ha pasado al pelo de este señor? Por el amor de dios, se supone que esta gente, los artistas de Hollywood, como decía mi abuela, tienen una especie de séquito, una piara de rémoras que les chupan la sangre, pero que además les aconsejan en ciertos ámbitos de su vida. Entiendo que Cage esté resentido con sus empleados, parece ser que su administrador se despistó un poco y olvidó comentarle que tenía menos dinero que Carpanta. Pero imagino que algún lacayo le quedará, o por lo menos algún amigo. ¿Y a nadie se le ha ocurrido decirle lo de su pelo? “Nico, colega, tenemos que hablar contigo… siéntate, verás… es tu pelo, tío”, “¿Qué le pasa a mi pelo?”. Es complicado decirle algo así a alguien, lo sé, y más cuando la otra persona parece estar orgullosa. “Pues… parece un gato muerto”. Puedo llegar a entender que nadie le haya dicho nada a Steven Seagal sobre su injerto abominable, aunque pese ciento cincuenta quilos sigue siendo un experto en artes marciales y eso, quieras que no, impone. Pero con Cage, eso no tiene perdón de dios.
Se ha convertido en una tradición que todos los domingos después de comer una estupenda paella en casa de mis suegros, mi suegro y yo nos pongamos a ver una película. Gal·la y su madre también se sientan con nosotros, pero Gal·la normalmente termina dormida. Este pasado domingo le tocó, claro está, a Nicolas Cage; Contrarreloj fue la película elegida este domingo. Lo lamento, pero no puedo ser amable con estas cosas, en mi preadolescencia me operaron de fimosis y el postoperatorio es francamente doloroso, prefiero volver a pasar por eso que tener que visionar nuevamente Contrarreloj. No diré más. Si esta es la clase de películas que hará a partir de ahora Cage, sinceramente, se merece lo del pelo.
Terminada la agonía de la película, el padre de Gal·la nos llevó a casa en coche, pues llevábamos varios paquetes y nuestras casas están separadas por escasos siete kilómetros, pero intentar salvarlos con el transporte público alarga el trayecto por lo menos una hora y media. Durante el trayecto, Luis (el padre de Gal·la) y yo intentamos sacarle los pros a la película pero, al ser tan atroz, siempre terminábamos hablando del pelo de Nicolas. Llegamos a casa y Luis se marchó presuroso, pues en breve comenzaba el fútbol y esa era la mejor solución para olvidar el gato muerto de Cage.
Ya en casa, Gal·la recordó que debíamos volver a la calle para poner el tique de aparcamiento al coche. Son cosas que dan mucha pereza: un domingo por la tarde, oscuro y frío, sabiéndonos ya en casa y dispuestos a ver una película, esta vez una decente, y tener que volver a la calle para evitar que el lunes el coche se lo lleve la grúa, el motivo es de peso, pero no por eso deja de ser un incordio. Bajamos nuevamente y nos dirigimos al coche (atención, pues ahora aparecerá Tolstoi),  y cuál fue nuestra sorpresa al ver que la ventanilla del copiloto estaba bajada. Yo, como buen exaltado, comencé a putear, mientras Gal·la intentaba buscar una explicación lógica. No tardamos en descubrir que la ventanilla no estaba rota, es decir, no había cristales esparcidos por el suelo, no se trataba de un robo, o por lo menos no un robo con violencia hacia nuestro coche. Descubrimos con alborozo que alguien había guardado todos los papeles del coche, el chaleco reflectante y los cedés en una bolsa de plástico bajo el asiento del copiloto. Son estas pequeñas cosas, y no lo conciertos benéficos de Bono de U2, las que hacen que uno de vez en cuando recupere la fe en el ser humano. Pensamos entonces cuántos días hacía que no usábamos el coche, “¡Tres semanas!”, hacía tres semanas que la ventanilla estaba abierta, a la intemperie y a merced de ladrones y maleantes. Pero el coche parecía estar libre de daños. Escrutamos detenidamente las demás ventanillas, los pestillos, los retrovisores, las ruedas. Hace un par de meses descubrimos que nos habían pinchado las ruedas, por suerte, no había sido sólo a nosotros, sino a catorce coches más. Sé que es terrible que diga por suerte, pero que no fuésemos los únicos significa que no era algo específico contra nosotros, ningún archienemigo nos persigue. En fin, tras revisar detenidamente todo lo que puede ser susceptible de ser robado o roto en un coche, descubrimos que todo estaba correcto, excepto dos cosas. Dos cosas a las que alguien normal no daría importancia, pero, por suerte o por desgracia, yo no soy normal. Me habían robado unos pequeños guantes de boxeo que colgaban del espejo retrovisor; eso me jodió, porque le tenía bastante cariño a esos guantes, pero lo que ahora diré, eso sí que me jodió en serio: guardaba en la guantera un precioso ejemplar de Ana Karenina de León Tolstoi. ¿Robar un coche? Hay que ser un cabrón, pero cada uno elije su oficio; romper retrovisores y pinchar ruedas lo hacen los adolescentes pajeros, que, por supuesto, merecen un escarmiento. ¿Pero robarle la literatura a un hombre? Eso no tiene excusa, ¡hay que ser un reverendísimo hijo de la gran puta! La ira me invadió, pero Gal·la, una vez más, logró calmarme con la promesa de comprarme otro ejemplar, que esta vez guardaríamos en la estantería y no en la guantera del coche, que obviamente no era su hábitat natural.
Volvimos a casa en silencio, Gal·la sabía que necesitaba un momento para digerir lo que había sucedido. Pero no pensaba en el robo, no pensaba en el ejemplar de Ana Karenina, pensaba en Nicolas Cage y en León Tolstoi; cómo ambos personajes, sin tener nada que ver el uno con el otro, me habían hecho pasar un mal rato ese día.
Cuando llegamos a casa, Gal·la se puso a trabajar en cosas del colegio y yo me encerré en mi estudio. Y comencé a buscar información y fotografías, primero de Tolstoi y luego de Cage, intentando buscar una explicación tántrica o filosófica. Por supuesto, no la encontré. Sólo veía pelo, pelo por todas partes, la mata de pelo que tenía en la cabeza Nicolas Cage y la tremenda barba que lucía León Tolstoi. Me armé un cigarrillo y me puse a fumar profundamente, mirando fijo a la pantalla, las dos fotografías de los que fueron un día un actor bastante aceptable y un extinto escritor que pasará a la historia.
Pensé en qué hubiese sucedido si llego a pillar con las manos en la masa al ladrón de literatura. Imaginé que el robo, pese a que el coche estuvo tres semanas expuesto, había sucedido minutos antes de nuestra llegada. Pensé y sonreí, entonces al tipo le había ido por los pelos.
Gal·la entró en el estudio asustada por la carcajada enfermiza. Gal·la y Frida en sus brazos me miraban como el loco que soy y yo las miré y seguí riendo. “¡Por los pelos! ¡Ay Nicolas, qué pelo!, si León levantase la cabeza…”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario