Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer La conga de las bananas de Hugo Pratt y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Siempre me ha fascinado el
inmenso mundo de las anécdotas. Me encantan, sean divertidas, trágicas, con
moraleja o sin ella; si consiguen captar mi atención me basta.
Pero hay otras que odio, son esas
que no tienen ningún sentido y que parecen inconclusas. “El otro día, cuando
fui a comprar el pan, vi a un perro meando en una farola”. Ahí termina. Esta me
la contaron no hace mucho y yo me quedé con cara de imbécil, esperando la
continuación, pero no la había, esa era la anécdota.
A lo largo del tiempo mi padre y
yo hemos ido haciendo una lista de los carnés que serían necesarios para
circular por la vida. Algunos de ellos son los siguientes: el carné de
identidad y el carné de conducir los damos por supuestos. El carné para votar,
parece algo extremista pero si lo pensamos con detenimiento, ¿quién no ha
escuchado eso de “Yo voto lo que me dice mi marido” o “Yo lo que me diga mi
padre”? A esa persona automáticamente se le debería retirar el carné de voto y
debería ser obligada a ir un curso de reinserción, como a los conductores
borrachos.
Por supuesto, el carné para ser
padre. “Tuvimos el niño por las ayudas que da el gobierno”, “Tuvimos a Juanito
para reparar nuestro matrimonio”, sin dudarlo retirada de carné de padre; no
hay que quitarle al hijo, por supuesto, pero sí hacer un seguimiento de estos
padres de mente enferma y verificar que no sigan trayendo al mundo niños que no
han sido engendrados por el simple y mero hecho de ser cuidados, queridos y
educados.
El carné para hablar con
desconocidos; este sería muy útil, nos aseguraríamos de que la persona que
viene a hablarnos ha pasado una serie de exámenes de cultura general, de
respeto al prójimo y de saber escuchar. Estaría uno tan tranquilo en la parada
del autobús, se acercaría una mujer parlanchina y uno tendría el derecho
constitucional de pedirle el carné de conversar con extraños, “Pues no lo
tengo, repetí primero de respeto al prójimo”, en ese caso uno debe contestar:
“Si es tan amable, colóquese a cinco metros de mí”.
En relación con el principio del
texto, no hace mucho decidimos añadir otro carné a la lista, el carné de
anécdotas. El examen sería el siguiente: uno debería presentarse en el Ministerio
de Cultura con cinco anécdotas distintas escritas en cinco folios a doble
espacio y por duplicado, el carné de identidad y, por supuesto, el carné de
conversar con desconocidos. Ante un jurado popular debería explicar las cinco
anécdotas, que serían valoradas según varios parámetros que determinarían si la
persona es válida o no para contar anécdotas. Una vez pasada la prueba, le
sería expendido un carné, el cual debería renovar anualmente, aportando al
menos dos anécdotas divertidas y dos con moraleja, todas nuevas, por supuesto. Las
anécdotas deberían ser propias o de un familiar o amigo cercano y se debería
entregar un escrito del protagonista autorizando al tercero a contar dicha
anécdota. Si la persona en cuestión no aporta esta documentación,
automáticamente le sería retirado el carné y sólo podría recuperarlo al año
siguiente aportando la misma documentación que al principio. Toda esta
burocracia que parece exagerada ahorraría a miles de ciudadanos decentes tener
que escuchar anécdotas sin sentido o anécdotas desagradables; no estaríamos
obligados nunca más a escuchar como de asquerosa fue la operación de hernia de
una cuñada, a excepción de que la anécdota haya sido aprobada por el
ministerio. Si es así, uno podría estar tranquilo y escucharía plácidamente y
con interés las anécdotas de los demás. También hemos pensado que debería
existir un anexo a este carné, digamos una especialización. Todo el mundo no está
obligado a tener anécdotas de todas clases y uno podría especializarse. Si uno
quisiera una buena historia del pueblo, descolgaría el teléfono y llamaría a la
tía Lourdes, sabiendo que ella consiguió hace cinco años el apéndice de
anécdotas rurales, y contaría la vez que el tío Tomás, borracho como una cuba,
intentó convencer al párroco del pueblo de que había cultivado zanahorias con
la cara de Santa Benilde de Córdoba. No es necesario decir que este apéndice
también tiene sus normas: la persona que decidiese especializarse en fútbol,
por ejemplo, debería entregar, también por escrito a doble espacio y por
duplicado, un listado de por lo menos cincuenta anécdotas; el que algo quiere,
algo le cuesta. Serían estudiadas y contrastadas y, una vez aprobadas, la
persona, entre otros deberes, adquiriría el compromiso de no contar más de dos
veces la misma anécdota a una persona, a no ser, claro está, que fuese el
receptor quien solicitase nuevamente la anécdota al emisor, en tal caso,
debería presentar al especialista un documento firmado autorizándolo a contar
nuevamente la anécdota.
Mi padre ya ha elegido las cinco
anécdotas que presentará en el ministerio cuando se haga efectiva esta ley, que
no dudamos tarde o temprano se llevará a cabo. Las hemos elegido cuidadosamente,
sería vergonzoso que nosotros, promulgadores del carné, no lo aprobásemos a la
primera.
Cuanta mi padre que al tiempo de
llegar a Barcelona desde Buenos Aires decidió que durante toda una jornada
hablaría o intentaría hablar catalán. Así que salió de casa dispuesto a una
total integración, entró en un bar para tomarse el café de la mañana y se acercó
a la barra, una mujer ya entrada en años lo miró y esperó el pedido. “Bon
dia, em posaria un cafè, si us plau?”, la mujer lo miró como si en lugar de
un ser humano hubiese entrado un oso panda vestido con frac, se giró y gritó:
“¡Niña, ven pacá que ha venío un francés y no entiendo ná!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario