Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Pura Anarquía de Woody Allen y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Cuando la gente empezó a caerme
mal me asusté, me asusté porque temía mirarme al espejo y ver a mi padre. Nunca
pensé que mi carácter se iría formando hacia lo inevitable. Lo inevitable es
ser lo que uno tiene que ser y, si de algo estoy orgulloso de mí mismo, es que
casi nunca he evitado lo que no se puede evitar. Se puede luchar contra ello,
modificarlo quizá durante un tiempo, pero jamás cambiarlo definitivamente.
Quien más quien menos ha hecho alguna dieta y algunos han logrado perder peso,
bien, una vez perdidos esos quilitos de más, ¿alguien ha seguido leyendo el
libro y ha llegado a la parte de la dieta de mantenimiento? ¡Nadie! Una
vez perdidos esos cinco quilos que sobraban, a comer como hijos de puta
nuevamente. Si uno es gordo tiene muchas posibilidades de morir gordo; siempre
hay excepciones, claro, pero la mayoría de los gordos moriremos gordos.
La gente empezó a caerme mal y,
como decía, eso al principio me asustó, pero ahora lo acepto, e incluso me
gusta, porque me voy sintiendo un ser completo. Digamos que una parte de mi
cerebro por fin se ha formado, otras probablemente jamás terminarán de
formarse, pero esa ya está terminada. No sé bien en qué hemisferio se encuentra,
pero sé que está ahí, la noto, llena, hecha, en todo su esplendor. Lo noté, por
ejemplo, cuando fui al hospital a ver a uno de los hijos recién nacidos de mi
prima. Salió su padre de la habitación, mi tío político que se divorció hace
años de mi tía, tantos años supongo como llevaba sin verlo, y lo primero que me
dijo fue: “¡Joder, cómo te has puesto, vaya curva de la felicidad!”. Y la parte
del cerebro que mentaba antes se activó y me susurró al oído: “Tranquilo, es un
gilipollas, sigue adelante, no se le puede pedir más”. Imaginaos por un momento
que yo realmente tengo un problema, que lo he intentado todo y no logro bajar
de peso o que tengo una enfermedad, eso a la mayoría de gente le trae sin
cuidado. Yo adelgazo y engordo muy a menudo y no es por estética, es por miedo,
tengo miedo a morir. En realidad no temo a la muerte en sí, sino a dejar de
vivir, que parece lo mismo pero no lo es. Cuando sobrepaso el límite me digo:
“Vas a morir gordo”, y me pongo a dieta convenciéndome falsamente de que no
moriré de gordo, pero ya he dicho que cuando pierda los quilos que
supuestamente me separan de la muerte me comeré una pizza para celebrarlo.
Cuando una parte de tu cerebro se
forma, se vuelve un ser autónomo y eso es realmente útil, pues uno se convierte
en un pack de dos, eso por lo menos
la primera vez, luego se van formando más, hasta que tu cerebro se convierte en
una especie de cofradía cerebral. El mío no es aún una cofradía, por ahora es
como una peña de barrio.
Un compañero de la oficina se
acercó a mí el otro día mientras trabajaba con unos informes y, sin previo
aviso, me dijo: “Estoy pensando en montar una timba de póquer en mi casa, eres
el primero al que se lo digo, ¿te apuntas?”. Lo miré y un miembro de mi peña
mental me dijo: “Es evidente que no tiene amigos, ¿qué eres, una ONG?”. Todo
esto, aunque parezca mentira, sucede en millonésimas de segundo. Una vez
planteada esta pregunta otros dos miembros de la peña salen a la luz, el de la
sinceridad y el de las excusas, ponen sus brazos sobre la mesa y hacen un pulso:
si gana el de la sinceridad, tendrás que decirle a tu compañero que prefieres
que una retroexcavadora te pise los testículos antes que ir a su casa, de lo
contrario, si gana el de las excusas, le dirás que te es imposible, pues tienes
que ir a castrar a tu gata. En mi caso el de la sinceridad ha estado haciendo
pesas desde su juventud y suele machacar a su compañero, así que no tuve más
remedio que decirle la verdad. Lamentablemente, se conoce que en su cerebro la
parte de la insistencia estaba bien formada y prosiguió con el ataque. En mi
cabeza la sinceridad estaba golpeando con un extintor a la excusa y me vi
obligado a contraatacar. Su insistencia era rápida y eludió mi acometida para
volver de nuevo. Esta vez la sinceridad tenía inconsciente a la excusa en el
suelo y se pudo centrar en una respuesta a la altura de la situación: “No iría
contigo ni a recoger billetes de cincuenta euros por la calle si me dijeran que
un camión blindado ha tenido un accidente y hay una nube de billetes en la
calle y yo supiese que tú estas ahí, no iría”. No mentiré, el primer
sorprendido con lo que dije fue él, pero el segundo fui yo. El muchacho se supo
derrotado y se marchó con el rabo entre las piernas.
Algunos diréis que soy un
antipático o un desagradable, pero eso no es cierto, suelo ser muy simpático,
pero si me siento atacado las defensas de mi cerebro han sido entrenadas para socorrerme
de estas situaciones. Una invitación de un compañero de trabajo puede ser un
ataque; por supuesto, debes estar predispuesto a que cualquier cosa que te
proponga esa persona en particular será un ataque. ¿Por qué debería ocupar el
tiempo de mi fin de semana, que tanto anhelo, en pasarlo con un total
desconocido? Hay compañeros con los que comparto muchas cosas y con esos sí
podría ir a tomarme algo, pero hay otros con los que apenas intercambio un
“buenos días”.
Esta parte del cerebro que ha
sido terminada recientemente me sirve como arma de defensa, ella criba por mí,
yo sólo tengo que mirar fijo durante un segundo al individuo para que ella
decida. Es maravilloso porque con una visita a tu nuevo médico de cabecera ella
te dirá si debes o no solicitar el cambio de médico, si debes o no detenerte en
el encuestador que acecha en la boca del metro o si debes fiarte cuando la
pescadera te dice que la merluza es fresca.
Cuando empiezas a hacer servir esta herramienta que será complementada,
como ya hemos visto, con la sinceridad, se crea una especie de efecto llamada y
la gente comienza a hablar de ti. El pobre muchacho que tuvo que jugar un
solitario ese fin de semana se lo dijo a otro compañero, “¿Has visto lo que me
ha dicho?”, el otro se lo dice al otro, hasta que llega un momento en que la
gente sólo te habla de cosas realmente importantes. Por supuesto, hablo de la
gente con la que no tienes confianza, con los demás todo sigue igual, pero de
alguna forma la actitud de los demás cambia. Ahora ya no intentan invitarme a
timbas, ni me vienen a dar conversación en el ascensor, ha llegado a sucederme
que cierta gente me evita cuando bajo a fumar a la calle y entonces y, sólo
entonces, sé que puedo ocuparme de las cosas que realmente importan, de cuidar
a las personas que quiero cuidar, de hablar con quien quiero hablar y dejar que
mi cerebro haga el trabajo sucio mientras yo intento llegar al fin de semana
indemne.
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