miércoles, 23 de enero de 2013

LA BARBERÍA


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Buscavidas de Christophe Dabitch y Benjamin Flao y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Yo prefería al señor Ginés, el otro barbero, por alguna extraña razón, no me daba buena espina. Aparentemente era más simpático, pero había algo en él que no me acababa de convencer; hablaba por los codos, con todo el mundo, y preguntaba, interrogaba a los clientes constantemente: “¿Y su mujer?”, “¿Ha llamado ya a Telefónica?”, “¿Cómo fue la operación?”, “¿Se ha divorciado usted ya?”. Odio que me interroguen, quizás era por eso que prefería al señor Ginés.

Es tal la indignación que siento cuando me interrogan, que tiendo a ser desagradable. Recuerdo una vez, debía tener cinco años, no recuerdo bien, mi padre me llevó a su oficina y todo el mundo venía corriendo a pellizcarme los mofletes y a alborotarme el pelo; hasta ahí, bien, no comprendo la ternura que puede despertar un niño, la acepto sin más. Pero hubo un hombre, lo recuerdo alto y magro, pero algo lo distinguía, llevaba el pelo teñido, no sé cómo pude saberlo a tan tierna edad, pero tenía un pelo color negro ala de cuervo que no era normal. Y llegó con una sonrisa de vampiro a interrogarme: “¿Y vas al colegio?”, “¿Y estudias mucho?”, "¿Haces caso a tu madre?”. Si hubiese tenido pelo en la espalda se me hubiese erizado. En ese momento me vi con el derecho a responder con una pregunta, ahora sé que no es de buena educación, pero por ese entonces, y viéndome acorralado, no tuve otra opción: “¿Y tú por qué te pintas el pelo?”. Mi padre nunca ha sido de avergonzarse; si ha tenido que regañarme por algo, lo ha hecho en la intimidad y nunca en público, así que ante tamaña pregunta no pudo hacer otra cosa que mirar a su compañero esperando una respuesta. El otro escondió la sonrisa detrás de una mueca de dolor, me alborotó el pelo y se fue a llorar al cuarto de baño de señoras. Años más tarde mi padre me contó que Córdoba, que era como se llamaba el señor teñido, había vuelto de unas vacaciones luciendo una mata de pelo canosa con tremendo orgullo.
El señor Ginés era mi barbero, tenía una barbería situada en el centro de Barcelona, cerca de la oficina de mi padre, y algún sábado de cada mes mi padre me llevaba a que el señor Ginés me cortase los rizos. Para mí era todo un acontecimiento, me encantaba ir a esa barbería. Quiero puntualizar que se trataba de una barbería, y no una de estas asépticas peluquerías unisex, donde debes compartir la intimidad del corte con señoras chismosas y estilistas de tres al cuarto. Esa era una barbería con todas sus letras, en todos los años que fui a cortarme el pelo a ese local, jamás vi a una mujer pisar sus baldosas negras y blancas. Había una especie de campo magnético que impedía que ninguna hembra cruzase el umbral de la puerta, las mujeres que acompañaban a los maridos no podían traspasar la puerta, era algo relacionado con la magia negra, estoy seguro. Un hombre podía llegar acompañado de su esposa, entrar en el local, sostener la puerta y gritarle a su mujer: “Pues que sepas que tu hermano me pidió dinero porque el concesionario se va a pique, ¿cómo te has quedado? ¿A que ahora no te parece tan genial el fracasado de tu hermano?”. Y la mujer no podría entrar a golpearle con el bolso, no podía y punto, otro gallo cantaría cuando el marido saliese al mundo real, ahí tendría que lidiar con su esposa sin la protección de la barbería.
El hecho es que mi padre me dejaba en la barbería, me daba el dinero justo con la propina incluida y se iba a la terraza de enfrente a tomarse un café y a leer el periódico. Sabía que ese era mi momento y que me gustaba disfrutarlo a solas. Si el señor Ginés estaba ocupado, me sentaba a esperar y, en cierto modo, deseaba que estuviese ocupado para poder ojear la revista Interviú, revista que me estaba vetada por edad, pero, como ya he dicho, parecía que esa barbería era una especie de embajada donde las leyes españolas no contaban. Cuando llegaba mi turno me acercaba a la silla de barbero y el señor Ginés, pisando la palanca, la hacía bajar para que yo me pudiese encaramar sin problemas. Luego, como si inflase un bote salvavidas, con secos golpes de pie la iba subiendo hasta dejarme frente al espejo.
Era mayor, a mí me parecía un abuelo, canoso, con el pelo pulcramente cortado, siempre bien afeitado y tocado con un guardapolvos blanco en el que nunca vi ni una mancha. Si yo no hubiese estado embrujado por ese hombre, lo más probable es que hubiese creído que era un tipo de lo más desagradable. Nunca lo vi sonreír, jamás hizo un chiste ni un chascarrillo, era serio, metódico. La conversación más larga que tuve con él ocurrió un día de invierno, cuando dije: “¡Qué frío hace!” y el respondió: “Voy”, y subió la calefacción. El primer día que fui a la barbería, mi padre le explicó cómo tenía que cortarme el pelo, órdenes que había recibido de mi madre, quien, por supuesto, no venía porque no podía estar dentro de la barbería para supervisar el corte cuando mi padre se fuese a la terraza. Él me miró esperando que yo diese el visto bueno a las indicaciones de mi padre, yo asentí con la cabeza y comenzó el espectáculo. Siempre, como los mayordomos ingleses actúan en las películas, me sacaba las gafas, doblaba las patillas y las colocaba en el mostrador, me colocaba la bata de seda, o por lo menos a mí me parecía de seda, sobre el cuerpo y sacaba la navaja. Eso me encantaba, no me cortaba el pelo con tijeras, como el resto de barberos; en la puerta lo indicaba claramente, Barbería: especialidad corte a navaja, y así era, con cortes precisos acompañados con un peine negro iba desmembrado mis rizos. Luego, una vez terminado, me limpiaba el polvo y sacudía los pelos con un cepillo, me volvía a colocar las gafas, se situaba a mi altura y con suavidad me giraba la cara de izquierda a derecha para comprobar que las patillas, las mías, no las de las gafas, estuviesen alineadas. Terminaba poniéndome un espejo en la nuca y hasta que yo no volvía a asentir con la cabeza no lo quitaba.
Pasaron los años y con ellos llegué a una adolescencia convulsa en la cual mi mente corrompida y el pedo mental en que vivía me hicieron abandonar al señor Ginés para dejarme el pelo largo e incluso hacerme mechas rubias. Para cuando esa terrorífica época, de la que por supuesto no reniego, pasó, quise volver a esa barbería, pero era demasiado tarde, en su lugar habían abierto un supermercado 24 horas de baldosas negras y blancas.
Recuerdo que cuando ya había perdido toda esperanza, un día paseaba por la calle Tallers de Barcelona y pasé por delante de una barbería. Esta también era de las clásicas: puertas de cristal, sillones de cuero, etc. Pasé rápido, pero tuve que detenerme y retroceder; ahí estaba, era él, habían pasado más de quince años, pero ahí estaba, era él, seguro. Entré en el local haciendo sonar la campana de la puerta y nos quedamos mirando, yo parecía haber reencontrado el amor de mi vida, él me miraba con su rictus seco y me hizo un gesto para que me sentase.
Me quitó las gafas y un escalofrío me recorrió la espalda, me colocó la sábana sedosa sobre el cuerpo y casi lloré, sacó la navaja y el éxtasis se apoderó de mí.
Me miró por encima de la cabeza y esperó hasta que yo asentí con la cabeza y, con los ojos humedecidos, me dispuse a disfrutar del espectáculo.

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