Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Buscavidas de Christophe Dabitch y Benjamin Flao y,
mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Yo prefería al señor Ginés, el
otro barbero, por alguna extraña razón, no me daba buena espina. Aparentemente
era más simpático, pero había algo en él que no me acababa de convencer;
hablaba por los codos, con todo el mundo, y preguntaba, interrogaba a los
clientes constantemente: “¿Y su mujer?”, “¿Ha llamado ya a Telefónica?”, “¿Cómo
fue la operación?”, “¿Se ha divorciado usted ya?”. Odio que me interroguen,
quizás era por eso que prefería al señor Ginés.
Es tal la
indignación que siento cuando me interrogan, que tiendo a ser desagradable. Recuerdo
una vez, debía tener cinco años, no recuerdo bien, mi padre me llevó a su
oficina y todo el mundo venía corriendo a pellizcarme los mofletes y a
alborotarme el pelo; hasta ahí, bien, no comprendo la ternura que puede
despertar un niño, la acepto sin más. Pero hubo un hombre, lo recuerdo alto y
magro, pero algo lo distinguía, llevaba el pelo teñido, no sé cómo pude saberlo
a tan tierna edad, pero tenía un pelo color negro ala de cuervo que no era
normal. Y llegó con una sonrisa de vampiro a interrogarme: “¿Y vas al colegio?”,
“¿Y estudias mucho?”, "¿Haces caso a tu madre?”. Si hubiese tenido pelo en
la espalda se me hubiese erizado. En ese momento me vi con el derecho a
responder con una pregunta, ahora sé que no es de buena educación, pero por ese
entonces, y viéndome acorralado, no tuve otra opción: “¿Y tú por qué te pintas
el pelo?”. Mi padre nunca ha sido de avergonzarse; si ha tenido que regañarme
por algo, lo ha hecho en la intimidad y nunca en público, así que ante tamaña
pregunta no pudo hacer otra cosa que mirar a su compañero esperando una
respuesta. El otro escondió la sonrisa detrás de una mueca de dolor, me
alborotó el pelo y se fue a llorar al cuarto de baño de señoras. Años más tarde
mi padre me contó que Córdoba, que era como se llamaba el señor teñido, había
vuelto de unas vacaciones luciendo una mata de pelo canosa con tremendo
orgullo.
El señor Ginés era mi barbero,
tenía una barbería situada en el centro de Barcelona, cerca de la oficina de mi
padre, y algún sábado de cada mes mi padre me llevaba a que el señor Ginés me
cortase los rizos. Para mí era todo un acontecimiento, me encantaba ir a esa
barbería. Quiero puntualizar que se trataba de una barbería, y no una de estas
asépticas peluquerías unisex, donde debes compartir la intimidad del corte con
señoras chismosas y estilistas de tres al cuarto. Esa era una barbería con
todas sus letras, en todos los años que fui a cortarme el pelo a ese local,
jamás vi a una mujer pisar sus baldosas negras y blancas. Había una especie de
campo magnético que impedía que ninguna hembra cruzase el umbral de la puerta,
las mujeres que acompañaban a los maridos no podían traspasar la puerta, era
algo relacionado con la magia negra, estoy seguro. Un hombre podía llegar
acompañado de su esposa, entrar en el local, sostener la puerta y gritarle a su
mujer: “Pues que sepas que tu hermano me pidió dinero porque el concesionario
se va a pique, ¿cómo te has quedado? ¿A que ahora no te parece tan genial el
fracasado de tu hermano?”. Y la mujer no podría entrar a golpearle con el
bolso, no podía y punto, otro gallo cantaría cuando el marido saliese al mundo
real, ahí tendría que lidiar con su esposa sin la protección de la barbería.
El hecho es que mi padre me
dejaba en la barbería, me daba el dinero justo con la propina incluida y se iba
a la terraza de enfrente a tomarse un café y a leer el periódico. Sabía que ese
era mi momento y que me gustaba disfrutarlo a solas. Si el señor Ginés estaba
ocupado, me sentaba a esperar y, en cierto modo, deseaba que estuviese ocupado
para poder ojear la revista Interviú, revista que me estaba vetada por
edad, pero, como ya he dicho, parecía que esa barbería era una especie de
embajada donde las leyes españolas no contaban. Cuando llegaba mi turno me
acercaba a la silla de barbero y el señor Ginés, pisando la palanca, la hacía
bajar para que yo me pudiese encaramar sin problemas. Luego, como si inflase un
bote salvavidas, con secos golpes de pie la iba subiendo hasta dejarme frente
al espejo.
Era mayor, a mí me parecía un
abuelo, canoso, con el pelo pulcramente cortado, siempre bien afeitado y tocado
con un guardapolvos blanco en el que nunca vi ni una mancha. Si yo no hubiese
estado embrujado por ese hombre, lo más probable es que hubiese creído que era
un tipo de lo más desagradable. Nunca lo vi sonreír, jamás hizo un chiste ni un
chascarrillo, era serio, metódico. La conversación más larga que tuve con él ocurrió
un día de invierno, cuando dije: “¡Qué frío hace!” y el respondió: “Voy”, y
subió la calefacción. El primer día que fui a la barbería, mi padre le explicó
cómo tenía que cortarme el pelo, órdenes que había recibido de mi madre, quien,
por supuesto, no venía porque no podía estar dentro de la barbería para supervisar
el corte cuando mi padre se fuese a la terraza. Él me miró esperando que yo
diese el visto bueno a las indicaciones de mi padre, yo asentí con la cabeza y
comenzó el espectáculo. Siempre, como los mayordomos ingleses actúan en las
películas, me sacaba las gafas, doblaba las patillas y las colocaba en el
mostrador, me colocaba la bata de seda, o por lo menos a mí me parecía de seda,
sobre el cuerpo y sacaba la navaja. Eso me encantaba, no me cortaba el pelo con
tijeras, como el resto de barberos; en la puerta lo indicaba claramente, Barbería:
especialidad corte a navaja,
y así era, con cortes precisos acompañados con un peine negro iba desmembrado
mis rizos. Luego, una vez terminado, me limpiaba el polvo y sacudía los pelos
con un cepillo, me volvía a colocar las gafas, se situaba a mi altura y con
suavidad me giraba la cara de izquierda a derecha para comprobar que las
patillas, las mías, no las de las gafas, estuviesen alineadas. Terminaba
poniéndome un espejo en la nuca y hasta que yo no volvía a asentir con la
cabeza no lo quitaba.
Pasaron los años y con ellos
llegué a una adolescencia convulsa en la cual mi mente corrompida y el pedo
mental en que vivía me hicieron abandonar al señor Ginés para dejarme el pelo
largo e incluso hacerme mechas rubias. Para cuando esa terrorífica época, de la
que por supuesto no reniego, pasó, quise volver a esa barbería, pero era
demasiado tarde, en su lugar habían abierto un supermercado 24 horas de
baldosas negras y blancas.
Recuerdo que cuando ya había
perdido toda esperanza, un día paseaba por la calle Tallers de Barcelona y pasé
por delante de una barbería. Esta también era de las clásicas: puertas de
cristal, sillones de cuero, etc. Pasé rápido, pero tuve que detenerme y
retroceder; ahí estaba, era él, habían pasado más de quince años, pero ahí
estaba, era él, seguro. Entré en el local haciendo sonar la campana de la puerta
y nos quedamos mirando, yo parecía haber reencontrado el amor de mi vida, él me
miraba con su rictus seco y me hizo un gesto para que me sentase.
Me quitó las gafas y un
escalofrío me recorrió la espalda, me colocó la sábana sedosa sobre el cuerpo y
casi lloré, sacó la navaja y el éxtasis se apoderó de mí.
Me miró por encima de la cabeza y esperó hasta que yo asentí con la
cabeza y, con los ojos humedecidos, me dispuse a disfrutar del espectáculo.
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