Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer en El gato en casa, un artículo sobre los gatos en su vejez, y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Mi compañero sacó la lengua y me
mostró una serie de terroríficas cicatrices con los ojos llenos de orgullo.
Cuando guardó la sinhueso nuevamente en la boca sonrió, satisfecho, pues una
vez más había impresionado a un chaval.
Lo recuerdo perfectamente como un
dibujo animado, del mismo modo que muestran en el “cómo se hizo” de las
películas de animación el proceso de creación de un personaje. Sobre papel
blanco a lápiz azul, primero un esqueleto al que, a cámara rápida, se le va
dando forma. Era un poco más alto que yo, de pelo gris ya escaso, ojos pequeños
tras unas gafas inquietantes que se oscurecían con la luz del sol, nariz y
mejillas redondas marcadas por la viruela, y un enorme mostacho. Mi abuelo
Carlo decía de mi barriga que era un cementerio de pollos, entonces la de ese
hombre debía ser el Père-Lachaise de las aves de corral. Era de esa clase de
gordos que no aceptan la gordura y que colocan el pantalón donde termina o
empieza el pelo púbico por delante y por donde empieza o termina la raya del
culo por atrás. Pero entendí rápido por qué se negaba a reconocer que ya no era
el joven que fue. Intentaba hacer creer que el enorme barrigón que le impedía
verse los pies formaba parte del otrora pectoral esculpido en mármol, pues
había sido luchador de pressing catch.
Por el amor de dios, mirad a Hulk Hogan, tiene al menos sesenta años e intenta
desesperadamente que los pezones no le lleguen al ombligo.
Coincidí con ese personaje en una
curiosa época de mi vida, cuando era conserje de un edificio de la zona alta. Se
conoce que hay ricos que temen ser asaltados durante la noche y deciden que la
mejor seguridad es contratar a un adolescente para que haga el turno de nueve
de la noche a nueve de la mañana. Nunca tuve ninguna intención de defender con
mi vida el sueño de los ricos, pero si ellos eran felices, ¿quién era yo para
decir que un adolescente y un luchador de catch
retirado no les salvarían del robo o el expolio?
Desde que tengo uso de razón el pressing catch me ha fascinado; hubo una
época en la que juraba que, si algún día tenía la oportunidad de ser luchador,
lo dejaría todo, me llamaría el Huracán y pesaría ciento treinta quilos. Sería
esa clase de luchadores inmensos a los que los demás temen y que no son ágiles,
pero son fuertes. Incluso había creado golpes propios y plagiado otros, pensaba
que, estando yo en Barcelona y mis ídolos en Louisiana, no les importaría. Era
tanta mi pasión que las mañanas de los fines de semana, cuando terminaba de ver
los combates, me despedía de Héctor del Mar y, dando un brinco en el sofá,
corría hacía la habitación de mis padres, donde mi progenitor se debatía entre
el ronquido y el estertor, para saltar sigiloso sobre él y fingir el combate de
mi vida. Tendría seis o siete años y no era aún el Huracán, era más bien una
brisa veraniega; mi padre, por una cuestión de estatura comparativa, era André
el Gigante. Llegó un momento en que las estaturas se fueron igualando y llegué
a la edad de diecisiete años y convenimos con mi padre que él debía retirarse,
que un buen luchador debe saber cuándo ha llegado a su cénit y lo único que
puede hacer a partir de entonces es perder combates. No fue una decisión
madurada, simplemente una mañana, a mis diecisiete años y noventa y ocho quilos,
salté encima de mi padre doblándole la espalda como una “L”; dos semanas tuvo
que dormir el hombre con la esterilla eléctrica.
Las cicatrices de la lengua eran
heridas de guerra; es habitual que entre saltos, piruetas y falsos golpes los
luchadores se muerdan la lengua y se hagan cortes en los labios o cejas.
Fascinado, escuchaba las aventuras y desventuras de Rubén el Terrible, que es
como se hacía llamar en su época de luchador. Me parecía increíble tener frente
a mí a un auténtico luchador de catch.
Rubén contaba que su padre no quería que fuese luchador y que él se escapaba de
casa para ir al Price, una sala donde se hacían combates de lucha libre, lucha
grecorromana y boxeo; palacio que, por desgracia, ha desaparecido de la ciudad.
¡Rubén el Terrible…! No me lo
podía creer. Sacó un viejo recorte de diario de la cartera y me mostró una foto
de su último combate, junto a un luchador llamado Echevarría. Al parecer, ese
fue su último combate, pues tuvo que irse a la mili. Ahí intentó seguir
luchando, pero un comandante o teniente, nunca he sabido diferenciarlos, llamado
Sotelo le dijo que ese deporte era un tongo y, además, de maricones, y ahí
terminó todo.
El verano llegaba a su fin y yo tenía que volver a mis estudios. Recuerdo que
nos sentamos en la zona ajardinada de las viviendas de lujo donde trabajábamos
y Rubén sacó un paquete de ducados, prendió uno para él y me ofreció otro a mí.
El sol le daba de frente y el cristal de sus gafas había adquirido un color
marrón oscuro; fumó con largas pitadas en silencio. Entonces me miró y entornó
las cejas, se levantó con el cigarrillo casi consumido entre los labios y me
dijo:– ¿Quieres que te enseñe la llave secreta de Rubén el
Terrible?
Era como preguntarle a un niño si
quería un helado de chocolate; me levanté empujado por el resorte de la emoción
y me coloqué frente a él.– Bien –dijo–, debes colocarte
correctamente, la posición es muy importante, los pies bien puestos, así, muy
bien, las manos abiertas, nada de puños cerrados, y ahora en círculos, bien.
Comenzamos a trazar círculos por
el jardín, pero poco a poco los ficus, los sauces y las caléndulas fueron
desapareciendo, el jardín se fue oscureciendo y la gravilla se convirtió en una
lona; el cuadrilátero se había formado y los arbustos eran un público entregado
que aclamaba y disfrutaba del combate del siglo. De algún altavoz colgado de un
abedul convertido en poste comenzó a sonar la voz de Héctor del Mar: “Buenas
noches, damas y caballeros, estamos presenciando el combate más esperado, el
retorno de Rubén el Terrible contra el actual campeón, el Huracán. Un titán de
otro tiempo contra el duque del catch
de la actualidad. Los contrincantes miden sus fuerzas con fieras miradas y ahí
va la embestida de el Terrible que se abalanza sobre nuestro campeón. ¿Quién
podrá más, estimado público, la fuerza de la juventud o el poder la
experiencia? Huracán resiste la embestida, agarra a Rubén el Terrible por la
cintura y este se revuelve como un gato en una bolsa, pero, señores, saca
fuerzas y golpea sin compasión la espalda de su contrincante, quien pierde
fuelle e inca la rodilla en la lona. Damas y caballeros, esto es increíble, por
favor, no se les ocurra parpadear, pues no pueden perderse ni un segundo de
este histórico enfrentamiento. Huracán no sabe dónde está, aturdido, se
tambalea por el ring y ahí aprovecha
el veterano luchador y… ¡oh, no! ¡Señores, vean ustedes esto! Es la llave
secreta de Rubén el Terrible, que se dice que jamás nadie ha podido eludir.
Agarra del cuello a el Huracán con esos enormes brazos, que no son brazos, que
son las columnas de Hércules, y lo lanza contra la esquina, lo voltea y cae
sobre él como la cólera de dios, damas y caballeros. El combate ha terminado,
la experiencia, la maestría, la mundología ganan nuevamente en este combate que
no es otra cosa, respetable público, que una hermosa representación de la vida
misma”.
Nos levantamos del suelo entre
carcajadas y nos abrazamos, dimos varias vueltas a nuestro ring imaginario saludando al respetable y, como he visto hacer en
un sinfín de ocasiones, levanté el brazo del luchador ganador.
Pasados los años, me encontraba
buscando la casa que aparece en La sombra del viento en la zona alta de
la ciudad y me di de bruces con el edificio donde conocí al luchador. Entré y
encontré una cara desconocida, un nuevo conserje que no supo decirme nada de
Rubén. No lo he vuelto a ver desde aquel día, supongo que, como me dijo una vez
mi padre, un luchador debe saber cuándo ha llegado a su cénit.
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