Me senté con Frida retozando en mi regazo, a
leer Mejor Manolo de Elvira LIndo, y mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida me puse a pensar…
“¿Y tú qué vas a ser de grande?” No sólo odiaba
que me interrogasen, sino que odiaba que me hiciesen preguntas tan personales.
¿Qué voy a ser de grande? ¿Qué carajo le importará a la gente lo que será de
grande un niño?
Cuando un desconocido le hace esa pregunta a un
niño, los padres suelen hinchar el pecho y esperar la respuesta.
"Doctor", dicen algunos niñitos y a los padres y madres se les hace
el culo Pespsicola. Por lo
contrario mi padre la tenía clara y no le hacía falta esperar la respuesta, él
sabía lo que sería yo de mayor, sería argentino. Le daba exactamente igual
estar en Barcelona, él sabía que su hijo sería argentino. De hecho, se conoce
que cuando el doctor me entregó a los cansados brazos de mi madre le dijo:
"Ha tenido usted un hermoso argentino".
Pero mi argentinidad, quedará para otro día.
Sigamos con la terrible pregunta, “¿Y tú qué vas a ser de grande?” Esta
cuestión esconde pérfidas lecturas. Principalmente el mayor que le pregunta al
niño, lo que quiere oír es como el retoño dice su oficio, si el que pregunta es
el tío Julián, este quiere escuchar “Tornero fresador, como el tío Julián” si
pregunta la tía Marisa, “Prostituta, como la tía Marisa”, este es un claro
ejemplo que deben tener en cuenta los padres, aunque ellos crean que los hijos
no entienden nada, cuando un padre le dice a una madre, “Tu hermana es una
prostituta”, el niño retiene, retiene señores, retiene y reproduce.
Recuerdo que en mi tierna infancia, en el
colegio me hicieron un test, ese test intentaba determinar cual sería mi futuro
laboral. Hecho que podría llegar a ser útil, digo podría pues resultó que no lo
era, si una vez hecho el test y averiguado cual eran las cualidades, digamos
vocacionales del niño en cuestión, la escuela podría emplear sus medios en
enfocarlo hacía ese camino. Pura basura, mi test dijo sin lugar a dudas que mi
futuro estaba en un taller, yo iba a ser mecánico. ¿Mecánico? Cuando mi tutora
se reunió con mis padres y les dijo el resultado del test, a mi padre le agarró
un ataque de risa que le duró un mes intermitentemente, durante siete u ocho
horas la carcajada cesaba, pero al rato era retomada con nuevas fuerzas.
¿Mecánico? Sólo hacía falta verme para saber que cualquier mecanismo, por
sencillo que pareciese, para mi era el artilugio más complicado. Hasta los
catorce años esperaba a que mis compañeros de clase entrasen primero, era
incapaz de descifrar el complejo funcionamiento de un picaporte. Una vez, mis
padres me regalaron un meccano,
ese juego con piezas metálicas, tuercas y motores para que el niño construya
sus propias estructuras móviles. Yo sé, aunque ellos nunca lo reconocieron, que
me lo regalaron para reírse, es como regalarle a un tartamudo un karaoke. Una crueldad que sólo tiene
sentido si da diversión al otro y estoy seguro de que ese fue mi caso. Por
entonces no lograba entender que les había hecho a mis padres para que me
regalasen semejante mierda. Podía entender los calcetines y los calzoncillos,
al fin y al cabo son regalos de madre que tarde o temprano resultan útiles,
pero ¿Un meccano? Hay que tener una mente muy retorcida
para regalarle eso a un niño inútil. Por supuesto no jugué ni un solo día con
esa monstruosidad, lo aparqué debajo de la cama y ahí quedó hasta que fui mayor
y pude decidir por mi mismo y tirar a la mierda la caja llena de tuercas.
Hay una segunda fase que como decía, hubiese
sido útil si el test era eficaz. La explicaré brevemente, consiste en fomentar
la vocación del infante, es decir, si el resultado del test indica que, como en
mi caso, el niño debería ser mecánico, de acuerdo con el resultado, pues eso es
lo que se debería fomentar, con clases que lo motivasen a seguir el “buen”
camino. Pero claro, imaginaos que a mi me hubiesen fomentado mi inexistente
faceta de mecánico. Me habría convertido irremediablemente en el peor mecánico
de la historia.
Por suerte en mi casa se dieron cuenta de lo que
me sucedía. Mis manos habían sido creadas para otra cosa muy distinta, para
teclear en un ordenador o para escribir sobre un papel. Y lo fomentaron, hasta
la saciedad. Por supuesto eso no me ha convertido en el mejor escritor de la
historia, pero me ha convertido en alguien que disfruta haciendo lo que hace.
Que lee y escribe con fruición, que cada cuento que escribe, aunque sea
terriblemente soporífero lo ha disfrutado, más tarde lo leeré y descubriré
quizá que es una auténtica basura, pero por lo menos he hecho lo que me gusta y
no montar piezas y atornillas tuercas. Hecho que puede ser divertido para
alguien, inspirador y motivador, pero no es mí caso.
No creo que muchos maestros se paseen por mi
blog, si han llegado a leer El
rabo de la madroño, o quizá si, por que son esa clase de docentes dignos,
íntegros y vocacionales, si ese es el caso, por favor recuerden ustedes cuando
eran niños y querían ser lo que hoy son, si hoy son buenos maestros imaginen si
alguien les hubiese fomentado su vocación.
Parafraseando a uno de los mayores filósofos de
la actualidad, Diego Armando Maradona, en el documental de Emir Kusturitca, les
diré: “Emir, ¿Sabés qué jugador hubiese sido yo sino hubiese tomado cocaína?
¡Qué jugador nos perdimos!”. Deben tomar estas palabras como su máxima, deben obligarse
a no desperdiciar a todos los pequeños Maradonas que se están olvidando en
nuestras escuelas, Maradonas mecánicos, Maradonas cocineros, Maradonas
carpinteros, Maradonas historiadores. Por todos esos todos Maradonas que crecen
alrededor nuestro, deben, debemos fomentarlos y no cometer el error que se
estuvo a punto de cometer conmigo y otros muchos, el crear un Ali Dia de la mecánica.
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