viernes, 15 de marzo de 2013

ALFIL DE DULCE DE LECHE

Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer La tabla de Flandes de Arturo Pérez-Reverte y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Yo era joven, aún no era adolescente, y tampoco preadolescente. Esa maravillosa época, o terrible, según se mire, en la cual tu madre aún elije tu ropa. No sé si lo recordáis. Creo que me quedaré con la parte de terrible, pues me ha venido a la memoria el atuendo que me eligió mi madre para el campeonato de ajedrez. Me puso pajarita. Pajarita, pero ¿quién carajo usa pajarita? Bueno, es probable que alguien la use y es aún más probable que esa persona la elija por su propia voluntad. Pobre de mí.

Recuerdo llegar al recinto con mi padre, era la universidad, aunque no sé cuál. Las mesas estaban dispuestas en filas largas, inacabables, y en cada una de ellas, como si hubiesen sido colocados por un mayordomo inglés que mide la distancia entre cuchillo y tenedor, estaban colocados los tableros de ajedrez con sus fichas igualmente alineadas. Un reloj y un par de folios con lápices para apuntar las jugadas.
No sé si habéis visto la película En busca de Bobby Fischer, pero no tiene nada de inventado. Los campeonatos eran terribles, no para los niños que íbamos ahí para jugar una partidita; por supuesto siempre hay un pequeño Rasputín de ocho años que está dispuesto a cualquier cosa para derrotar al contrincante, pero lo que era digno de observar era la actitud de los padres. Caminaban con las manos en la espalda, mirando los tableros y mirando a los demás niños. Era odio, era asco. Si hubiésemos vestido a los niños con camisetas de rayas y a los padres con uniformes de las SS, no habría hecho falta cambiar la actitud, simplemente con ese cambio hubiese sido igualito a Mauthausen.
Tengo que decir, en defensa de mi padre, que él también hubiese ido vestido con un traje a rayas; le importaba un carajo si ganaba o si perdía, era yo quien había decidido apuntarme al campeonato porque quería jugar. Pero los demás eran terribles. “Hemos estado practicando el mate de Morphy”, le decía con aire circunspecto a mi padre alguno de ellos.  “Ah, qué bueno, el de las tostadas también jugaba a ajedrez”, contestaba el mío. Ahora entiendo por qué me burlo de este tipo de gente: lo aprendí de mi padre en los campeonatos de ajedrez.
Cuando comenzaban las partidas todos los padres se colocaban detrás de las mesas, mirando detenidamente cada uno de los movimientos de sus hijos y, por supuesto, los movimientos de sus contrincantes. “Piensa, Alex, piensa”, le decía un padre gritando susurros a su hijo. Entonces se oía un “shhhhhhhhhhhhh”; nadie podía hablar, pero los padres no podían callarse. Se mordían las uñas, se tapaban la boca con la palma de la mano, se limpiaban el sudor con kleenex arrugados. Mi padre me miraba de vez en cuando y ponía cara de seriedad, abriendo mucho los ojos y apretando los labios, como un búho viejo, y yo sonreía. Fumaba y algún padre que había dejado de fumar le pedía un pitillo: “Es que me pongo muy nervioso, hoy nos jugamos mucho”. Mi padre le encendía el cigarrillo y sonreía, como se sonríe a un loco en la cola del supermercado que te dice: “Ancha es Castilla y yo sólo quiero natilla”; para mi padre una frase y la otra tenían el mismo sentido.
La partida que me tocó jugar fue bastante divertida. Mi contrincante era un gordito en apariencia encantador, pero tenía el corazón de ceniza. Cuando se sentó frente a mí le ofrecí mi mano y él dijo simplemente: “Vas a perder”. “Gordo puto”, pensé. Por supuesto no voy a describir la partida jugada por jugada, no soy Kasparov, no juego como él y no recuerdo todo lo que recuerda él. Cuando digo que no juego como él quiero decir que tengo la misma habilidad que una servilleta usada por el ruso, olvidada en un abrigo de invierno guardado en una bolsa de plástico bajo la cama de su casa de Moscú, y, conociendo a Kasparov, es bastante. Digamos que era y soy un jugador de pachanga, como los jugadores de fútbol que sólo saben hacer piruetas, pero que en un partido no son demasiado resolutivos. El gordo puto lo sabía, yo lo sabía. “Perfecto, si eres tan bueno, gáname y vámonos de aquí. Mi padre me ha prometido un helado de dulce de leche cuando salgamos, así que sin pausa pero sin prisa”. Era esa clase de jugadores que juegan rápido, que dejan en ridículo tus largas meditaciones, aunque no es que pensara mucho en las jugadas, a veces me abstraía y pensaba en otras cosas, un problema de atención que me persigue hasta la actualidad. Un problema o un don, depende de cómo se mire, muchas de las historias que escribo, recuerdos y demás, se me ocurren o vienen a mi mente mientras hago algo que requiere concentración, me abstraigo y así de pronto viene la idea.
Como decía, el gordito infecto jugaba rápido y golpeaba con fuerza el botón del reloj de tiempo. Y entonces sucedió algo que nunca podré explicar: estaba pensando en una paloma muerta pisada por un automóvil cuando el carraspeo de mi contrincante me devolvió a la partida, estaba tan desconcertado que moví la primera ficha que vi, un alfil.
“¡Noooo!”, otro grito susurrado por otro padre, esta vez el del gordito puto, un gordazo puto colocado junto a mi padre. Mi padre sonrió, todo el mundo lo había visto menos yo. El gordito sostenía su cabeza entre sus manos, estaba a punto de echarse a llorar. Entonces me di cuenta y dije: “Jaque mate”.
El gordo puto sénior cogió del cuello de la camisa al gordo puto júnior y salieron del recinto. Mi padre me cogió de la mano y salimos de esa merienda de ajedrecistas y me dijo: “Dos bolas, ¿eh?”. Podía haber hablado de mi testículos, queriendo decir: “Con dos cojones, que se joda el gordo puto”, pero se refería, por supuesto, a las dos enormes bolas de helado de dulce de leche que me iba a meter entre pecho y espalda.

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