martes, 12 de marzo de 2013

JOHNY WEISSMÜLLER



Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Compañeros de celda de Roberto Bolaño y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
No soy un amante de los deportes, no es ningún secreto. Tengo amigos que esperan como agua de mayo a que llegue el verano para poder ver el Tour de Francia; puedo llegar a comprender que a alguien le guste salir los fines de semana con su bicicleta, pero estar tres horas frente al televisor para ver a señores con las piernas depiladas pedaleando por una carretera sin fin…

Pero esa no es la cuestión, a mí me gusta el boxeo y es totalmente comprensible que a otro no le guste, por eso hay tantos deportes, supongo. La cuestión es que estaba haciendo zapping y terminé por casualidad en la retransmisión en diferido de una especie de campeonato de gimnasia artística. El estadio estaba lleno y la cámara enfocaba a una diminuta muchacha vestida con un ceñido bañador que se preparaba en la esquina de un enorme cuadrado situado en el centro del estadio. La chica se llamaba Mariska Gábor y no me extenderé en las piruetas que realizó la gimnasta, pero fueron realmente impresionantes. De todos modos, mi atención no se centró en la flacucha que saltaba por el estadio; en segundo, quizás en tercer plano, había un hombre, un tipo fornido, probablemente rondaba los sesenta años, medio calvo con las cejas tremendamente pobladas y una enorme barriga. Vestía un chándal con los colores de la bandera de Hungría y durante un instante la cámara lo enfocó y pude ver cómo no le quitaba los ojos de encima a la chiquilla, las enormes cejas ocultaban dos pequeñas bolas negras que seguían los movimientos de Mariska. Era Zoltan Szegedi, el entrenador.
Siempre me ha impresionado muchísimo la disciplina soviética, marcial, rigurosa, fábrica de talentos. ¿Cuántos deportistas, músicos, astronautas habrán salido de las entrañas de las extintas repúblicas socialistas soviéticas? Sólo hay que ver los violinistas rumanos que de vez en cuando tocan en el metro, no soy un gran entendido en música clásica, pero a mí me parece que son auténticos eruditos. Hace poco vi a una pareja, creo que de hermanos, de entre diecisiete y dieciocho años, él tocaba el violín y ella el piano. Eran realmente increíbles, tocaban con tanta naturalidad como yo respiro. Tocaron el bolero de Ravel y se me puso la piel de gallina. Cuando bajaron del metro me quedé pensando: un par de muchachos, para llegar a tocar de forma tan soberbia, debían haber practicado durante años, muchas horas cada día, y eso sólo lo puede una disciplina como la soviética. Conocí una vez a un guitarrista que me contó que su padre le obligaba a tocar durante horas y le decía: “Toca, toca hasta que te duela el puño de la camisa”, supongo que esta frase lo dice todo.
Es un sentimiento un poco extraño el que me invade, pues si no fuese por esta privación de infancia que han tenido muchos niños, hoy muchos de los grandes artistas y deportistas no existirían. Veo en las olimpiadas a las hordas de niños chinos que practican una variedad inmensa de deportes y pienso en si realmente esos niños quieren estar ahí, compitiendo con otros niños, entrenando durante horas diariamente, sin tener tiempo para jugar, y me imagino qué hubiese pasado si yo hubiese tenido algún talento deportivo.
De hecho, creo que lo tuve, o por lo menos eso creía mi profesora de natación de la escuela. Aunque yo era muy pequeño (y cuando eres un niño crees que todas las personas mayores son ancianas), la recuerdo bastante joven, no creo que superase los treinta. Era bajita, muy bajita, y gorda, muy gorda. Entonces no lo pensé, pero ahora me da por pensar si realmente esa hija de puta podía mantenerse a flote en una piscina, quizás en el mar Muerto… La he calificado como hija de puta porque recuerdo cómo nos lanzaba al agua sin ninguna compasión. Por lo que tengo entendido, las clases de natación para los niños tienen un fin y es que el niño pueda nadar para no ahogarse; por lo menos ese debería ser el fin o uno de ellos, pero esa diminuta bola quería convertirnos, o por lo menos convertirme, en un Johnny Weissmüller en miniatura. No fue un trauma excesivo, pero recuerdo que llegué a pensar que en la piscina había un tiburón y que tenía que nadar lo más rápido posible para que no me devorase. Practiqué todos los estilos de natación que hay: crol, braza, espalda y mariposa, y al parecer no se me daba del todo mal porque la entrenadora me echó el ojo y se empeñó en que tenía que entrenar más duro para competir. Yo lucía orgulloso mi caballito de mar negro que mi madre había cosido a mi bañador, pero pensaba que eso no era más que un juego. ¿Salir de clase para ir a la piscina?, ¿quién no querría hacerlo?
Por esos tiempos mi madre era una activista muy conocida en el APA (hoy AMPA: Asociación de Madres y Padres de Alumnos) y nos acompañaba a muchas excursiones y, por supuesto, a la piscina. Este hecho me coartaba muchísimo, nunca he sido un delincuente pero sí un maldito diablo y todas las travesuras que hacía eran enseguida interceptadas por la monitora-madre. Un día vi cómo la entrenadora hablaba con mi madre. Las miré desde lejos y vi que mi madre me miraba, me acerqué y entonces me dijeron qué estaban tramando. Como dije, a la monitora le parecía que yo tenía potencial para la natación y le había propuesto a mi madre que me lo tomase en serio, que podía presentarme a competiciones e incluso ganarlas. En cierto sentido mis padres siempre me han dado bastante libertad. Tengo amigos que han jugado al fútbol obligados por su padre, he ido a ver partidos y he visto cómo los padres enrojecían de ira cuando el árbitro no marcaba una falta a su hijo; un espectáculo lamentable. Así que mis padres me hicieron la propuesta, que era la siguiente: tenía que levantarme dos horas antes cada día y antes de ir al colegio ir a la piscina a entrenar, solo, sin ninguno de mis compañeros. Yo les miré, pensaba que habían enloquecido, ¿dos horas antes? Estaban realmente tarados si creían que yo iba a hacer eso. Por suerte me di cuenta de que no me estaban diciendo lo que iba a suceder, sino que me lo estaban preguntando, así que respondí con un claro y escueto “NO”. Y ahí terminó todo. Nunca más se volvió a hablar del tema. Con los años me dijeron que la pequeña y redonda entrenadora se había enfadado mucho. “Es una nadadora frustrada”, me dijo mi padre; busqué en el diccionario lo que significaba frustrada y creí entenderlo.
Hoy no soy un gran músico, ni astronauta, por supuesto, no soy una reproducción gordita de Johnny Weissmüller, pero sí soy el que se rompió una pierna esquiando, el que le pegó un chile a su compañero de clase, el que se puso un pendiente sin permiso, el que mintió sobre sus notas y el niño que nunca morirá.

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