miércoles, 6 de marzo de 2013

TREINTA Y SIETE ALMOHADILLAS


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer El chino de Henning Mankell y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
¿Dónde están las cabinas telefónicas? Han desaparecido. Estoy convencido de que hay adolescentes que jamás han hablado a través del teléfono de una cabina y estoy más convencido aún de que dentro de pocos años habrá jóvenes que jamás las habrán visto.
Cosas como estas nos han convertido en viejos, viejos prematuros; yo soy un contador de historias, pero no como lo era mi abuelo. “En la guerra intercambiábamos tabaco por papel entre trincheras”, eso es una historieta de abuelo, entrañable, por supuesto, pero yo no tengo edad para explicar cosas como estas a los jóvenes. Dentro de un par de años, cuando los niños que conozco ya puedan hablar o mantener una conversación, les contaré: “Antes cada país tenía su moneda, ¿sabes? Aquí teníamos la peseta”, y el niño me mirará pensando que ya está otra vez el pesado contando batallitas. “Yo tuve un trabajo donde cobraba más de ochocientos euros”, esa será la fase donde creerá que por la edad ya se me ha ido la cabeza.
En fin, el tema es que de un tiempo a esta parte he visto cómo iban desapareciendo las cabinas telefónicas. Y la verdad es que recuerdo cuando era muy complicado no toparte con una de ellas en cada una o dos calles. Incluso la mayoría de los bares tenían teléfonos públicos.
La desaparición de las cabinas ha sido algo paulatino, no ha sido de golpe. Lo podrían haber hecho publicando un anuncio en la prensa o una noticia en el informativo, indicando que el próximo día tal del mes tal se iban a retirar la totalidad de las anacrónicas cabinas telefónicas de nuestras calles. Pero la técnica ha sido mucho más depurada, se ha hecho como el que no quiere la cosa. Por uso y desgaste del mobiliario urbano, a las mentes pensantes se les ocurrió que, si dejaban de hacer un mantenimiento de las cabinas, estas desaparecerían como desaparece una piel de plátano tirada en el campo: se descompondrían. ¿Y quién iba a pensar que era cierto? Al principio desaparecieron sólo los auriculares. Se conoce que hay alguien que los colecciona, pues al poco los enormes teléfonos metálicos estaban desprovistos de receptores, en su lugar, un triste cable pelado. Del mismo modo en que comienza la temporada de la caza de la liebre, se abrió la veda con las cabinas telefónicas. Cuando hubieron desaparecido los auriculares, los carroñeros, por alguna extraña razón, se encapricharon con las puertas. Las terribles puertas abatibles que tantas veces nos golpearon el cogote. Así pues ya teníamos cabinas sin auriculares y sin puertas, al poco llegó la hora de los cristales, ventanales de plástico que desaparecieron como desaparecen las hojas en otoño. Hoy es habitual encontrar un cuadrado de cemento en medio de la acera, como el soporte de la estatua de Sadam Hussein que tantas veces hemos visto por televisión, reminiscencia de una era pasada.
Recuerdo cuando aún los móviles eran parte de la ciencia ficción o, por lo menos, una realidad lejana; en ese entonces las cabinas eran la única forma de comunicarse con nuestros semejantes a distancia. Había cabinas en ciertos lugares en las que había cola para llamar; en el centro, por ejemplo, las cabinas nunca dejaban de ser usadas, tragaban monedas como locas y nos ayudaban a llamar a nuestras madres para decirles que al salir del cine nos iríamos a cenar fuera.
Incluso había verdaderos expertos en realizar llamadas gratis: “Si descuelgas el teléfono, presionas treinta y siete veces la almohadilla y dices Gibraltar, la llamada es gratuita”. Falso, pero te daba una esperanza. Había gente que dedicaba su tiempo a mejorar el timo a la empresa telefónica. Las míticas monedas de cinco duros agujereadas, atadas a un cordel… Creíamos que, como una sardina, la podríamos sacar de las entrañas de la máquina, cuántos cordeles perdidos. Los abuelos que rebuscaban en el monedero de la cabina con la intención de encontrar un cambio extraviado, hecho que los jóvenes comenzamos a imitar y a intentar perfeccionar, pegando los monederos con celo. La picaresca española, señores, las llamadas a cobro revertido que descubrimos en las películas americanas. Se han perdido tradiciones que jamás volverán, ¿para qué necesita un joven una cabina si tiene un móvil con Internet, whatsapp, cámara de fotos, agenda…? Las echo de menos, echo de menos resguardarme de la lluvia bajo su bombilla parpadeante, su olor a orina y los anuncios de mujeres que fuman y te hablan de tú pegados en las ventanillas: “Sofía, beso negro y francés hasta el final”. Apretados, seis preadolescentes usando la tarjeta de llamadas para las emergencias que nos daban nuestras madres llamando a la tal Sofía, que se cabreaba como una mona cuando el gracioso de turno le preguntaba si hacía descuento a menores de edad con el carné de la biblioteca.
No sólo han matado a Superman, pues no imagino a Clark Kent entrando en un locutorio, esperando a que el dueño pakistaní le asigne un cubículo para cambiarse y salvar al mundo; nos han convertido en ancianos, en jóvenes ancianos con historietas que contar, con anécdotas que los jóvenes no entenderán. ¿Una moneda con un agujero atada a un cordel? ¿Un teléfono que funciona con monedas?
Como el capitán Ahab, buscaré una cabina, como el viejo lobo de mar buscaba su ballena blanca, y os juro que la encontraré y, cuando logre abrir las puertas abatibles en desuso, descolgaré el último auricular de la ciudad y diré: “¿Sofía? Muchacha… Qué susto, pensaba que lo había soñado”.

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