Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer El chino de Henning Mankell y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
¿Dónde están las cabinas
telefónicas? Han desaparecido. Estoy convencido de que hay adolescentes que
jamás han hablado a través del teléfono de una cabina y estoy más convencido
aún de que dentro de pocos años habrá jóvenes que jamás las habrán visto.
Cosas
como estas nos han convertido en viejos, viejos prematuros; yo soy un contador
de historias, pero no como lo era mi abuelo. “En la guerra intercambiábamos
tabaco por papel entre trincheras”, eso es una historieta de abuelo, entrañable,
por supuesto, pero yo no tengo edad para explicar cosas como estas a los
jóvenes. Dentro de un par de años, cuando los niños que conozco ya puedan
hablar o mantener una conversación, les contaré: “Antes cada país tenía su
moneda, ¿sabes? Aquí teníamos la peseta”, y el niño me mirará pensando que ya
está otra vez el pesado contando batallitas. “Yo tuve un trabajo donde cobraba
más de ochocientos euros”, esa será la fase donde creerá que por la edad ya se
me ha ido la cabeza.
En fin, el tema es que de un
tiempo a esta parte he visto cómo iban desapareciendo las cabinas telefónicas.
Y la verdad es que recuerdo cuando era muy complicado no toparte con una de
ellas en cada una o dos calles. Incluso la mayoría de los bares tenían
teléfonos públicos.
La desaparición de las cabinas ha
sido algo paulatino, no ha sido de golpe. Lo podrían haber hecho publicando un
anuncio en la prensa o una noticia en el informativo, indicando que el próximo
día tal del mes tal se iban a retirar la totalidad de las anacrónicas cabinas
telefónicas de nuestras calles. Pero la técnica ha sido mucho más depurada, se
ha hecho como el que no quiere la cosa. Por uso y desgaste del mobiliario
urbano, a las mentes pensantes se les ocurrió que, si dejaban de hacer un
mantenimiento de las cabinas, estas desaparecerían como desaparece una piel de
plátano tirada en el campo: se descompondrían. ¿Y quién iba a pensar que era
cierto? Al principio desaparecieron sólo los auriculares. Se conoce que hay
alguien que los colecciona, pues al poco los enormes teléfonos metálicos
estaban desprovistos de receptores, en su lugar, un triste cable pelado. Del
mismo modo en que comienza la temporada de la caza de la liebre, se abrió la
veda con las cabinas telefónicas. Cuando hubieron desaparecido los auriculares,
los carroñeros, por alguna extraña razón, se encapricharon con las puertas. Las
terribles puertas abatibles que tantas veces nos golpearon el cogote. Así pues
ya teníamos cabinas sin auriculares y sin puertas, al poco llegó la hora de los
cristales, ventanales de plástico que desaparecieron como desaparecen las hojas
en otoño. Hoy es habitual encontrar un cuadrado de cemento en medio de la acera,
como el soporte de la estatua de Sadam Hussein que tantas veces hemos visto por
televisión, reminiscencia de una era pasada.
Recuerdo cuando aún los móviles
eran parte de la ciencia ficción o, por lo menos, una realidad lejana; en ese
entonces las cabinas eran la única forma de comunicarse con nuestros semejantes
a distancia. Había cabinas en ciertos lugares en las que había cola para llamar;
en el centro, por ejemplo, las cabinas nunca dejaban de ser usadas, tragaban
monedas como locas y nos ayudaban a llamar a nuestras madres para decirles que
al salir del cine nos iríamos a cenar fuera.
Incluso había verdaderos expertos
en realizar llamadas gratis: “Si descuelgas el teléfono, presionas treinta y
siete veces la almohadilla y dices Gibraltar,
la llamada es gratuita”. Falso, pero te daba una esperanza. Había gente que
dedicaba su tiempo a mejorar el timo a la empresa telefónica. Las míticas
monedas de cinco duros agujereadas, atadas a un cordel… Creíamos que, como una
sardina, la podríamos sacar de las entrañas de la máquina, cuántos cordeles
perdidos. Los abuelos que rebuscaban en el monedero de la cabina con la
intención de encontrar un cambio extraviado, hecho que los jóvenes comenzamos a
imitar y a intentar perfeccionar, pegando los monederos con celo. La picaresca
española, señores, las llamadas a cobro revertido que descubrimos en las
películas americanas. Se han perdido tradiciones que jamás volverán, ¿para qué
necesita un joven una cabina si tiene un móvil con Internet, whatsapp, cámara de fotos, agenda…? Las
echo de menos, echo de menos resguardarme de la lluvia bajo su bombilla
parpadeante, su olor a orina y los anuncios de mujeres que fuman y te hablan de
tú pegados en las ventanillas:
“Sofía, beso negro y francés hasta el final”. Apretados, seis preadolescentes
usando la tarjeta de llamadas para las emergencias que nos daban nuestras
madres llamando a la tal Sofía, que se cabreaba como una mona cuando el
gracioso de turno le preguntaba si hacía descuento a menores de edad con el
carné de la biblioteca.
No sólo han matado a Superman,
pues no imagino a Clark Kent entrando en un locutorio, esperando a que el dueño
pakistaní le asigne un cubículo para cambiarse y salvar al mundo; nos han
convertido en ancianos, en jóvenes ancianos con historietas que contar, con
anécdotas que los jóvenes no entenderán. ¿Una moneda con un agujero atada a un
cordel? ¿Un teléfono que funciona con monedas?
Como el capitán Ahab, buscaré una
cabina, como el viejo lobo de mar buscaba su ballena blanca, y os juro que la encontraré
y, cuando logre abrir las puertas abatibles en desuso, descolgaré el último
auricular de la ciudad y diré: “¿Sofía? Muchacha… Qué susto, pensaba que lo
había soñado”.
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