Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer No te fíes de mí, si el corazón te falla de Eduardo
Sguiglia y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Era una multinacional muy
importante, no supieron decirme el nombre, era japonesa y eso ya es suficiente.
Empresa japonesa, alemana, inglesa; eso siempre da caché a la situación. Todos
estos grupos empresariales tienen un consejo, digamos de sabios, que toman
decisiones y crean proyectos faraónicos para aumentar el rendimiento y la productividad
de la empresa.
El hecho es que la empresa nipona en cuestión decidió que tenía
que abrir una fábrica en ese pequeño pueblo, un diminuto pueblo en la
inmensidad de la pampa argentina. Nadie puede cuestionar las decisiones de los
sabios, ellos no proponen, ellos ordenan.
Llegó una delegación de serios y
trajeados japoneses, alquilaron naves industriales y un edificio de oficinas.
Eran sólo dos, ellos organizarían el tinglado, contrarían al personal,
conseguirían la maquinaria y engrasarían la máquina para comenzase a funcionar.
Se conoce que necesitaban a alguien del lugar para que les hiciese de guía, les
consiguiese buenos precios en las mercancías, etc. En fin, alguien que
conociese el territorio, un aborigen, podríamos decir. El elegido fue un primo
de mi abuelo. Nunca vi ninguna foto, pero tampoco me hace falta echarle mucha
imaginación para saber cómo sería el primo; los hombres de mi familia nos vamos
calcando por generaciones, y con ello degenerando, como las razas de perros,
que no tiene nada que ver el origen con la caricatura que son hoy en día.
Los japoneses estaban encantados
con el primo, era eficiente y conseguía unos precios muy razonables para todo
lo que ellos demandaban.
Cada día, al terminar la jornada
laboral, los emisarios de la multinacional volvían a su habitación de hotel,
cenaban austeramente y dormían, podríamos decir que también dormían
austeramente. Un buen día, supongo que sería viernes, el día terminó y los
japoneses se disponían a marcharse a su hotel cuando el primo, mitad por
camaradería, mitad por lástima, les invitó a cenar. Y si algo tenemos en mi
familia es que repudiamos la austeridad culinaria; puede que otro tipo de
austeridad podamos aceptarla, pero la culinaria… eso ni hablar.
Los nipones no podían entender cómo
podían comer tanto. ¿Nadie le había dicho a esa gente que por la noche hay que
cenar poco? Empezaron comiendo ensalada, una ensalada con lechuga y tomate, no
muy contentos, pues la lechuga no se digiere bien por la noche, pero en la mesa
era lo más ligero que había. El primo insistió hasta la saciedad y terminaron
por aceptar un pedazo de carne. “¡Carne argentina, Fumanchús!”, les decía. Les
gustó, y mucho, pensaron que por un noche… qué más da. Al rato habían olvidado
la ensalada y se deleitaban con los jugos de la entraña, de la tira de asado,
del bife de chorizo. Y el vino, ¡qué vino!
Terminaron de cenar y los
emisarios habían mudado la piel, ya no tenían ese color amarillento, no por su
origen sino por esa alimentación exenta de sangre animal, estaban sonrosadas,
se habían desabrochado los tres primeros botones de las camisas y sonreían y
hablaban con desparpajo con los demás comensales. ¿Y… se vienen a cazar
liebres?
Digamos que no hay mucha
deportividad en cazar liebres de noche desde un jeep con un foco: las liebres se quedan paradas mirando fijo a la
luz y prácticamente uno podría cogerlas con la mano, pero es más divertido
disparar. Los japoneses se lo pasaron en grande, media docena de piezas se
llevaron cada uno. Durmieron a pierna suelta, casi habían olvidado cómo se
dormía austeramente.
El lunes siguiente fueron igual
de eficientes, pero al terminar la jornada miraron al primo y dijeron
sonriendo: “¿Asadito?”, el primo rio y les palmeó la espalda con fuerza. “Vamos
todavía”.
Lunes, asadito; martes, polenta
con pajaritos; miércoles, fideos al pesto; jueves, mondongo; viernes, asadito
de nuevo, pero a lo grande.
Pasado el primer mes decían
boludo, cachafaz y pibe; al segundo aprendieron a decir mina, Maradona y
hablaban al resve; al tercero
olvidaban la corbata y dejaron de anudarse los tres primeros botones de la
camisa. Uno de ellos dejó de usar zapatos negros y se calzó las alpargatas, el
otro se caló una boina de medio lado. Y los viernes, cuando el vino ya hacía su
efecto, parados sobre la mesa comenzaban a cantar un tango.
Era un avión enorme, supongo que
un Boing, privado, claro, de la multinacional. Y como de un hormiguero
comenzaron a salir japoneses, serios y trajeados. El jeep cruzó la pista de aterrizaje y era temprano, así que el foco
estaba apagado. Conducía el primo de mi abuelo y atrás iban los representantes
de la empresa. Con sus boinas caladas, alpargatas y sus bombachas de gaucho.
“Mirá vos —dijo uno de ellos—, en pleno verano y con la corbata”.
El señor presidente también había
venido, salió del avión con las gafas de sol puestas, pero tras los cristales
oscuros se podía adivinar una mirada de hielo, un par de ojos diminutos y
rasgados, como muertos, de zorro disecado. Los emisarios se tensaron, un
escalofrío les recorrió la espalda y saltaron del coche para reverenciar al
presidente.
La reunión fue corta, cortísima.
Las oficinas estaban a medio hacer, quizá lo más correcto sería decir que
estaban por empezar, el local existía, pero estaba sucio, con cuatro sillas de
madera y una mesa plegable. El presidente no se sentó, su séquito lo seguía y
comentaba con él la situación, entre cuchicheos. El primo esperaba en la puerta
apoyado en el capó del coche, fumando. Tremendo quilombo se hubiese organizado
si los dueños de la empresa hubiesen sido argentinos, los japoneses se la
habían pasado de asadito en asadito y cazando liebres. Se incorporó cuando vio
salir a los encorbatados, al consejo de sabios, y los vio alejarse. Cuando
bajaron del avión no tenían muy buena cara, pero ahora parecían enfadados,
agriados y estreñidos, labios apretados y las venas de los cuellos infladas y
palpitantes. Se alejaron en sus mercedes negros.
Esperó unos segundos y la pareja
salió del edificio, callada, con las manos en los bolsillos. “¿Y?”, preguntó el
primo. “Se pudrió todo”, dijo uno de ellos. “¿Qué le vamos a hacer?”.
Estaba anocheciendo, los tres
subieron al jeep, uno de ellos
levantó la vista y señaló al cielo, el Boing de los japoneses se iba, cruzaba
el cielo, volvían a su isla. “Se van”, dijo el primo. El que aún tenía el dedo
tenso señalando al cielo miró al primo extrañado: “¿El avión me chupa un
huevo?”. Ambos miraron el dedo y luego siguieron la línea imaginaria; no muy
lejos, volaba una perdiz. Comienza la temporada de la perdiz, estaban cansados
de tanta liebre.
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