lunes, 25 de marzo de 2013

LIEBRES A LA JAPONESA


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer No te fíes de mí, si el corazón te falla de Eduardo Sguiglia y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Era una multinacional muy importante, no supieron decirme el nombre, era japonesa y eso ya es suficiente. Empresa japonesa, alemana, inglesa; eso siempre da caché a la situación. Todos estos grupos empresariales tienen un consejo, digamos de sabios, que toman decisiones y crean proyectos faraónicos para aumentar el rendimiento y la productividad de la empresa.

El hecho es que la empresa nipona en cuestión decidió que tenía que abrir una fábrica en ese pequeño pueblo, un diminuto pueblo en la inmensidad de la pampa argentina. Nadie puede cuestionar las decisiones de los sabios, ellos no proponen, ellos ordenan.
Llegó una delegación de serios y trajeados japoneses, alquilaron naves industriales y un edificio de oficinas. Eran sólo dos, ellos organizarían el tinglado, contrarían al personal, conseguirían la maquinaria y engrasarían la máquina para comenzase a funcionar. Se conoce que necesitaban a alguien del lugar para que les hiciese de guía, les consiguiese buenos precios en las mercancías, etc. En fin, alguien que conociese el territorio, un aborigen, podríamos decir. El elegido fue un primo de mi abuelo. Nunca vi ninguna foto, pero tampoco me hace falta echarle mucha imaginación para saber cómo sería el primo; los hombres de mi familia nos vamos calcando por generaciones, y con ello degenerando, como las razas de perros, que no tiene nada que ver el origen con la caricatura que son hoy en día.
Los japoneses estaban encantados con el primo, era eficiente y conseguía unos precios muy razonables para todo lo que ellos demandaban.
Cada día, al terminar la jornada laboral, los emisarios de la multinacional volvían a su habitación de hotel, cenaban austeramente y dormían, podríamos decir que también dormían austeramente. Un buen día, supongo que sería viernes, el día terminó y los japoneses se disponían a marcharse a su hotel cuando el primo, mitad por camaradería, mitad por lástima, les invitó a cenar. Y si algo tenemos en mi familia es que repudiamos la austeridad culinaria; puede que otro tipo de austeridad podamos aceptarla, pero la culinaria… eso ni hablar.
Los nipones no podían entender cómo podían comer tanto. ¿Nadie le había dicho a esa gente que por la noche hay que cenar poco? Empezaron comiendo ensalada, una ensalada con lechuga y tomate, no muy contentos, pues la lechuga no se digiere bien por la noche, pero en la mesa era lo más ligero que había. El primo insistió hasta la saciedad y terminaron por aceptar un pedazo de carne. “¡Carne argentina, Fumanchús!”, les decía. Les gustó, y mucho, pensaron que por un noche… qué más da. Al rato habían olvidado la ensalada y se deleitaban con los jugos de la entraña, de la tira de asado, del bife de chorizo. Y el vino, ¡qué vino!
Terminaron de cenar y los emisarios habían mudado la piel, ya no tenían ese color amarillento, no por su origen sino por esa alimentación exenta de sangre animal, estaban sonrosadas, se habían desabrochado los tres primeros botones de las camisas y sonreían y hablaban con desparpajo con los demás comensales. ¿Y… se vienen a cazar liebres?
Digamos que no hay mucha deportividad en cazar liebres de noche desde un jeep con un foco: las liebres se quedan paradas mirando fijo a la luz y prácticamente uno podría cogerlas con la mano, pero es más divertido disparar. Los japoneses se lo pasaron en grande, media docena de piezas se llevaron cada uno. Durmieron a pierna suelta, casi habían olvidado cómo se dormía austeramente.
El lunes siguiente fueron igual de eficientes, pero al terminar la jornada miraron al primo y dijeron sonriendo: “¿Asadito?”, el primo rio y les palmeó la espalda con fuerza. “Vamos todavía”.
Lunes, asadito; martes, polenta con pajaritos; miércoles, fideos al pesto; jueves, mondongo; viernes, asadito de nuevo, pero a lo grande.
Pasado el primer mes decían boludo, cachafaz y pibe; al segundo aprendieron a decir mina, Maradona y hablaban al resve; al tercero olvidaban la corbata y dejaron de anudarse los tres primeros botones de la camisa. Uno de ellos dejó de usar zapatos negros y se calzó las alpargatas, el otro se caló una boina de medio lado. Y los viernes, cuando el vino ya hacía su efecto, parados sobre la mesa comenzaban a cantar un tango.
Era un avión enorme, supongo que un Boing, privado, claro, de la multinacional. Y como de un hormiguero comenzaron a salir japoneses, serios y trajeados. El jeep cruzó la pista de aterrizaje y era temprano, así que el foco estaba apagado. Conducía el primo de mi abuelo y atrás iban los representantes de la empresa. Con sus boinas caladas, alpargatas y sus bombachas de gaucho. “Mirá vos —dijo uno de ellos—, en pleno verano y con la corbata”.
El señor presidente también había venido, salió del avión con las gafas de sol puestas, pero tras los cristales oscuros se podía adivinar una mirada de hielo, un par de ojos diminutos y rasgados, como muertos, de zorro disecado. Los emisarios se tensaron, un escalofrío les recorrió la espalda y saltaron del coche para reverenciar al presidente.
La reunión fue corta, cortísima. Las oficinas estaban a medio hacer, quizá lo más correcto sería decir que estaban por empezar, el local existía, pero estaba sucio, con cuatro sillas de madera y una mesa plegable. El presidente no se sentó, su séquito lo seguía y comentaba con él la situación, entre cuchicheos. El primo esperaba en la puerta apoyado en el capó del coche, fumando. Tremendo quilombo se hubiese organizado si los dueños de la empresa hubiesen sido argentinos, los japoneses se la habían pasado de asadito en asadito y cazando liebres. Se incorporó cuando vio salir a los encorbatados, al consejo de sabios, y los vio alejarse. Cuando bajaron del avión no tenían muy buena cara, pero ahora parecían enfadados, agriados y estreñidos, labios apretados y las venas de los cuellos infladas y palpitantes. Se alejaron en sus mercedes negros.
Esperó unos segundos y la pareja salió del edificio, callada, con las manos en los bolsillos. “¿Y?”, preguntó el primo. “Se pudrió todo”, dijo uno de ellos. “¿Qué le vamos a hacer?”.
Estaba anocheciendo, los tres subieron al jeep, uno de ellos levantó la vista y señaló al cielo, el Boing de los japoneses se iba, cruzaba el cielo, volvían a su isla. “Se van”, dijo el primo. El que aún tenía el dedo tenso señalando al cielo miró al primo extrañado: “¿El avión me chupa un huevo?”. Ambos miraron el dedo y luego siguieron la línea imaginaria; no muy lejos, volaba una perdiz. Comienza la temporada de la perdiz, estaban cansados de tanta liebre.

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