Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer La
colmena de Camilo José Cela y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
El queso idiazabal, el chacolí de
Bizkaia, la cereza del Jerte, el pimentón de la Vera, la sidra de Asturias, el
pimiento del piquillo de Lodosa, la mantequilla de Soria, el jamón de Guijuelo.
Todos estos productos tienen denominación de origen, lucen orgullosos sus
etiquetas, que despejan la duda, que advierten al consumidor de que no está
comprando cualquier queso ni cualquier vino, está comprando un producto oriundo
de un lugar.
Yo no tengo etiqueta, se perdió
por el camino. Yo soy el vivo ejemplo del mestizaje, pero no de una generación,
sino de muchas generaciones. Sin hacer un recuento serio, ni consultar mi árbol
genealógico, puedo decir que mi padre es argentino, mi madre catalana, el padre
de mi padre argentino, el padre de mi madre nació en Melilla, la madre mi
abuelo materno era argelina, el abuelo de mi abuelo era italiano. Y eso, como digo,
sin ser metódico ni escrupuloso. La denominación de origen no tiene ningún
sentido para mí.
De hecho, espero que nadie se
ofenda con lo que voy a decir, pero tengo serias dudas de que nadie sea
original de ningún sitio. Entiendo que un español “auténtico” no debería estar
mezclado con ninguna otra raza, es decir, todos sus antepasados deberían ser
españoles que se hayan casado y tenido hijos con otros españoles que a su vez
no tengan ningún antepasado que haya sucumbido al pecado de la carne con un visitante.
¿En serio? ¿Alguien cree que eso es posible? Veamos, nombraré pequeños datos y
anécdotas históricas para sacar una conclusión: en el 1100 a. C. los fenicios
llegaron a la península y fundaron Gadir, la romana Gades y la actual Cádiz;
Hispania fue invadida en el siglo III a. C. durante la Segunda Guerra Púnica; en
el 409 d. C. lo que ahora conocemos como España sufrió invasiones constantes de
los suevos, los vándalos y los alanos; en el 416, los visigodos entraron en la
península; en el 712 sucumbió ante la ocupación musulmana; no me extenderé
mucho más, pero a lo largo de la historia de la monarquía, todos los reyes y
reinas se han casado, ajuntado y encamado con reyes, reinas, príncipes y duques
de Francia, Italia, Inglaterra y otros muchos países europeos.
Dicho esto, espero que estéis
sonriendo, ¿aún hay alguien que asegura que todos sus antepasados son
españoles? ¿Que la tatarabuela de la tatarabuela de la tatarabuela de alguien
no fue seducida por los encantos de un árabe o un cartaginés y terminaron
practicando la postura treinta y siete del Kamasutra en una choza polvorienta
de Tarragona? Creo que hasta a mí me costaría no caer rendido a los pies de
Aníbal, que cruzó los Pirineos a lomos de un elefante.
Pero vamos a echarle un poco de
imaginación, que no se diga. Supongamos que existe esa persona, esa familia que
ha logrado por arte de birlibirloque no cruzar su autóctona estirpe con ningún
invasor o turista. ¿Cómo coño lo han hecho? Recuerdo que a mí me lo dijo un
tipo rubio con ojos azules: “Yo soy español de pura cepa”. Así que de pura cepa,
¿eh? Habla con mamá, creo que el viaje a Dublín que le pagó el abuelo para que
aprendiese inglés fue más interesante de lo que cuenta.
A lo que iba, ¿cómo carajo hacen
para no mezclarse? Un oso panda lo tiene fácil, sólo se pude acostar con otro
oso panda, no creo que el panda del zoológico mire con ojos libidinosos al oso
hormiguero de la celda contigua. Pero un humano, ¿cómo hace un humano para
saber con quién debe reproducirse? Hay varios factores que intervienen. Imaginaos
a Remigio, o Remi, como le llamaban sus amigos. Remi era un españolito de a pie
que vivía en Murcia, trabajaba como alfarero en una Hispania convulsa tras la
invasión de los árabes. Remigio estaba casado con Clotilde, otra españolita de
a pie, de pelo negro, ojos negros y bigote negro. Un buen día, en el puesto de
su mercado se presentaron una serie de mujeres árabes, todas ellas vestidas con hermosas túnicas de seda
roja, verde y amarilla, con los ojos grandes y de color esmeralda y con la piel
de color miel de tomillo. Remigio no pudo hacer otra cosa que enamorarse, se
enamoró de la más joven, una hermosa damasquina de turgentes curvas y de
sonrisa embriagadora. Imagino, puestos a imaginar, que Remigio aún estaba de
buen ver y que la mozuela se prendó a su vez de nuestro típico macho español. Sin
mediar palabra pasaron a la trastienda y junto a unas vasijas a medio hacer se
despojaron de sus ropajes y fornicaron como sólo un oso panda y una osa
hormiguera pueden hacer: salvajemente.
Esto ha sido un simple ejercicio
imaginativo, literario, si queréis, pero si en la actualidad el presidente de
mi comunidad se entiende con la venezolana cincuentona que limpia la escalera, ¿como
Remigio no iba a ser presa del pecado de la carne?
Pero no quisiera sacar de la
inopia, perdón, quizá haya sido ofensivo, no quisiera dudar sin pruebas
fehacientes de la denominación de origen de todos aquellos que aseguran tener
sangre originalmente íbera.
Yo, por mi parte, comenzaré a
recopilar más datos sobre mi bisabuela argelina, quién sabe, quizás cuando todo
esto se vaya al carajo Gal·la y yo tendremos que ser nuevamente mal llamados “pies
negros”.
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