Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Un 45 para pagar los gastos del mes de Charles Bukowski
y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Quizás es que soy un romántico,
puede que haya leído demasiado o visto demasiado cine, esa puede ser una
explicación, pero la cuestión es que creo que se ha perdido la clase.
Ya no hay
savoir faire, los ladrones han
perdido ese toque aristocrático, ese qué
sé yo de las películas de los años veinte. Hace poco leí un artículo sobre
un tipo llamado Erik el Belga. Se conoce que este personaje fue uno de los
mayores, si no el mayor, ladrones de arte de la historia. Robó obras de arte
por todo el mundo: cuadros, muebles antiguos, reliquias religiosas…, y,
sinceramente, por lo que he podido leer era todo un caballero, un auténtico
Arsenio Lupin.
Voy en el metro y veo cómo se ha
perdido el respeto, y no hablo de los chavales que gritan y que ponen los pies
encima de los asientos, ni siquiera de las personas que no dejan sentarse a las
embarazadas. Hablo de los carteristas. ¿Sabéis a qué me recuerdan? A los
camareros jóvenes inexpertos que, sin ningún tipo de experiencia, son lanzados
a la arena de los restaurantes. Ya no existen esos camareros maduros que no
necesitaban apuntar ni un solo pedido de una mesa de quince comensales, que
sabían perfectamente que necesitabas un cenicero en cuanto sacabas el
cigarrillo del paquete; no existen, deben estar en una isla junto a Marilyn y
Elvis. Los nuevos carteristas han perdido el arte de tocar sin tocar, de
sonreír y de pasar desapercibidos.
Contaba mi abuelo que un día,
saliendo del cine con su mujer, le robaron la cartera. Él era de los que decía
que sólo les roban a los gilís; por supuesto, a partir de entonces dejó de
decirlo. Contaba además algo realmente increíble: por alguna razón, llevaba
moneda extranjera en la cartera y el carterista, fijaos qué genio, le volvió a
meter la cartera en el bolsillo de la americana, y mi abuelo vio que sólo le
había robado el dinero que realmente le interesaba. ¿Es o no es un acto de
profesionalidad exquisita?
Pero ahora… Ahora los ves entrar
en el vagón como un elefante en una cacharrería, mirando sin disimulo,
chocándose con los viajeros como intentando que caiga algo al zarandearlos. Y
esas manos que parecen los pies de otro, hurgando sin disimulo en los bolsos y
mochilas. Roban, por supuesto que roban, cómo no van a robar si vamos como
zombis, si casi se nos cae la baba, si caminamos como autómatas que deambulan a
sus anchas. Nosotros somos parte del problema, no es exactamente como decía mi
abuelo, no sólo les roban a los gilís, que también, sino que nos conformamos
con cualquier cosa. Y si la sociedad se ha embrutecido, cómo no se va a
embrutecer el oficio de ladrón. Ahora ya no entran en las casas forzando
cuidadosamente la cerradura, ahora esperan a que te vayas de vacaciones,
descerrajan la puerta, la arrancan si hace falta, y entran en tu casa como
Pedro por la suya, comen de tu nevera, se limpian con las cortinas, cagan en el
comedor… Hacen cualquier cosa, rompen, destrozan y se llevan lo que les
interesa.
Tenemos el deber de recuperar la
clase, tenemos el derecho de no enterarnos cuando entra un carterista en el
vagón del metro. Deberíamos pensar que es un señor de mediana edad que se
conserva bien y que viste con gusto, un señor que al pasar posa educadamente su
mano en nuestra espalda y dice: “Permiso, señor”. Tú, cómo no, le dejarías
pasar y no sería hasta que salieras del metro, quizás al llegar a casa o a la
oficina, cuando te darías cuenta de que el educadísimo caballero te había
robado la cartera. Entonces podríamos decir: “Sí, señor, eso es un
profesional”.
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