Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Plaga 99 de Jean Ure y, mientras lo ojeaba y acariciaba
a Frida, me puse a pensar…
Hasta la fecha no tengo noticia
de que haya existido un gato policía. Y eso me tranquiliza. No es que sea un
delincuente y tenga cosas que esconder, pero hasta los inocentes se crispan
ante la presencia de un policía. Si te paran en un control de alcoholemia,
sufres, y puede que sean las diez de la mañana de un día laborable, pero tú
piensas en la media botella de vino que te bebiste el domingo con la paella.
“Mierda, ¿será mi metabolismo lo suficientemente absorbente para eliminar el
alcohol del domingo?”. Y eres inocente, totalmente inocente, pero la culpa nos
corroe. A veces salimos de una tienda de ropa y los detectores pitan: “Me han
pillado”. ¿Te han pillado?, ¿pero has robado algo? Pues no… ¿pues qué temes? No
sabes lo que temes, pero lo temes. Pues imaginaos tener un perro policía en
casa, llegas de hacer la compra y un lustroso pastor alemán se acerca a ti, con
la ceja levantada, tú sacas la fruta y la dejas sobre la encimera y él la mira
y te mira, la vuelve a mirar y vuelve a mirarte. No puede hablar, pero sabes lo
que piensa: “Así que aquí hay un quilo de manzanas, ¿no?”. ¿Cómo coño lo ha
sabido?, ¿cómo carajo ha descubierto que después de pesar las manzanas le has
puesto un par o tres de piezas más, para equilibrar la balanza, la balanza de
lo que a ti te parece justo.
Decía Jean Cocteau que prefería
los gatos a los perros, porque no hay gatos policías; me sucede algo parecido.
Me tranquiliza saber que llegaré a casa y que Frida no juzgará mis actos, que
mirará las bolsas de la compra y le será indiferente si he hurtado un par de
manzanas, ella sólo quiere saber una cosa. “Me da igual cómo lo hayas hecho, me
da igual si has tenido que atracar una tienda de mascotas con una media en la
cabeza, pero espero que me hayas traído mis latas de comida gourmet”. Eso es todo, ellos no juzgan
sus gatos, incluso aprobarían un acto delictivo si eso te hiciese feliz a ti o
a ella.
No hace mucho leí un artículo que
contaba el caso de un gato narcotraficante. Parece ser que en una prisión de
Brasil, un grupo de narcos utilizaba a un gato con una mochila para pasar droga
de una celda a otra. ¡Inténtalo con un perro! Sí, son más fáciles de adiestrar,
pero es posible que ese perro tenga un primo, un padre, un abuelo policía, y la
cabra tira al monte y los remordimientos son muy fuertes. Además, en cientos de
películas hemos visto cómo a los perros guardianes los compraban con un filete.
Pero un gato, un gato es un felino (perdón por la evidencia) y a un felino no
se lo puede comprar con un filete. Él sabe que si lleva la droga a un sitio
será recompensado y si no lo recompensan debidamente, puede que se despiste y lleve
la droga a otra celda y nunca más lo vuelvas a ver.
Pero la ley puede utilizar a
otros animales. Hemos visto, también en el cine, cómo a veces la policía saca a
presos de la cárcel para que les ayuden con un caso, ahí está el caso de
Hannibal Lecter. Pues bien, parece ser que sobre nuestras cabezas vuelan una
serie de animales que no son autóctonos de nuestras ciudades. Hablo de los
halcones, que se supone que deben ayudar a controlar las plagas de palomas.
Seré sincero, las palomas no me gustan, nunca tendría una paloma como mascota,
pero en esta tesitura no tengo otra opción que posicionarme a su lado. Veamos,
alguien las tuvo que poner donde están, ¿o no? Lo mismo que los supuestos
cocodrilos de las alcantarillas de Nueva York, no creo que un cocodrilo desee
vivir en una hermosa cloaca y, pudiendo elegir, un animal que es libre de ir
donde le plazca ha decidido vivir en una ciudad. Poco creíble, si yo pudiese
volar y comer cualquier cosa, preferiría vivir en el campo, rodeado de árboles,
pasto y, a poder ser, cero humanos. Ahora que ya están acostumbradas a la
polución, al ruido, a las luces, a los aviones, a los viejos que les dan de
comer pan duro, ahora aparecen los halcones, que son como los cazas del mundo
animal: aparecen de la nada, siembran el caos y se van como en Afganistán. Una
pareja de palomas, paloma y palomo, flirteando en una azotea, él sacando su
pecho, su pecho palomo, ella dejándose hacer, con el cuello tieso, orgullosa, y
de pronto… ¡ZAS! Una nube de plumas y el palomo y su pecho convertidos en una
hamburguesa columbiforme. Y la viuda paloma alza el vuelo, torpe, sin saber a dónde
ir, planea, gris sobre los edificios, huye, pero una sombra se cierne sobre
ella, a duras penas puede girar la cabeza para ver qué elemento le tapa el sol
cuando las garras del rapaz le arrancan las alas. Ahí termina todo.
Conozco una historia, una
desagradable historia. Ella fumaba tranquila mirando por el balcón, miraba su
bonsái, su romero y los pájaros de él. Una media docena de bien cuidados
pajarillos, jilgueros y canarios, pájaros cantores. Su pasión, la de él; ella
simplemente los soporta, pero de vez en cuando los mira, con cariño. ¿Recuerdan
la sombra que vio la paloma? Rondaba cerca, en busca de una presa, de su
próxima presa, pero como de la peste las palomas huyen del sonido de su aleteo,
del silbido que hace el viento al cortarse con sus plumas pardas. El famoso ojo
de halcón los vio, trazó un par de circunferencias en el cielo contaminado de
la ciudad y bajó en picado, casi se podía oír la sangre bombeando por sus finas
venas. Ella soltó el cigarrillo asustada y dio un paso atrás, el animal se
agarró a los barrotes de las jaulas y gritaba, chillaba de éxtasis, gritos de
violencia, arrancó una de las puertas y metió una pata, y luego la cabeza… No
es preciso que siga. Daños colaterales, le dijeron a él. Para hacer una
tortilla hay que romper huevos, le dijo otro.
¿Qué culpa tenían mis pájaros?,
pensaba él. Ninguna, pienso yo. Ellos sólo estaban en su casita, tranquilos,
comiendo, bebiendo, construyendo nidos con paja y algodón. ¿Qué culpa tienen?
¿Qué han hecho? Pagan las culpas de otros, de otros que quizá tampoco la
tienen. No hay culpa en ellos, pero, verás… enciende el televisor, ayer hubo
una manifestación de pajarillos en el centro de la ciudad, un par de halcones
golpearon por accidente a dos viejas gallinas que salían a pasear.
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