Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Casa negra de Stephen King y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
El artículo comienza así: “El
joven, de 21 años de edad y de nombre James White, admitió que lo hizo al estar
bajo los efectos del alcohol, si bien no se ha podido aclarar si el animal
había fallecido antes de los hechos o si fue la cocción lo que acabó con su
vida. Esta incertidumbre es, según informa la revista Cambridge, lo que le ha evitado ingresar en prisión”.
El joven
White frió el hámster de su compañero de piso.
En fin, algunos pueden pensar que
el ser humano es sorprendente, que es extraordinario y que día a día se
reinventa a sí mismo. Yo tengo una opinión: el ser humano es imbécil, con
algunas excepciones, pero en el grosor de la historia lo hemos demostrado con
creces. Guerras, epidemias, masacres, gobiernos corruptos, violaciones… y ahora
freímos hámsteres.
A mi parecer, y disculpadme si
soy frío, el problema no es que James friese un hámster, la fatalidad radica en
que fuese el hámster de su compañero de piso. Lo imagino llegando del trabajo,
cansado, y sorprendiendo a James en la mesa. Una copa de Cabernet Sauvignon,
ideal para la carne, un bollo de pan de leña y, para acompañar al crujiente
roedor, un salteado de verduras, espárragos y quizá unos guisantes. Lo vería
ahí sentado y James lo miraría con el tenedor lleno de hámster.
Supongo que esta podría ser una
de las razones por las que nunca he compartido piso. Mucha gente dice que es
una experiencia por la que todos debemos pasar, que antes de vivir solos o con
pareja debemos compartir piso con amigos o con algún desconocido. Que se lo
digan al compañero de James.
Tengo muchos conocidos que
comparten piso y algunos me cuentan buenas experiencias y otros… bueno,
simplemente lloran en mi hombro.
Soy una persona excéntrica, pero
tengo las cosas muy claras. Hay un personaje, no recuerdo su nombre, de la
película Boogie Nights que dice: “Me
gustan los placeres sencillos, como la mantequilla en mi culo y piruletas en la
boca”; bueno, eso define bastante cómo me gustan las cosas a mí. Salvando las
distancias, por supuesto. Cuando llego a mi casa me gusta estar tranquilo,
servirme una copa de vino o abrir una cerveza y charlar con Gal·la, lo veo
inconcebible compartiendo piso. Por supuesto uno puede tener suerte y coincidir
con un compañero extraordinario que respete tu espacio y tu intimidad, pero,
por lo que tengo entendido, son los menos. Me contaba un conocido que un buen
día entró en el cuarto de baño de su piso de estudiantes y sorprendió a uno de
sus compañeros. Cuado os cuente lo que vio entenderéis que hubiese preferido
mil veces ver a su amigo practicar la autoasfixia con la cortina de la ducha
mientras se masturbaba que ver lo vio. Estaba cepillándose los dientes, un acto
cotidiano, lo sé, pero lo estaba haciendo con el cepillo del tercero en
discordia. Está bien, si hay algún erudito leyendo este texto habrá pensado que
el problema se soluciona comprando otro cepillo; por supuesto, es una solución,
pero el problema es otro, es una pregunta. Se está cepillando los dientes con
mi cepillo, odioso pero… ¿durante cuánto tiempo lo ha estado haciendo sin que
yo lo supiese? Piorrea, sarro, llagas..., dulces palabras que me vienen a la
mente cuando pienso en ello. Me imagino a mí mismo en esa situación: hubiese
salido en la página de sucesos de algún rotativo gratuito, sin duda.
Aun así, hay gente que insiste y
asegura que es una experiencia, una parada hacia la independencia del
individuo. Y un carajo, no me hará más independiente ver cómo mi compañero de
piso de mente abierta trae a una pareja de travestis con un cesto lleno de
consoladores todos los viernes y yo me tengo que encerrar en mi cuarto para
evitar que mi cuerpo y mi mente sean manchados mientras practican piruetas
sexuales, prohibidas en algunos países, sobre la mesilla del salón. No tengo
absolutamente nada en contra de mantener relaciones sexuales con un consolador
y tampoco en contra de hacerlo con un transexual, pero sí tengo cierto reparo a
que mi salón se convierta en un campo de batalla sexual. Imagino que alguien
puede pensar que esta es una licencia poética o una simple exageración de una
mente creativa, bueno… preguntadle al muchacho que llegó a su casa después de
una dura jornada y encontró a su hámster en papillote.
“Si no lo has probado, no puedes
saber si es bueno o malo”, dirá algún listillo. Tampoco he saboreado la bosta
de vaca y os puedo asegurar que no parece para nada que su sabor se asemeje al
merengue. Hoy yo ya he pasado de largo esa etapa, vivo con la única persona con
la que quiero vivir, la única a la que permito cualquier cosa y la que me
permite cualquier cosa. Muchas veces lo he pensado, tomando una cerveza con
algún amigo: ¿Podría vivir contigo? He visto fotos tuyas con los testículos
colgando y decías orgulloso: “Mira, como un perro”. En efecto, no compartiría
piso con ninguno de mis amigos, bajo ningún concepto, inadmisible. Joder, ¿podéis
imaginar la de posibilidades culinarias que tendría mi gata?
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