miércoles, 13 de marzo de 2013

PAPILLOTE



Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Casa negra de Stephen King y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
El artículo comienza así: “El joven, de 21 años de edad y de nombre James White, admitió que lo hizo al estar bajo los efectos del alcohol, si bien no se ha podido aclarar si el animal había fallecido antes de los hechos o si fue la cocción lo que acabó con su vida. Esta incertidumbre es, según informa la revista Cambridge, lo que le ha evitado ingresar en prisión”.

El joven White frió el hámster de su compañero de piso.
En fin, algunos pueden pensar que el ser humano es sorprendente, que es extraordinario y que día a día se reinventa a sí mismo. Yo tengo una opinión: el ser humano es imbécil, con algunas excepciones, pero en el grosor de la historia lo hemos demostrado con creces. Guerras, epidemias, masacres, gobiernos corruptos, violaciones… y ahora freímos hámsteres.
A mi parecer, y disculpadme si soy frío, el problema no es que James friese un hámster, la fatalidad radica en que fuese el hámster de su compañero de piso. Lo imagino llegando del trabajo, cansado, y sorprendiendo a James en la mesa. Una copa de Cabernet Sauvignon, ideal para la carne, un bollo de pan de leña y, para acompañar al crujiente roedor, un salteado de verduras, espárragos y quizá unos guisantes. Lo vería ahí sentado y James lo miraría con el tenedor lleno de hámster.
Supongo que esta podría ser una de las razones por las que nunca he compartido piso. Mucha gente dice que es una experiencia por la que todos debemos pasar, que antes de vivir solos o con pareja debemos compartir piso con amigos o con algún desconocido. Que se lo digan al compañero de James.
Tengo muchos conocidos que comparten piso y algunos me cuentan buenas experiencias y otros… bueno, simplemente lloran en mi hombro.
Soy una persona excéntrica, pero tengo las cosas muy claras. Hay un personaje, no recuerdo su nombre, de la película Boogie Nights que dice: “Me gustan los placeres sencillos, como la mantequilla en mi culo y piruletas en la boca”; bueno, eso define bastante cómo me gustan las cosas a mí. Salvando las distancias, por supuesto. Cuando llego a mi casa me gusta estar tranquilo, servirme una copa de vino o abrir una cerveza y charlar con Gal·la, lo veo inconcebible compartiendo piso. Por supuesto uno puede tener suerte y coincidir con un compañero extraordinario que respete tu espacio y tu intimidad, pero, por lo que tengo entendido, son los menos. Me contaba un conocido que un buen día entró en el cuarto de baño de su piso de estudiantes y sorprendió a uno de sus compañeros. Cuado os cuente lo que vio entenderéis que hubiese preferido mil veces ver a su amigo practicar la autoasfixia con la cortina de la ducha mientras se masturbaba que ver lo vio. Estaba cepillándose los dientes, un acto cotidiano, lo sé, pero lo estaba haciendo con el cepillo del tercero en discordia. Está bien, si hay algún erudito leyendo este texto habrá pensado que el problema se soluciona comprando otro cepillo; por supuesto, es una solución, pero el problema es otro, es una pregunta. Se está cepillando los dientes con mi cepillo, odioso pero… ¿durante cuánto tiempo lo ha estado haciendo sin que yo lo supiese? Piorrea, sarro, llagas..., dulces palabras que me vienen a la mente cuando pienso en ello. Me imagino a mí mismo en esa situación: hubiese salido en la página de sucesos de algún rotativo gratuito, sin duda.
Aun así, hay gente que insiste y asegura que es una experiencia, una parada hacia la independencia del individuo. Y un carajo, no me hará más independiente ver cómo mi compañero de piso de mente abierta trae a una pareja de travestis con un cesto lleno de consoladores todos los viernes y yo me tengo que encerrar en mi cuarto para evitar que mi cuerpo y mi mente sean manchados mientras practican piruetas sexuales, prohibidas en algunos países, sobre la mesilla del salón. No tengo absolutamente nada en contra de mantener relaciones sexuales con un consolador y tampoco en contra de hacerlo con un transexual, pero sí tengo cierto reparo a que mi salón se convierta en un campo de batalla sexual. Imagino que alguien puede pensar que esta es una licencia poética o una simple exageración de una mente creativa, bueno… preguntadle al muchacho que llegó a su casa después de una dura jornada y encontró a su hámster en papillote.
“Si no lo has probado, no puedes saber si es bueno o malo”, dirá algún listillo. Tampoco he saboreado la bosta de vaca y os puedo asegurar que no parece para nada que su sabor se asemeje al merengue. Hoy yo ya he pasado de largo esa etapa, vivo con la única persona con la que quiero vivir, la única a la que permito cualquier cosa y la que me permite cualquier cosa. Muchas veces lo he pensado, tomando una cerveza con algún amigo: ¿Podría vivir contigo? He visto fotos tuyas con los testículos colgando y decías orgulloso: “Mira, como un perro”. En efecto, no compartiría piso con ninguno de mis amigos, bajo ningún concepto, inadmisible. Joder, ¿podéis imaginar la de posibilidades culinarias que tendría mi gata?

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