viernes, 8 de noviembre de 2013

DEMASIADO MAGULLADO

El psicólogo del colegio no supo que decirle a mis padres. Se sentaron en su despacho y se miraron en silencio, el doctor intentaba averiguar de dónde salía mi odio, mi madre, como siempre esperaba que alguien empezara a hablar para asentir como un autómata y mi padre intentaría disimular que estaba totalmente pedo.

Yo aguardaba en recepción, la cosa era tan grave que la directora había decidido quedarse fuera, dejaba el tema en manos de profesionales. Pobre cretina, no sabía que tanto yo como toda mi familia éramos totalmente inmunes al psicoanálisis. Pero no tiene nada que ver con que seamos dueños de unas mentes brillantes, nada de eso. En el caso de mis padres, en fin, mi madre tenía suerte al encontrarse la vagina cuando terminaba de mear y mi padre, joder ya lo he dicho, pasaba la mayor parte del día abrazado a una botella de Magno. En cuanto a mí, intentaba escuchar más bien poco de lo que me decía la gente, así que las palabras del loquero caían en saco roto.
El hecho es que sucediera lo que sucediera en ese despacho yo ya estaba expulsado de colegio, el muchacho en el hospital y yo en casa. Que se joda, estas cosas, según mi forma de entender la vida se solucionan así, con un empujón y un buen pisotón en la mandíbula. Sospechaba que los hierros que ahora le sostenían la cara le recordarían de ahora en adelante con quien debía meterse, quizá se convertiría en un ser sumiso y dejaba de ser el arrogante hijo de puta que había sido hasta entonces. Me equivocaba.
Siento desvelarles el final tan pronto, pero la vida es así. Mi huida no fue más que una niñería, no pasé más de cinco horas desaparecido. Vagabundeando por las calles, fumando cigarrillos, era esa maravillosa época en la que los niños podían comprar tabaco, no era legal, pero nadie miraba raro a nadie por esas cosas.
Tampoco  fue una huida espectacular, no tuvo nada de cinematográfico, simplemente abrí la puerta y me largué. El conserje estaba demasiado ocupado fumando  en el cuarto de la fotocopiadora como para percatarse que el pequeño delincuente que debía estar custodiando se había fugado. Por entonces no bebía alcohol, sólo fumaba, hoy le he tomado el relevo a mi viejo que yace en un nicho inundado de alcohol. Así que sin cerveza y sin whisky  me senté a fumar en un banco de un parque.
Aunque ya les he comentado que esta historia termina en casa, nunca  he sido un buen fugitivo, debo advertirles que no se trata de una narración hermosa, no tiene tintes románticos, ni nada por el estilo, otro acto violento en mi vida, como saben por el chico de los hierros en la mandíbula, soy un tipo violento, varias cicatrices en mi cara y en mis puños atestiguan lo que digo. Nada más que un despojo, alcohólico y violento, pero no sientan lástima por mí, eso es lo que elegí.
No le busquen tres pies al gato, simplemente sigan leyendo y saquen sus propias conclusiones. Era un tipo de unos cuarenta años, de pelo negro y aceitoso, se acercó como lo hace esta clase de hombres, sigilosamente, como un reptil y resultó ser igual de viscoso. Yo ya sabía de qué iba el paño así que sin dejarle continuar le dije que se la iba a chupar su puta madre. El tipo se hizo el sorprendido y un poco el ofendido, él no era esa clase de hombres, decía, claro que no… y yo soy gilipollas.
La cuestión es que para no ser de esa clase de señores tardó bien poco en sacar un billete de cinco mil pesetas del bolsillo y restregármelo por la geta.
Corrí escaleras abajo con el billete en la mano y llegué a una callejuela. Desde ahí seguía escuchando los gritos del tipejo, gritos que no salían de la garganta ni del estómago, salían de los cojones. Una vez más me creía paladín de la justicia, creía que mi acción violenta haría recapacitar al villano. Años más tarde descubriría que hacen falta más que un par de huesos rotos para hacer recapacitar a un hombre, lo descubrí en mis propias carnes, pues no fueron pocas las palizas que recibí.
He intentado en infinidad de ocasiones buscarle una moraleja a mi vida, pero creo que cuando fui lo suficientemente adulto como para pensar en esas cosas ya estaba demasiado borracho y era incapaz de realizar un análisis lógico, así que simplemente me dediqué a seguir bebiendo y golpeando.
El individuo que pretendía lubricar su miembro con mi saliva ya tiene poca importancia, incluso la tiene para esta historia, quedó arrodillado y gritando en un rincón del parque y si las cosas no han cambiado y no a muerte, ahí seguirá merodeando.
Les dije al principio del relato que todo terminó bien, en realidad eso depende del prisma desde el que se mire, descendí hacia mi casa, callejeando, como haría tantas otras veces a lo largo de mi borrosa vida, hasta que llegué. Como siempre antes de meter la llave en la cerradura del portal, miré a través de la cristalera del bar donde mi padre se adobaba antes de subir a casa, un hombre de  costumbres. Y evidentemente ahí lo encontré. Cuando entré en el local, un tipo estaba gritando a mi viejo, le recriminaba el dinero que le debía, mi padre lo miraba aferrado a una botella de cerveza, intentando mantener la compostura, pero entonces me vio. Supongo que ni siquiera un tipo como mi padre puede permitir que un capullo lo humille delante de su hijo, así que se levantó y le asestó un puñetazo en la boza. Fue entonces cuando me di cuenta, sólo entonces, mi viejo y yo no éramos tan distintos, nos diferenciaban unos cuantos años y unos cuantos litros. Lo primero que hice fue romperle un botellín en la cabeza a un hombre que se acercaba por la espalda de mi viejo, y desde mi posición de inferioridad repartí toda la estopa que pude, hasta que evidentemente la multitud echó al puto borracho y al gilipollas de su hijo a la puta calle. Esa fue la primera vez que hice algo con mi padre, la segunda fue esa misma noche, mi padre me invitó a mi primera copa, ahí aprendí a mutilar mi dolor.

Ya les advertí que no sacarían nada de esta historia, no hay una maldita moraleja, no la hay, quizá sí, pero estoy demasiado borracho y magullado para verla. 

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