El psicólogo del colegio no supo que decirle a mis padres.
Se sentaron en su despacho y se miraron en silencio, el doctor intentaba
averiguar de dónde salía mi odio, mi madre, como siempre esperaba que alguien
empezara a hablar para asentir como un autómata y mi padre intentaría disimular
que estaba totalmente pedo.
Yo aguardaba en recepción, la cosa era tan grave que la
directora había decidido quedarse fuera, dejaba el tema en manos de
profesionales. Pobre cretina, no sabía que tanto yo como toda mi familia éramos
totalmente inmunes al psicoanálisis. Pero no tiene nada que ver con que seamos dueños
de unas mentes brillantes, nada de eso. En el caso de mis padres, en fin, mi
madre tenía suerte al encontrarse la vagina cuando terminaba de mear y mi
padre, joder ya lo he dicho, pasaba la mayor parte del día abrazado a una
botella de Magno. En cuanto a mí, intentaba escuchar más bien poco de lo que me
decía la gente, así que las palabras del loquero caían en saco roto.
El hecho es que sucediera lo que sucediera en ese despacho
yo ya estaba expulsado de colegio, el muchacho en el hospital y yo en casa. Que
se joda, estas cosas, según mi forma de entender la vida se solucionan así, con
un empujón y un buen pisotón en la mandíbula. Sospechaba que los hierros que
ahora le sostenían la cara le recordarían de ahora en adelante con quien debía
meterse, quizá se convertiría en un ser sumiso y dejaba de ser el arrogante
hijo de puta que había sido hasta entonces. Me equivocaba.
Siento desvelarles el final tan pronto, pero la vida es así.
Mi huida no fue más que una niñería, no pasé más de cinco horas desaparecido.
Vagabundeando por las calles, fumando cigarrillos, era esa maravillosa época en
la que los niños podían comprar tabaco, no era legal, pero nadie miraba raro a
nadie por esas cosas.
Tampoco fue una huida
espectacular, no tuvo nada de cinematográfico, simplemente abrí la puerta y me
largué. El conserje estaba demasiado ocupado fumando en el cuarto de la fotocopiadora como para
percatarse que el pequeño delincuente que debía estar custodiando se había
fugado. Por entonces no bebía alcohol, sólo fumaba, hoy le he tomado el relevo
a mi viejo que yace en un nicho inundado de alcohol. Así que sin cerveza y sin
whisky me senté a fumar en un banco de
un parque.
Aunque ya les he comentado que esta historia termina en
casa, nunca he sido un buen fugitivo,
debo advertirles que no se trata de una narración hermosa, no tiene tintes
románticos, ni nada por el estilo, otro acto violento en mi vida, como saben
por el chico de los hierros en la mandíbula, soy un tipo violento, varias
cicatrices en mi cara y en mis puños atestiguan lo que digo. Nada más que un
despojo, alcohólico y violento, pero no sientan lástima por mí, eso es lo que
elegí.
No le busquen tres pies al gato, simplemente sigan leyendo y
saquen sus propias conclusiones. Era un tipo de unos cuarenta años, de pelo
negro y aceitoso, se acercó como lo hace esta clase de hombres, sigilosamente,
como un reptil y resultó ser igual de viscoso. Yo ya sabía de qué iba el paño
así que sin dejarle continuar le dije que se la iba a chupar su puta madre. El
tipo se hizo el sorprendido y un poco el ofendido, él no era esa clase de
hombres, decía, claro que no… y yo soy gilipollas.
La cuestión es que para no ser de esa clase de señores tardó
bien poco en sacar un billete de cinco mil pesetas del bolsillo y restregármelo
por la geta.
Corrí escaleras abajo con el billete en la mano y llegué a
una callejuela. Desde ahí seguía escuchando los gritos del tipejo, gritos que
no salían de la garganta ni del estómago, salían de los cojones. Una vez más me
creía paladín de la justicia, creía que mi acción violenta haría recapacitar al
villano. Años más tarde descubriría que hacen falta más que un par de huesos
rotos para hacer recapacitar a un hombre, lo descubrí en mis propias carnes,
pues no fueron pocas las palizas que recibí.
He intentado en infinidad de ocasiones buscarle una moraleja
a mi vida, pero creo que cuando fui lo suficientemente adulto como para pensar
en esas cosas ya estaba demasiado borracho y era incapaz de realizar un análisis
lógico, así que simplemente me dediqué a seguir bebiendo y golpeando.
El individuo que pretendía lubricar su miembro con mi saliva
ya tiene poca importancia, incluso la tiene para esta historia, quedó arrodillado
y gritando en un rincón del parque y si las cosas no han cambiado y no a
muerte, ahí seguirá merodeando.
Les dije al principio del relato que todo terminó bien, en
realidad eso depende del prisma desde el que se mire, descendí hacia mi casa, callejeando,
como haría tantas otras veces a lo largo de mi borrosa vida, hasta que llegué.
Como siempre antes de meter la llave en la cerradura del portal, miré a través
de la cristalera del bar donde mi padre se adobaba antes de subir a casa, un
hombre de costumbres. Y evidentemente
ahí lo encontré. Cuando entré en el local, un tipo estaba gritando a mi viejo,
le recriminaba el dinero que le debía, mi padre lo miraba aferrado a una
botella de cerveza, intentando mantener la compostura, pero entonces me vio.
Supongo que ni siquiera un tipo como mi padre puede permitir que un capullo lo humille
delante de su hijo, así que se levantó y le asestó un puñetazo en la boza. Fue
entonces cuando me di cuenta, sólo entonces, mi viejo y yo no éramos tan
distintos, nos diferenciaban unos cuantos años y unos cuantos litros. Lo
primero que hice fue romperle un botellín en la cabeza a un hombre que se
acercaba por la espalda de mi viejo, y desde mi posición de inferioridad
repartí toda la estopa que pude, hasta que evidentemente la multitud echó al
puto borracho y al gilipollas de su hijo a la puta calle. Esa fue la primera
vez que hice algo con mi padre, la segunda fue esa misma noche, mi padre me
invitó a mi primera copa, ahí aprendí a mutilar mi dolor.
Ya les advertí que no sacarían nada de esta historia, no hay
una maldita moraleja, no la hay, quizá sí, pero estoy demasiado borracho y
magullado para verla.
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