martes, 26 de noviembre de 2013

EL ESTUDIO ROCAGROSSA ( IV ): EL FINAL DE LA ESCAPADA

Claudia se había acurrucado de cuclillas en una esquina de la bodega y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás de forma constante y frenética, repitiendo sin parar frases inconexas y frases relacionadas con el difunto Rocagrossa, frases como: “Yo lo quería”, “Nos íbamos a casar” o “espero un hijo suyo”. Los seres humanos no estamos preparados para estas cosas, no me refiero a la muerte de un gigoló, sino al enloquecimiento de un psiquiatra. ¿Qué sucedería si un bombero prende por combustión espontánea? Uno quedaría patidifuso por la incongruencia y por la incapacidad de reaccionar, eso me sucedió con la repentina locura de Claudia.

Partenain, estaba tremendamente calmado, tras descargar su ira contra el cuello de Mario había quedado planchado, como un cachorrillo, dócil y amigable. Sin que tuviésemos que intercambiar ninguna palabra arrastramos el catre del muerto hasta la otra punta de la habitación y sobre él colocamos el cadáver para taparlo con la frazada.
Ubicamos la caja con chocolatinas sobre la mesa, las ordenamos por tamaño y por cantidad de calorías y nos organizamos de tal forma que cada uno comería la misma cantidad diariamente. El tema del agua, que al principio nos pareció el más apremiante se  solucionó de una forma bastante fácil, beberíamos agua del retrete, y para que no resultase tan asqueroso beberíamos de la cisterna, así que la desmontamos y así quedó convertida en una improvisada fuente.
Un cadáver, y eso lo he descubierto con la práctica, empieza a digamos ponerse pocho, tirando a nauseabundo al mes de la muerte del susodicho. Así que trasladaremos la historia al punto en que el ambiente comenzaba a estar cargado. Claudia se había levantado de su rincón y ahora no se quedaba quieta, paseaba en círculos por la sala, con los puños apretados y la melena despeinada. Seguía repitiendo frases enfermizas y no miraba a nadie a los ojos. No había hecho más que empeorar, la única diferencia era que en lugar de una locura estática era una locura móvil. Por otro lado Partenain y Michele habían decidido ocupar su tiempo libre, que era mucho, realizando el acto sexual, de forma casi constante y enfermiza fornicaban a todas horas. Sobre los catres, en el suelo, sobre la mesa donde yo escribía, incluso junto al cadáver de Rocagrossa, así  pasaban las horas en un amancebamiento continuo e impúdico, al principio me sentí incómodo e intenté evitar que se acercasen a mi mientras copulaban, pero fracasé en el intento y lo único que pude hacer es evitar flujos y golpes que me propinaban si por casualidad y por descuido se habían colado a mis espaldas.
En cuanto a mí, escribía, todos habían descuidado sus libretas así que las rescaté del olvido y arrancando las hojas escritas por ellos las convertí en mías. Terminé el cuento sobre los humedales y comencé otro, y me pareció que el mejor título sería: “El estudio Rocagrossa”.
Como ya he dicho había pasado un mes y el hedor a podredumbre se había apoderado de toda la bodega, pero a nadie parecía importarle. Pasados quince días más las chocolatinas empezaban a escasear y tuvimos, en realidad tuve, que cambiar el racionamiento y menguar las cantidades diarias, pero aun así, sólo nos quedaba para un par de días.
Nunca he sido un aventurero, ni he tenido buenas ideas, pero supongo que la desesperación convierten a uno en un Partenain en potencia, así que comencé a confeccionar un plan de fuga. Escudriñé todos los rincones de la estancia, encontré un conducto de ventilación, pero no era más que una cañería diminuta y apenas si cabía mi mano. Todas las piedras estaban firmemente afianzadas en la pared y pronto descarté la posibilidad de la existencia de un pasadizo secreto. Anotaba todo lo que averiguaba en una de mis libretas, posibilidades de fuga que iba tachando a medida que yo mismo las desbarataba. Hasta que llegué, tarde lo sé, a una conclusión, la única salida era el montacargas.
Le comenté la posibilidad de fugarnos a Partenain cuando tuve oportunidad, y era cuando practicaba sexo bajo la mesa con la modelo. Me miró con los ojos desorbitados y comprendí que si no hablaba con él para darle una nueva idea de cómo o dónde practicar sexo, sería mejor que no molestase.
Me coloqué frente al montacargas y lo observé detenidamente, probablemente si fuese esa clase de artistas circenses capaces de meterse en una caja de zapatos sólo debía doblarme varias veces sobre mí mismo y meterme en elevador, pero evidentemente soy de esos que tienen que sentarse para atarse los cordones de los zapatos así que desestimé esa opción. Metí la cabeza y observé que se trataba de una caja metálica soldada,  por fuera estaba construida con madera y una botonera que hacía subir y bajar el receptáculo. Miré a mí alrededor y vi un cuchillo sobre la mesa, el que había estado utilizando hasta ahora para cortar las chocolatinas de forma igualitaria.
Comencé pues a desarmar todas las partes que eran susceptibles de ser desarmadas, a saber, el marco de madera y la botonera para empezar. Desnuda ya esa parte, descubrí que entre la pared y el armazón de metal del diminuto ascensor había un espacio de unos cuatro centímetros, lo suficiente para meter la mano y así lo hice, metí la mano hasta llegar al fondo del hueco, cogí el montacargas y comencé a tirar de él, pesaba un quintal y cada tirón suponía un milímetro de movimiento. Pero no me di por vencido. Saqué casi cinco centímetros de caja metálico y descubrí que al contrario de lo que había pensado al principio no estaba soldada, sino atornillada a unas placas metálicas que lo convertían en una caja.
Terminé sudoroso y jadeante, sentado en el suelo mirando el hueco del ascensor y junto a mí una pila de componentes metálicos desarmados, miré a mi alrededor y la pareja  se había dormido en un rincón, sospeché que el uno aún seguía dentro del otro, pero eso, ya no me sorprendía, miré a Claudia y también dormía en su catre, supuse que había estado tan ocupado en desmontar el montacargas que el día (o lo que nosotros suponíamos era un día, pues no teníamos ninguna ventana ni ningún reloj) se me había pasado volando. Pensé en descansar un poco, en dormir y en seguir con mi tarea más tarde, pero la ilusión de salir de ahí era demasiado grande, así que me dirigí a la mesa, me guardé las libretas en un bolsillo y bebí un poco de agua de la cisterna para volverme a colocar frente al agujero de la pared. Respiré hondo y cuidadosamente me introduje en el orificio de la pared. Estaba de pie, miré hacia arriba y al final del túnel en la más absoluta oscuridad pude ver una pequeña rendija que dejaba pasar la luz, sin lugar a dudas era la salida. Me aferré al cable metálico y pedí por favor que soportase mi peso y que yo soportase el esfuerzo de la escalada.
Coloqué los pies contra la pared y mi espalda contra la opuesta y comencé a ascender, poco a poco, firmemente, intentando no hacer grandes esfuerzos, y ascendía, sorprendentemente estaba subiendo. Cuando estaba a punto de llegar a la cima miré hacia bajo y vi como Claudia había introducido la cabeza por el agujero y me miraba.
―¿Está ahí Mario?
―¿Qué? ―pregunté incrédulo.
―¿Mario? ¿Está ahí?
―Ehm…. Voy a mirar, no te muevas de ahí.
Y entonces para sorpresa mía empezó a gritar y a tirar del cable a moverlo de un lado a otro  y yo intentaba no caerme al vacío y ella seguía gritando como una loca y tirando y moviendo el cable.
―¡Sí!, ¡Sí! ¡Está aquí arriba! ―grité.
Se calmó
―¿Hombre Mario qué pasa? Te estábamos buscando… si claro, está abajo, bueno, no te preocupes, ahora bajamos. Claudia, que dice Mario que ahora bajamos que no te preocupes.
―¡Dile que le quiero y que estoy embarazada!
―Eh… ―dudé.
Y comenzó nuevamente a gritar y a zarandear la cuerda.
―Que te quiere Mario y que vais a ser padres. Dice que él también te quiere.
Conseguí tras convencer a la tarada de Claudia que Mario me esperaba arriba que dejase de gritar y sobretodo que dejase de tirar de la soga y con un poco más de esfuerzo llegué hasta la rendija, sujetándome con una mano, logré abrir la puerta. No les miento si les digo que lloré como una bebé, lloré mientras me agarraba del marco, lloré mientras la mitad de mi cuerpo colgaba por la parte interior del hueco y mi otra mitad se introducía en la casa, lloré mientras caía al suelo y me ovillaba y lloré a un más cuando vi el cuerpo sin vida del anciano Alesky tumbado en el suelo rodeado de botellas de whisky, lloré y reí, me levanté tembloroso, y comencé a golpear el cadáver del mayordomo, reía, lloraba, reía y lloraba y golpeaba sin compasión los restos del lacayo.
Y entonces, después de la tempestad de risas y lágrimas, llegó la calma, coloqué las libretas sobre la mesa me saqué el jersey empapado en sudor. Comencé a abrir armarios, hasta encontrar uno donde había conservas, alcachofas, pimientos y salchichas de cóctel, ese y ahora puedo decirlo con seguridad ha sido el mejor banquete que me he dado jamás, comía y escribía. No recuerdo cuando tiempo estuve en la cocina, no puedo contar el tiempo pero si recuerdo que fue cuando se terminó la última salchicha y recordé que no estaba solo en la casa. Eructé y miré el cadáver del mayordomo. Le rebusqué en los bolsillos y encontré la llave. Que feliz me sentía, liberaría a mis compañeros y nos largaríamos de ahí de una maldita vez. Seguí el camino que habíamos hecho con Rocagrossa y bajé las escaleras en dirección a la bodega, con las llaves en la mano, contento y risueño como el que se dirige a abrir el buzón.
― ¿Sabéis qué? Yo me largo, que os den mucho… mucho más me refiero.
Eso es lo que dije cuando abrí la puerta de la que había sido mi mazmorra durante las últimas semanas. Paternain estaba desnudo, de pie en medio de la sala, Claudia estaba arrodillada frente a él, no es preciso que describa la actividad que estaba practicando, en cuanto a Michele estaba de sentada sobre la cara del Navarro y los tres formaban una especie de monstruo sexual de seis piernas y seis brazos.  Hice exactamente lo que dije, saqué la llave de la cerradura y la lancé sobre el cadáver de Rocagrossa. Me largué.

Creí que merecía una recompensa y me llevé uno de los mercedes de Mario, descendí de la montaña a toda velocidad, frené en un semáforo en rojo y suspiré. Todo había terminado, atrás quedaba ese estúpido experimento de locos.  Atrás quedaba, la locura de Claudia, el sexo peludo de Paternain, las canciones típicas de Michele  y el maldito, maldito, maldito… Estudio Rocagrossa.

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