Claudia se había acurrucado de cuclillas en una esquina de
la bodega y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás de forma constante y
frenética, repitiendo sin parar frases inconexas y frases relacionadas con el
difunto Rocagrossa, frases como: “Yo lo quería”, “Nos íbamos a casar” o “espero
un hijo suyo”. Los seres humanos no estamos preparados para estas cosas, no me
refiero a la muerte de un gigoló, sino al enloquecimiento de un psiquiatra. ¿Qué
sucedería si un bombero prende por combustión espontánea? Uno quedaría
patidifuso por la incongruencia y por la incapacidad de reaccionar, eso me
sucedió con la repentina locura de Claudia.
Partenain, estaba tremendamente calmado, tras descargar su
ira contra el cuello de Mario había quedado planchado, como un cachorrillo,
dócil y amigable. Sin que tuviésemos que intercambiar ninguna palabra
arrastramos el catre del muerto hasta la otra punta de la habitación y sobre él
colocamos el cadáver para taparlo con la frazada.
Ubicamos la caja con chocolatinas sobre la mesa, las
ordenamos por tamaño y por cantidad de calorías y nos organizamos de tal forma
que cada uno comería la misma cantidad diariamente. El tema del agua, que al
principio nos pareció el más apremiante se
solucionó de una forma bastante fácil, beberíamos agua del retrete, y
para que no resultase tan asqueroso beberíamos de la cisterna, así que la desmontamos
y así quedó convertida en una improvisada fuente.
Un cadáver, y eso lo he descubierto con la práctica, empieza
a digamos ponerse pocho, tirando a nauseabundo al mes de la muerte del
susodicho. Así que trasladaremos la historia al punto en que el ambiente comenzaba
a estar cargado. Claudia se había levantado de su rincón y ahora no se quedaba
quieta, paseaba en círculos por la sala, con los puños apretados y la melena
despeinada. Seguía repitiendo frases enfermizas y no miraba a nadie a los ojos.
No había hecho más que empeorar, la única diferencia era que en lugar de una
locura estática era una locura móvil. Por otro lado Partenain y Michele habían
decidido ocupar su tiempo libre, que era mucho, realizando el acto sexual, de
forma casi constante y enfermiza fornicaban a todas horas. Sobre los catres, en
el suelo, sobre la mesa donde yo escribía, incluso junto al cadáver de
Rocagrossa, así pasaban las horas en un
amancebamiento continuo e impúdico, al principio me sentí incómodo e intenté
evitar que se acercasen a mi mientras copulaban, pero fracasé en el intento y
lo único que pude hacer es evitar flujos y golpes que me propinaban si por
casualidad y por descuido se habían colado a mis espaldas.
En cuanto a mí, escribía, todos habían descuidado sus
libretas así que las rescaté del olvido y arrancando las hojas escritas por
ellos las convertí en mías. Terminé el cuento sobre los humedales y comencé
otro, y me pareció que el mejor título sería: “El estudio Rocagrossa”.
Como ya he dicho había pasado un mes y el hedor a
podredumbre se había apoderado de toda la bodega, pero a nadie parecía importarle.
Pasados quince días más las chocolatinas empezaban a escasear y tuvimos, en
realidad tuve, que cambiar el racionamiento y menguar las cantidades diarias,
pero aun así, sólo nos quedaba para un par de días.
Nunca he sido un aventurero, ni he tenido buenas ideas, pero
supongo que la desesperación convierten a uno en un Partenain en potencia, así
que comencé a confeccionar un plan de fuga. Escudriñé todos los rincones de la
estancia, encontré un conducto de ventilación, pero no era más que una cañería
diminuta y apenas si cabía mi mano. Todas las piedras estaban firmemente
afianzadas en la pared y pronto descarté la posibilidad de la existencia de un
pasadizo secreto. Anotaba todo lo que averiguaba en una de mis libretas,
posibilidades de fuga que iba tachando a medida que yo mismo las desbarataba.
Hasta que llegué, tarde lo sé, a una conclusión, la única salida era el montacargas.
Le comenté la posibilidad de fugarnos a Partenain cuando
tuve oportunidad, y era cuando practicaba sexo bajo la mesa con la modelo. Me
miró con los ojos desorbitados y comprendí que si no hablaba con él para darle
una nueva idea de cómo o dónde practicar sexo, sería mejor que no molestase.
Me coloqué frente al montacargas y lo observé detenidamente,
probablemente si fuese esa clase de artistas circenses capaces de meterse en
una caja de zapatos sólo debía doblarme varias veces sobre mí mismo y meterme
en elevador, pero evidentemente soy de esos que tienen que sentarse para atarse
los cordones de los zapatos así que desestimé esa opción. Metí la cabeza y
observé que se trataba de una caja metálica soldada, por fuera estaba construida con madera y una
botonera que hacía subir y bajar el receptáculo. Miré a mí alrededor y vi un
cuchillo sobre la mesa, el que había estado utilizando hasta ahora para cortar
las chocolatinas de forma igualitaria.
Comencé pues a desarmar todas las partes que eran
susceptibles de ser desarmadas, a saber, el marco de madera y la botonera para
empezar. Desnuda ya esa parte, descubrí que entre la pared y el armazón de
metal del diminuto ascensor había un espacio de unos cuatro centímetros, lo
suficiente para meter la mano y así lo hice, metí la mano hasta llegar al fondo
del hueco, cogí el montacargas y comencé a tirar de él, pesaba un quintal y
cada tirón suponía un milímetro de movimiento. Pero no me di por vencido. Saqué
casi cinco centímetros de caja metálico y descubrí que al contrario de lo que
había pensado al principio no estaba soldada, sino atornillada a unas placas
metálicas que lo convertían en una caja.
Terminé sudoroso y jadeante, sentado en el suelo mirando el
hueco del ascensor y junto a mí una pila de componentes metálicos desarmados,
miré a mi alrededor y la pareja se había
dormido en un rincón, sospeché que el uno aún seguía dentro del otro, pero eso,
ya no me sorprendía, miré a Claudia y también dormía en su catre, supuse que
había estado tan ocupado en desmontar el montacargas que el día (o lo que
nosotros suponíamos era un día, pues no teníamos ninguna ventana ni ningún
reloj) se me había pasado volando. Pensé en descansar un poco, en dormir y en
seguir con mi tarea más tarde, pero la ilusión de salir de ahí era demasiado
grande, así que me dirigí a la mesa, me guardé las libretas en un bolsillo y
bebí un poco de agua de la cisterna para volverme a colocar frente al agujero
de la pared. Respiré hondo y cuidadosamente me introduje en el orificio de la
pared. Estaba de pie, miré hacia arriba y al final del túnel en la más absoluta
oscuridad pude ver una pequeña rendija que dejaba pasar la luz, sin lugar a
dudas era la salida. Me aferré al cable metálico y pedí por favor que soportase
mi peso y que yo soportase el esfuerzo de la escalada.
Coloqué los pies contra la pared y mi espalda contra la
opuesta y comencé a ascender, poco a poco, firmemente, intentando no hacer
grandes esfuerzos, y ascendía, sorprendentemente estaba subiendo. Cuando estaba
a punto de llegar a la cima miré hacia bajo y vi como Claudia había introducido
la cabeza por el agujero y me miraba.
―¿Está ahí Mario?
―¿Qué? ―pregunté incrédulo.
―¿Mario? ¿Está ahí?
―Ehm…. Voy a mirar, no te muevas de ahí.
Y entonces para sorpresa mía empezó a gritar y a tirar del
cable a moverlo de un lado a otro y yo
intentaba no caerme al vacío y ella seguía gritando como una loca y tirando y
moviendo el cable.
―¡Sí!, ¡Sí! ¡Está aquí arriba! ―grité.
Se calmó
―¿Hombre Mario qué pasa? Te estábamos buscando… si claro,
está abajo, bueno, no te preocupes, ahora bajamos. Claudia, que dice Mario que
ahora bajamos que no te preocupes.
―¡Dile que le quiero y que estoy embarazada!
―Eh… ―dudé.
Y comenzó nuevamente a gritar y a zarandear la cuerda.
―Que te quiere Mario y que vais a ser padres. Dice que él también
te quiere.
Conseguí tras convencer a la tarada de Claudia que Mario me
esperaba arriba que dejase de gritar y sobretodo que dejase de tirar de la soga
y con un poco más de esfuerzo llegué hasta la rendija, sujetándome con una
mano, logré abrir la puerta. No les miento si les digo que lloré como una bebé,
lloré mientras me agarraba del marco, lloré mientras la mitad de mi cuerpo
colgaba por la parte interior del hueco y mi otra mitad se introducía en la
casa, lloré mientras caía al suelo y me ovillaba y lloré a un más cuando vi el
cuerpo sin vida del anciano Alesky tumbado en el suelo rodeado de botellas de
whisky, lloré y reí, me levanté tembloroso, y comencé a golpear el cadáver del
mayordomo, reía, lloraba, reía y lloraba y golpeaba sin compasión los restos
del lacayo.
Y entonces, después de la tempestad de risas y lágrimas,
llegó la calma, coloqué las libretas sobre la mesa me saqué el jersey empapado
en sudor. Comencé a abrir armarios, hasta encontrar uno donde había conservas,
alcachofas, pimientos y salchichas de cóctel, ese y ahora puedo decirlo con
seguridad ha sido el mejor banquete que me he dado jamás, comía y escribía. No
recuerdo cuando tiempo estuve en la cocina, no puedo contar el tiempo pero si
recuerdo que fue cuando se terminó la última salchicha y recordé que no estaba
solo en la casa. Eructé y miré el cadáver del mayordomo. Le rebusqué en los
bolsillos y encontré la llave. Que feliz me sentía, liberaría a mis compañeros
y nos largaríamos de ahí de una maldita vez. Seguí el camino que habíamos hecho
con Rocagrossa y bajé las escaleras en dirección a la bodega, con las llaves en
la mano, contento y risueño como el que se dirige a abrir el buzón.
― ¿Sabéis qué? Yo me largo, que os den mucho… mucho más me
refiero.
Eso es lo que dije cuando abrí la puerta de la que había
sido mi mazmorra durante las últimas semanas. Paternain estaba desnudo, de pie
en medio de la sala, Claudia estaba arrodillada frente a él, no es preciso que
describa la actividad que estaba practicando, en cuanto a Michele estaba de
sentada sobre la cara del Navarro y los tres formaban una especie de monstruo
sexual de seis piernas y seis brazos.
Hice exactamente lo que dije, saqué la llave de la cerradura y la lancé
sobre el cadáver de Rocagrossa. Me largué.
Creí que merecía una recompensa y me llevé uno de los
mercedes de Mario, descendí de la montaña a toda velocidad, frené en un
semáforo en rojo y suspiré. Todo había terminado, atrás quedaba ese estúpido experimento
de locos. Atrás quedaba, la locura de
Claudia, el sexo peludo de Paternain, las canciones típicas de Michele y el maldito, maldito, maldito… Estudio
Rocagrossa.
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