Su cuerpo no toleraba la cafeína ni la lactosa, por eso cada
mañana desayunaba una infusión, una manzanilla o un poleo menta y comía tres
galletas de avena mientras veía las noticias sentado en el sofá.
El agua tenía que estar muy caliente, daba igual si era
invierno o verano, una vez terminada la ducha el cuarto de baño quedaba
colapsado por una espesa nube de vapor, y mientras éste se disipaba se
embadurnaba la cara con espuma de afeitar. Abría una cuchilla desechable y se
rasuraba con pulso firme, para conseguir esta firmeza apoyaba la cuchilla en
la cara y sujetaba la muñeca de la mano que sujetaba la maquinilla con la que
tenía libre, así, como sujetando un objeto pesado se afeitaba meticulosamente.
Tenía diez camisas, todas blancas planchadas y colgadas en
perchas dentro del armario. Tenía además tres trajes, una azul marino, uno
marrón y uno gris, que utilizaba por este mismo orden, los lunes el azul, los
martes el marrón, los miércoles el gris y así sucesivamente. Dos pares de
zapatos, unos negros y otros marrones.
Hoy era viernes le tocaba el turno al marrón, así que se
puso una de sus impolutas camisas blanca, se abrochó el pantalón, se calzó los
zapatos y se cubrió con la americana.
Abrió el cajón de los calcetines y desenrolló una corbata, un extraño
elemento reversible, de un lado celeste y del otro rojo, como hacía cada día,
aun conociendo a la perfección los colores, se colocó frente al espejó y
primero sujetó la corbata sobre la camisa miró como le sentaba el rojo y luego
comprobó que como era evidente y como atestiguaba su costumbre el celeste
quedaba mejor con el traje marrón.
Ya con la gabardina puesta abrió la nevera y sacó una
fiambrera, un cajita metálica dividida en dos cazoletas, en una había puesto la
noche anterior un trozo de carne empanada y en el otro un puñado de judías verdes
y una patata hervida, colocó cuidadosamente el recipiente en el fondo de una
bolsa de papel marrón con asas y sobre él una manzana y un cuchillo y un
tenedor envueltos en una servilleta. Abrió el armario de la fregadera y sacó un
pequeño bulto, envuelto en un paño blanco, lo colocó también en la bolsa.
Esperaba el ascensor, con la gabardina puesta y la bolsa de
papel en una mano cuando una vecina salió al rellano, era una mujer mayor
acompañada de un niño que se sabía que estaba despierto por que andaba, pero
cualquiera hubiera jurado que seguía dormido y era un sonámbulo.
―Buenos días Justo.
―Buenos días doña Luisa.
―¿Qué al trabajo?
―Al yugo doña Luisa, al yugo. ¿Cómo está el jovencito esta
mañana? ―Dijo dirigiéndose al niño.
―Te están hablando Pablito.
El niño con la boca medio abierta y los ojos legañosos
levantó la cabeza y miró al hombre de la gabardina, el sueño le permitió
esbozar una sonrisa de labios húmedos y soñolientos.
―Hay que ver don Justo, que siempre va hecho usted un
pincel.
―Me mira con buenos ojos doña Luisa, en cambio usted sí que
está guapa esta mañana.
―Es usted un zalamero don Justo, un auténtico zalamero.
Esperaba en la parada de autobús y saludó a un par de
conocidos, gente que diariamente compartía autobús para ir a su lugar de
trabajo, del mismo modo saludó y bromeó sobre el partido de la noche anterior
con el conductor, y como cada día se colocó al fondo del vehículo, de pie
aunque hubiesen asientos libres, agarrado con una mano y con la otra sujetando
un periódico cerca de la cara.
―Hasta mañana Justo ―gritó el conductor cuando el nombrado
bajaba del autobús, éste levanto la mano y agitó el periódico en señal de
despedida.
Caminó cinco minutos hasta llegar a un gran puerta metálica,
que a su vez contenía una diminuta puerta y junto a ella un interfono, llamó al
timbre un ruido mecánico indicaba que la cámara de seguridad instalada tres
metros más arriba se movía, él miró el objetivo y la puerta se abrió, le
recibió un hombre calvo, ataviado con un guardapolvo azul y una carpeta bajo el
brazo.
―Buenos días Justo.
―Buenos días Cosme, ¿Cómo está tu mujer?
―Mejor, el médico le ha mandado reposo, ya sabes…
―Si no paras de dejarla embarazada llegará un día que no se
podrá mover, ¿Por cuál vas ya, el quinto?
―Este será el sexto.
―No te digo, mi madre le está haciendo una mantita, este domingo
la iré a buscar y te la traigo el lunes.
―No hacía falta hombre…
―No es molestia. ¿Qué tenemos hoy?, ¿Han descargado ya?
―Sí, han traído doce, esta madrugada.
―Una docenita, ¿Cómo quieren que tengamos resultados con
semejante cantidad?, ¿Has hablado con Morales del sindicato?
―No, ¿Qué quieres que le diga?
―Pues que o nos traen más gente o esto se va al carajo.
Bueno dame mis fichas. ¿Hay algo especial?
Cosme abrió la carpeta y le entregó cuatro cuartillas de
cartulina amarilla, Justo las leyó mientras caminaba por un pasillo seguido por
el del guardapolvo azul.
―¿Algo especial? ―repitió.
―Nada, lo de siempre.
―Bueno, ¿Comemos luego?
―Claro.
Se detuvieron frente a la máquina de fichar, Justo sacó de
un recipiente de madera su ficha la marcó en la máquina y continuó por el pasillo.
Se detuvo antes de entrar en los vestuarios y miró la primera ficha.
―¿La número once es la primera?
―Sí ―Gritó Cosme desde la puerta.
―Han arreglado ya la calefacción.
―Creo que sí.
―Bueno dile al chaval que me deje dentro una taza de té yo
empiezo en cinco minutos.
Entró en el vestuario y dejó las fichas sobre una mesa de
madera, abrió la taquilla y meticulosamente se fue desnudando, primero colgó la
gabardina, luego la americana y los pantalones, después se desanudó la corbata
y la enrolló, por último se sacó la camisa. Nunca nadie le había dicho que
tenía que usar uniforme para el trabajo, pero él se sentía más cómodo, extrajo
de la taquilla un pantalón beis y una camisa azul claro que se metió por
dentro, luego se puso un jersey fino, sabía que tendría que quitárselo a mitad
de la mañana pero no quería resfriarse.
Cogió las cuartillas y el bulto que había sacado del armario
de la fregadera de su casa y salió de nuevo al pasillo. Se cruzó con un hombre
gordo y sudoroso que justo salía de uno de los despachos que flanqueaban el
pasillo.
―¿Ya estás sudando Ramírez?
―Estoy haciendo horas extras, he llegado a las cinco de la
mañana… y a buena hora, me podría ir a mi casa con todo lo que he sudado y
ahora recién empieza la jornada.
―Bueno me voy que mi paquete me espera, luego hablamos, y
tómatelo con calma.
―Ya me lo dirás, menuda mercancía nos ha llegado hoy, ya te
puedes quitar el jersey y arremangarte.
―Bueno, bueno…
Siguió caminando y llegó hasta el final del pasillo, una
puerta roja, como todas las demás con números pintados en blanco, la puerta
número once.
Entró en el despachó, oscuro y húmedo, había una taza
metálica sobre un radiador. Le había dicho una vez al muchacho de los recados
que le dejara el té sobre el radiador y así lo hacía, de esta forma no se
enfriaba.
―Buenos días ―Nadie respondió.
Dejó el bulto sobre la mesa junto a las cuartillas y con la
taza en una mano ojeó la primera de las hojas.
―Así que venía sin documentación, siempre me endosan lo
mismo, como si yo fuera la oficina de objetos perdidos. Bueno a ver… ¿Dime tu
nombre?
Se giró hacía la oscuridad y quieto, con la mano izquierda
en el bolsillo y la derecha sujetando la taza miró a un hombre semidesnudo con
la cabeza tapada con una capucha negra. Se acercó y le tocó la testa con un
dedo, el hombre se asustó y se retorció en la silla, incapaz de levantarse
atado como estaba de manos y pies.
―Tu nombre ―dijo mientras le sacaba la capucha.
El hombre sudoroso lo miraba, estaba amordazado.
―Me cago en la puta, les tengo dicho que no me los
amordacen, no sería el primero que se me ahoga antes de empezar.
Dejó la taza sobre la mesa y le sacó la mordaza al preso.
―Dime tu nombre.
―¡Qué te jodan hijo de puta!
Justo calló y miró al hombre. Luego se acercó a la mesa y
comenzó a desenvolver el paquete, era una especie de rulo de cuero que
desenrolló sobre la mesa, en él había destornilladores, cuchillas, pinzas y
martillos.
―Maldito Ramírez ―Dijo mientras se quitaba el jersey ―¿Así
que me vas a hacer sudar, eh?
―Me vas a reventar y no diré nada, ¡nada!
Sorbió un poco de té y miró por encima del hombro al preso.
―Ya lo veremos muchacho, ya lo veremos.
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