Supongo que paseando por esas calles pensaría en su madre y
en su padre, en el Perú lejano, pensaría quizá en cómo había terminado en ese
lugar, con esa gente, de aquella forma.
Suponía, ahora lo pensaba, que no era del todo feliz, era una mezcla de
conformismo y rendición. No había nada que hacer, así que lejos de su país,
trabajando de forma nómada de un lado hacía otro, de una ciudad a otra, se
había resignado.
Con sus nuevos amigos se lo pasaba bien, si su madre supiese
donde estaba no lo aprobaría, pero habían pasado muchos años desde la última
vez que la vio. Ahora por una vez le tocaba disfrutar a él. Muchos pensaron que
fue un secuestro, mientras duró lo que duró él siempre creyó que fue un
rescate. Se lo pasaron en grande, salieron a quemar la ciudad, pasearon por las
calles y la gente los miraba, era un grupo extraordinario, él era el centro de
atención, grande y de pelo blanco. Fuerte como una mula, se subían encima de
dos en dos, hasta tres y corrían por la calle, si alguien les decía algo, él
escupía, escupía como sólo él sabe hacerlo, duro y directo a la cara y luego
¿quién será el guapo que le toserá? Tremenda coz le puede dar si se
envalentona.
Recordaba, cuando era pequeño, con sus padres y con sus
hermanos, paseando por la montaña, en busca de comida, de nuevas praderas que
explorar. Seguidos por Juan y su perro
que los guiaba por las montañas. Era
feliz, ahí si era feliz, libre, a su manera pero libre, dormían todos en una
pieza, amontonados pero resguardándose del frío, comienzo juntos, riendo
juntos, corriendo juntos. Juan siempre los trató bien, tenían comida, agua y
nada les faltaba, ellos lo ayudaban a él y él los cuidaba con cariño y con
esmero.
Si bien Juan no era malo, más bien bueno, miraba por su
interés, y un día llegó un gringo, un tipo rubiecito, de mediana estatura, y los
sobó a todos, los miró uno a uno y eligió, señaló con su dedo rosado y eligió a
nuestro protagonista. Y pasados varios días amaneció en un nuevo lugar, el
pasto había desaparecido, en ese suelo gris no crecía nada, el celo era
plomizo, había desaparecido el azul intenso de su cielo y la comida, en fin,
comida a secas, nada que ver con lo que comía allá en su Perú natal.
Cuando fue liberado lo llevaron en un extraño artefacto que
ellos llamaron tranvía, un tranvía, como un tren, trenes sí que había visto
atravesar sus montañas pero nunca había subido a ninguno, de casa de Juan a esa
extraña civilización sin saber nunca en que viajaba, encerrado. Ahora su nuevos
amigos lo subían donde querían, sin que nadie dijese nada, se paseaba por los
asientos y moviendo la cabeza saludaba a la gente, sonriente, con los dientes
grandes, la boca muy abierta y respondía a los silbidos y bajan en alguna
estación y comían bocadillos y bebían agua fresca de las fuentes.
Pasaron los años y creció, creció fuerte pero encerrado,
cada día una salida al ruedo, un pública encabritado, un público enloquecido
niños que gritaban y padres que reían, todos querían tocarlo, sacarse fotos con
él, tenía éxito pero a él no le gustaba, quería la tranquilidad de sus
montañas, la calma de sus praderas, la compañía de sus hermanos, pero como
decía, se conformó, se rindió.
Ellos decían: “Vamos a sacarnos una foto”, no entendía, pero
todos sonreían y él también, se abrazaban a su cuello, le alborotaban el pelo y
reían, eso sí, no paraban de reír. La fiesta terminó, por alguna extraña razón
sabía que eso sucedería, aunque no quisiera, era evidente que sería reclamado.
Al día siguiente de vuelta a su forzoso hogar, sus nuevos jefes miraban la
portada del periódico y luego lo miraban a él. Y reían, uno se acercó con una zanahoria,
él la mordisqueó.
―¡Menuda farra te has pegado eh! ¡Menuda farra para una
llama!
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