martes, 5 de noviembre de 2013

MENUDA FARRA

Supongo que paseando por esas calles pensaría en su madre y en su padre, en el Perú lejano, pensaría quizá en cómo había terminado en ese lugar, con esa gente, de aquella forma.  Suponía, ahora lo pensaba, que no era del todo feliz, era una mezcla de conformismo y rendición. No había nada que hacer, así que lejos de su país, trabajando de forma nómada de un lado hacía otro, de una ciudad a otra, se había resignado.

Con sus nuevos amigos se lo pasaba bien, si su madre supiese donde estaba no lo aprobaría, pero habían pasado muchos años desde la última vez que la vio. Ahora por una vez le tocaba disfrutar a él. Muchos pensaron que fue un secuestro, mientras duró lo que duró él siempre creyó que fue un rescate. Se lo pasaron en grande, salieron a quemar la ciudad, pasearon por las calles y la gente los miraba, era un grupo extraordinario, él era el centro de atención, grande y de pelo blanco. Fuerte como una mula, se subían encima de dos en dos, hasta tres y corrían por la calle, si alguien les decía algo, él escupía, escupía como sólo él sabe hacerlo, duro y directo a la cara y luego ¿quién será el guapo que le toserá? Tremenda coz le puede dar si se envalentona.
Recordaba, cuando era pequeño, con sus padres y con sus hermanos, paseando por la montaña, en busca de comida, de nuevas praderas que explorar.  Seguidos por Juan y su perro que los guiaba por las montañas.  Era feliz, ahí si era feliz, libre, a su manera pero libre, dormían todos en una pieza, amontonados pero resguardándose del frío, comienzo juntos, riendo juntos, corriendo juntos. Juan siempre los trató bien, tenían comida, agua y nada les faltaba, ellos lo ayudaban a él y él los cuidaba con cariño y con esmero.
Si bien Juan no era malo, más bien bueno, miraba por su interés, y un día llegó un gringo, un tipo rubiecito, de mediana estatura, y los sobó a todos, los miró uno a uno y eligió, señaló con su dedo rosado y eligió a nuestro protagonista. Y pasados varios días amaneció en un nuevo lugar, el pasto había desaparecido, en ese suelo gris no crecía nada, el celo era plomizo, había desaparecido el azul intenso de su cielo y la comida, en fin, comida a secas, nada que ver con lo que comía allá en su Perú natal.
Cuando fue liberado lo llevaron en un extraño artefacto que ellos llamaron tranvía, un tranvía, como un tren, trenes sí que había visto atravesar sus montañas pero nunca había subido a ninguno, de casa de Juan a esa extraña civilización sin saber nunca en que viajaba, encerrado. Ahora su nuevos amigos lo subían donde querían, sin que nadie dijese nada, se paseaba por los asientos y moviendo la cabeza saludaba a la gente, sonriente, con los dientes grandes, la boca muy abierta y respondía a los silbidos y bajan en alguna estación y comían bocadillos y bebían agua fresca de las fuentes.
Pasaron los años y creció, creció fuerte pero encerrado, cada día una salida al ruedo, un pública encabritado, un público enloquecido niños que gritaban y padres que reían, todos querían tocarlo, sacarse fotos con él, tenía éxito pero a él no le gustaba, quería la tranquilidad de sus montañas, la calma de sus praderas, la compañía de sus hermanos, pero como decía, se conformó, se rindió.
Ellos decían: “Vamos a sacarnos una foto”, no entendía, pero todos sonreían y él también, se abrazaban a su cuello, le alborotaban el pelo y reían, eso sí, no paraban de reír. La fiesta terminó, por alguna extraña razón sabía que eso sucedería, aunque no quisiera, era evidente que sería reclamado. Al día siguiente de vuelta a su forzoso hogar, sus nuevos jefes miraban la portada del periódico y luego lo miraban a él. Y reían, uno se acercó con una zanahoria, él la mordisqueó.

―¡Menuda farra te has pegado eh! ¡Menuda farra para una llama!

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