La monja me miró. Había colocado dos sillas junto a la ventana
que daba al patio, sentada con la luz de la mañana sobre el hábito y con el
rosario entre los dedos parecía un cuadro religioso, parecido al póster de la
virgen que colgaba de una pared. Una póster de una virgen, una mesa de madera
sin florituras, una tabla y cuatro patas, un pequeño crucifijo de madera y un
par de sillas, un austero despacho de monja. Me miró y suspiró.
―Una de mis costumbres es no meterme en la vida de los demás
―comenzó.
Hacía tiempo que había descubierto que cuando alguien
empieza una oración con una negación o contando algo que normalmente no hace,
hará justamente eso, hará lo que no hace. “No quiero ofenderte”, te ofenderá; “Yo
no soy racista”, dirá una frase racista; “No es por criticar”, criticará…
―Pero el tema ha trascendido y los pasillos son un
hervidero y si hay algo que no me gusta son los chismes y los cuchicheos.
―Entiendo―intervine para que supiese que la estaba
escuchando.
―Supimos desde el principio que usted no es una persona
religiosa, que como dicen ustedes, “no cree en dios”, demás está decir que
creer o no creer no es una opción.
Se revolvió en su asiento y apretó el rosario entre las
manos, miró un instante a través de la ventana entornando un poco los ojos por
la claridad y volvió a posar la mirada sobre mí.
―Esta institución, es una institución seria, con mucha
reputación. Y usted es un maestro muy valorado, los alumnos están muy contentos
con usted e incluso algunos padres que saben de su ateísmo no tienen nada en
contra.
Cuando uno sabe de su inocencia se pone nervioso. ¿De qué
querría hablar la directora? Empecé a hacer un repaso de todo lo que podría
haberla ofendido en los últimos tiempos, y no se me ocurrió nada.
―No comprendo, ¿He hecho algo mal?
―Como sabe, somos muy permisivos con la forma de vestir de
nuestros maestros, se ha permitido incluso que la profesora de música llevase
una falda por encima de las rodillas y eso comprenderá es muy moderno para un
centro como este.
―Lo lamento, pero no sé… ―me impacienté.
―Lo diré sin tapujos. ¿Qué se ha hecho usted en el pene?
Cuando dijo esa palabra, pene, se ruborizó y apretó labios y
parpados, parecía rezar o pedir perdón entre dientes. Abrió de nuevo los ojos y
me miró y lo que pudo ver es una cara desencajada, una ceja muy levantada y una
boca exageradamente abierta.
―¿Disculpe?
―Sabrá perdonarme, pero si los rumores son ciertos, el
colegio deberá tomar cartas en el asunto.
―¿A qué se refiere?
―Me refiero a que si nuestras sospechas se confirman deberá
usted dejarnos.
―Dejarles no les dejaré, en cualquier caso ustedes me
echarán, aunque aún no sé el por qué.
―¿Se ha puesto usted una argolla en el pene?
Una vez más la palabra pene le golpeó dolorosamente, cerró
los ojos y apretó el rosario, si lo apretaba un poco más era capaz de hacer
estallar las cuentas.
―¿Se refiere a un piercing?
Asintió con los ojos cerrados.
No sabía que responder a esa pregunta, daba la sensación que
había retrocedido treinta años y estaba hablando de sexo con mi madre, la
palabra pene, vagina o mamada dichas por una monja o una madre siempre son
palabras que le turban a uno.
―Por suerte, mi pene está libre de todo complemento metálico
señora. ¿Puedo irme? ―dije mientras me levantaba haciéndome el ofendido.
―De ningún modo. Los cuchicheos son demasiado sonoros, debo
comprobarlo.
Ahí sí que me quedé patidifuso, tenía una alta comprensión
lectora, era profesor de lengua y también podía comprender exactamente lo que
me estaba diciendo la monja. Nada más ni nada menos lo que estaba diciendo,
quería que le enseñase el pene.
―¿Quiere usted que le enseñe el pene señora? ¿No cree que
está fuera de lugar?
Se levantó y dejó el rosario en la silla, corrió la cortina
y del bolsillo sacó unas gafas que se puso apoyadas en la punta de la nariz.
Algo ofensivo si lo piensan, ¿por qué se ponía gafas?, ¿Qué creía que tenía
entre las piernas?
―En fin, le advierto que tengo un esparadrapo en el escroto,
¿Sabe lo que es el escroto, no?
La monja me miró con las labios prietos y enarcando las
cejas.
―Conozco el término. ¿Puede decirme por qué tiene usted un
esparadrapo en tal zona?
Seguí a de pie, me acerqué a su mesa y encendí una lámpara y
comencé a desabrocharme los pantalones, comprendí que esa situación me daba
cierta permisividad para el sarcasmo así que actué.
―Su dios, que controla los aguacates, las mariposas, y las verrugas
decidió que el mejor lugar para colocar una, era mi miembro y ahí se posó,
enorme redonda y molesta, por eso el médico decidió extirpármela.
Cuando pronuncié la palabra extirpar ya tenía mi pene en la
mano, y eso hizo que me recorriese un escalofrío por la espalda. Ella, con la
flema eclesiástica que las caracteriza se acercó lentamente con las manos en la
espalda y miró atentamente, se acercó doblando la espalda y sujetó las gafas
con los dedos.
―Libre de argollas.
―Tal y como le dije.
―Puede irse.
Me guardé mis atributos en los pantalones y me dirigí a la
puerta.
―Por cierto ―dijo mientras corría las cortinas― buen
ejemplar.
Salí disparado del despacho, el médico me había recomendado
que huyese de las erecciones como de la peste, e imagino que si hubiese sabido
que la erección que me hizo saltar los puntos había sido causada por una monja,
me hubiese derivado sin lugar a dudas a un buen psiquiatra.
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