Nunca le salió una cana, tenía cerca de los ochenta años y
tenía el pelo negro como el carbón. Su piel era morena, moruna, su padre tenía
la piel blanca, casi transparente, sin embargo él, había heredado el color de
su abuela argelina, el color de la arena.
Dormía en la terraza, sobre una manta, tapado por una
frazada. Escuchaba a lo lejos los coches de la autopista, y un grillo, un único
grillo que chirriaba toda la noche. No había podido dormir de nuevo en una
cama. Cuando volvió de la guerra su mujer y sus dos hijas lo esperaban,
esperaban a su padre, a su marido, al hombre de esa casa, pero ese al que ellas
esperaban nunca volvió, apenas las besó cuando cruzó la puerta, se quedó
vestido con el uniforme caqui, sentado en el sofá, fumando un cigarrillo tras
otro.
Pasaron los años, su esposa falleció, sola en la cama, él
estaba en el balcón. Se levantó, entró en el dormitorio y la vio, con la boca
abierta, traspasando la mirada el techo encalado, un recipiente vacío. Le cerró
los ojos y llamó a sus hijas por teléfono.
Pasó el tiempo y a pesar de su aspecto juvenil, su carne
magra, su sorprendente agilidad, se fue a vivir con su hija mayor, así lo
habían decidido en consenso, en realidad no era un consenso era una votación,
dos contra uno, no había nada más que decir. Su hija lo esperaba, le había
preparado un cuarto, un pequeño dormitorio, con un cuadro de caza en la pared,
una cama individual y una mesilla de noche, él pasó de largo y salió al
diminuto balcón de la casa de su hija, compartiría la noche con una bicicleta
estática y cuatro geranios muertos. “Hay que ser muy duro para matar a cuatro geranios
duros” pensó y lanzó la manta a un rincón.
Después de cenar, la familia se sentaba en el sofá a mirar
la televisión, él sin embargo pasaba entre ellos y el aparato y salía al
balcón, se sentaba junto a la barandilla, junto a las ramas muertas de un geranio
y apoyaba la cabeza contra la pared para mirar las pocas estrellas que dejaba
ver la ciudad mientras fumaba.
―Papá, hemos pensado que podrías llevar a las niñas al
colegio y recogerlas cuando salgan, ¿Qué te parece?
Le pareció bien. Salió temprano de casa, con el sabor a café
negro en la boca, un cigarrillo colgándole de los labios y una nieta en cada
mano. Más tarde volvía a la puerta del colegio donde sería observado por los
demás padres, esperaba, fumando y agarraba a sus nietas y cruzaba las miradas
impertinentes de la gente para volver a casa, para volver a la terraza.
Las niñas crecieron, el envejecía, eso decía el calendario,
pero su pelo seguía negro, sus arrugas ni se movían. La mayor de las niñas se
emancipó y la pequeña comenzó el instituto, ya no hacía falta que la
acompañase.
―Eso que fumas es hachís ―dijo.
La nieta lo miró, apoyada en la barandilla del balcón.
―No es una pregunta, es una afirmación, es hachís. Lo fumé
en África.
―¿Por qué duermes en el balcón? Mamá dice que la guerra te
volvió loco.
―Sí, eso decía tu abuela. ¿Me das una calada? ―Se acercó a
su nieta y tomó el cigarrillo de hachís―Puede que esté loco, pero no lo parece,
¿verdad?
―Eres raro, eso seguro. Pero no sé por qué no debería
quererte.
―Supongo que tú también eres rara, era más sencillo decir te
quiero.
―Supongo. Te quiero.
―Lo sé. La guerra no me cambió, la guerra no me cambió en
absoluto. Me avergüenzo de lo que hice, pero no me cambió. Yo era así, jodido,
antes de irme, pero cuando volví, había dado todo mi valor en el Ebro y no me
quedaban huevos para abandonar a mi familia.
―¿Hubieses abandonado a mamá?
―Tu madre llorará cuando me muera, pero no será dolor, será
costumbre.
―Me voy a dormir abuelo.
La muchacha se detuvo antes de desaparecer tras las cortinas
y se giró de nuevo.
―Eres un tipo duro abuelo.
Él sonrió y asintió.
―Cómo los geranios y mira como están.
A la mañana siguiente, la familia despertó con el sonido de
platos rotos. Todos acudieron al balcón, el abuelo estaba sentado contra la
pared, rodeado de colillas consumidas, la boca abierta, los ojos blancos y sin
respiración.
La ambulancia se llevó el cuerpo del abuelo, la madre
lloraba en el sofá, el padre la consolaba, la nieta menor, fumaba en el balcón,
mirando la ambulancia irse calle abajo. Fumó hasta el filtro y se agachó para apagar
la colilla en un macetero y vio, las ramas secas del geranio, retorcidas, casi
negras y en la punta de una de ellas, una pequeña diminuta flor roja.
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