jueves, 21 de noviembre de 2013

EL ESTUDIO ROCAGROSSA ( III ): EL SÚPLEX

Me dijo que durante tres semanas había convivido con una tropa de élite del ejército israelí y que durante ese periodo había sido adiestrado por auténticos maestros en un arte marcial llamado kravmagá. Lo comentaba mientras con la mano derecha retorcía mi muñeca derecha, con la rodilla izquierda presionaba mi nuca contra el suelo y con la restante mano zurda había acertado con índice y anular y tiraba hacía atrás de mis orificios nasales. Así es como el único acto de valentía tras toda una vida de cobardía fue frustrado por un televisivo héroe navarro, Paternain me tenía inmovilizado contra el suelo.

Resumiré para conducirles a lo que nos lleva al núcleo de mi desafortunada aventura en el sótano de un multimillonario excéntrico. Una vez la elocuencia  ―y por supuesto una firme promesa de machacarme la caja torácica a pisotones― de Paternain me hizo recapacitar, Rocagrossa nos reunió alrededor de la mesa y nos explicó las bases de esa suerte de concurso, a saber:
En primer lugar nadie podría abandonar el recinto hasta pasados los siete días, y aún que ese fuera nuestro deseo nos sería imposible, pues Alesky tenía la orden, y la cumpliría, de no abrir hasta que la semana concluyese. En segundo lugar nos despojaríamos de nuestras ropas y vestiríamos con la ropa que podríamos encontrar bajo las almohadas de nuestras camas, más tarde comprobé que se trataba de un pantalón beis, una camiseta blanca y un fino suéter también blanco. En tercer y último lugar, deberíamos escribir un diario de lo que nos pasara por la cabeza, y nos hizo entrega de libretas y bolígrafos.
Ciertas dudas nos fueron resueltas a medida que pasaban las horas, el tema del retrete, pues yo sufría por mi intimidad, se solucionó de inmediato, no teníamos intimidad, así de sencillo. Dormimos como se debería dormir en el servicio militar, servicio que no presté gracias a un tremendo caso de pies planos y a una columna retorcida como la mente de un político, pero imagino que se debía dormir como nosotros lo hicimos, uno al lado del otro escuchando la respiración de nuestros compañeros.
La primera noche me desperté con el sobresalto de encontrarme una sombra a mi lado, era Paternain, “Deja de roncar o te retorceré el pescuezo como a un ganso”, y una vez más me convenció pues dormí del tirón y por lo que pude saber, ya que no fui despertado en más ocasiones, sin un solo ronquido.
A la mañana del siguiente día, todos teníamos curiosidad por saber que sucedería con la comida, pues no había alacena, ni frigorífico a la vista. Sucedió que tras una roca, que resultó ser falsa había una portezuela que escondía un diminuto ascensor, un montacargas como el de los restaurantes. Puntual, Alesky nos haría bajar el desayuno, la comida y la cena, y así fue, apareció un canasto, con fruta, queso fresco, un termo con café, otro con leche, varias botellas de agua, vasos y cubiertos.
Desayunamos en silencio, salvo algún comentario de Paternain o alguna pregunta en danés de Michele, que parecía que se había adaptado a la perfección, había perdido a mi aliada ante el estupor de la situación.
―Hora de escribir ―dijo Rocagrossa, recogiendo la mesa y sacándome la taza de café que aún no había terminado.
Colocaron sus libretas sobre la mesa y todos, obedientes, comenzaron a dar rienda suelta a sus sentimientos. Tenía delito que él único que no escribía nada fuese yo, el único que aparentemente tenía que escribir, el que pretendía dedicar su vida a las letras y ahí me tenían, con una libreta, un bolígrafo y el eterno enemigo del escritor, la página en blanco. Así que como mis sentimientos estaban totalmente bloqueados, no sentía absolutamente nada, me puse a escribir sobre lo primero que se me vino a la cabeza, es decir, los humedales. Hoy puedo decir, ya que conservo la libreta, que el cuento es bastante decente o por lo menos no es de lo peor que he escrito.
Los días pasaron con cierta normalidad, Claudia estaba irreconocible, al igual que Rocagrossa no paraba de observarnos y tomar nota, y una vez más parecía que yo era el único que se sentía incómodo. Le pregunté a Claudia que opinaba de esa situación y me respondió con una palabra, “Fascinante”, esa fue una de las pocas palabras que intercambié con ella durante esos días, aparentemente la había perdido para siempre, o por lo menos hasta que viniese llorando a mis brazos como solía suceder. En cuanto a Michele se dedicaba a cantar canciones típicas danesas que todos escuchaban con entusiasmo, cada día nos sorprendía con alguna nueva y esa era una de nuestras mayores distracciones, esa y ver como Mario y Ricardo practicaban capoeira, espectáculo que a me desagradaba hasta límites insospechados pero que, obviamente, a las muchachas les encantaba.
Llegó el quinto día y con él un hecho que cambió nuestra rutina para algunos apasionante, para otros ―es decir, sólo yo― una larga y lenta agonía. La comida no llegó, habíamos desayunado puntualmente, fruta, queso, etc. Pero llegada la hora de comer, el montacargas apareció vacío. Mario interpretó que debía tratarse del típico error que comenten los mayordomos cada treinta años, así que devolvió el montacargas para que este apareciese nuevamente vacío.
―¿Pero qué coño…? ―Dije
―¡Silencio! ―Ordenó Mario Rocagrossa― Debe tratarse de… de… un error obviamente ―introdujo la cabeza en el montacargas y gritó― ¡Aleksy!, ¿Aleksy estás ahí?
―Debe tratarse de una broma ―dijo el Navarro.
Yo lo miré con media sonrisa y dije:
―¿Tú has visto bien a ese ser? Ese hombre no tiene ningún tipo de sentido del humor, ni bueno ni malo, simplemente no lo tiene.
―Tiene razón ―dijo regalándome por primera vez algo parecido a un alago el dueño de la casa― Aleksy no sabe gastar bromas.
―Pues para no saber nos está gastando una y de muy mal gusto, por cierto.
Sucedió, como era de esperar que la cena tampoco apareció, así como el desayuno de la mañana siguiente y evidentemente ninguno de las restantes comidas. Y ahí fue donde yo tuve algo a favor que los demás no tenían, podía pasar días sin comer, era una extraña práctica que tienen ciertos escritores compulsivos, cuando se enfrascan en un torbellino literario suelen olvidarse de comer.  Ocupé el tiempo en escribir, fui puliendo frases de mi relato de los humedales, dándole vueltas a ideas que me venían a la cabeza y así se durmieron mis compañeros y yo seguí escribiendo. Debían de ser las tres de la mañana, más o menos cuando en la oscuridad de la bodega escuche un ruido, y no fue la respiración de los durmientes, era un ruido extraño, como el de una uña arañando una pared, un serruchar muy débil, dejé de escribir y presté atención.  En la sala sólo estaba encendida una pequeña lámpara sobre la mesa, la que yo utilizaba para alumbrarme mientras escribía, me levanté muy lentamente y el ruido desapareció, me mantuve en silencio y quieto durante unos minutos y el ruido reapareció, procedía de las camas.
―¡Ahí hay algo! ―grité como un loco.
El revuelto fue notorio, se encendió la luz de pronto y todos me observaron, se miraron los unos  a los otros y yo seguía de pie, frente a la mesa señalando hacia… hacia Mario Rocagrossa.
―¿Qué era ese ruido? ―pregunté.
―¿Qué ruido? ―dijo Claudia.
Me acerqué hacía las camas y miré detenidamente.
―¿No lo escuchabais? Era como… como… ―Me detuve en seco, miré a Rocagrossa y él me miró a mí.
Me humedecí los labios y me acerqué a él.
―¿Tú no has oído nada Mario?
―Oye, ¿por qué no nos dejas dormir en paz?
―¿Qué es eso?, ¿Qué escondes debajo de las sábanas?
En efecto tenía las manos metidas bajo las sábanas y sólo asomaba la cabeza, fue entonces cuando los demás comenzaron a prestarme atención. Mario comenzó a ponerse nervioso, la frente se le perló de sudor. De pronto Paternain se levantó como empujado por un resorte.
―Mario, como eso que escondas sea lo que yo creo que es te daré una paliza de órdago.
―¿Pero qué coño estás diciendo Ricardo? Tú mamarracho, ¿por qué malmetes? ―me dijo.
―Yo no malmeto, sólo quiero saber qué es lo que escondes bajo las sábanas.
El impetuoso Ricardo se lanzó sobre Mario que respondió a la envestida alzando una pierna, Paternain cayó sobre él como un toro de lidia, con la cabeza por delante y ambos rodaron hasta el suelo. Paternain, Rocagrossa y la sábana, todos hechos un ovillo sobre el suelo. El silencio se apoderó de la bodega, bajo las sábanas había, como por algún motivo, quizá todos, quizá sólo yo, esperábamos, chocolatinas y papeles de chocolatinas esparcidos por el colchón.
―¡Será hijo puta! ¿De dónde coño has sacado eso? ―Paternain le propinó un sonoro puñetazo y la trifulca comenzó de nuevo.
Las muchachas se levantaron y se colocaron tras de mí, nunca jamás ninguna mujer había interpretado que colocarse a mis espaldas podía suponer ni siquiera una piza de seguridad, así que me sentí alagado. Mientras, los machos cabríos seguían golpeándose de lo lindo.
―Tu no lo entiendes ―decía Mario―forma parte del experimento.
―Forma parte de mis cojones ―le respondía elocuentemente Partenain.
Y vuelta al ruedo, puñetazos y patadas, zancadillas y agarrones, arañazos y mordiscos. Partenain aprovechó un descuido para sujetar desde la retaguardia a Mario, lo asió por la cintura y lo levantó del suelo, esa misma llave la había visto hacer cientos de veces, era un súplex, toda una infancia viendo Pressing Catch había servido para algo. Había servido para identificar una llave de lucha, en una pelea sin reglas entre un gigoló y un aventurero televisivo en un sótano de una mansión… mi madre estaría orgullosa. Paternain alzó al Mario y dejándose caer de espaldas hizo que su cabeza golpease contra la mesa, sonó como deben sonar estas cosas, jodidas, tan jodidas que no pude hacer otra cosa que intentar vomitar, acción que fue frustrada por no tener nada en el estómago.
Rocagrossa convulsionaba en el suelo, como un conejo herido de muerte. Primero movía los brazos de forma enloquecida, estos dejaron paso a la pelvis y por último un par de movimientos de pierna y…
El luchador Navarro se acercó al catre de Rocagrossa y cogió una chocolatina, le arrancó el envoltorio de un mordisco y comenzó a comer mientras nos miraba. Masticaba lentamente, saboreando el premio y señaló el cuerpo de Mario con la mano extendida sujetando el chocolate y dijo:
―Me lo he cargado.

Continuará… 

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