martes, 12 de noviembre de 2013

LA LLAMO LUNA

―Si yo fuese un sabio te diría que la mayoría de historias de amor no tienen un final feliz…
Sostenía un Parisién humeando entre el dedo índice y anular de la mano derecha y con la misma sujetaba un vaso de Legui a media camino entre la mesa y su boca.
―Pero no lo soy, así que simplemente diré que esa historia de amor, no tuvo un final feliz.

Cuando entré en el local las conversaciones se apagaron, era una época jodida, todo el mundo callaba cuando alguien entraba en un bar. La charla que se estuviese manteniendo era indistinta, uno podía conversar amistosamente sobre el último partido de River y callaba de repente cuando un extraño hacía acto de presencia y no retomaba la conversación hasta que no lograba ubicarlo.
―No era una mina de bandera, quiero decir que no es la típica mujer que hace que los tipos nos volteemos por la calle. Más bien menuda, pecosa, pero que ojos hermano, tenía unos ojos…
En realidad no sabía para que me serviría esa entrevista, no la podría publicar, suponiendo que tuviese los contactos para lograr publicar algo, esa entrevista no sería uno de los textos que me publicasen. Cuando pedí el café en la barra del Scorpio, junto al Cervantes él ya estaba sentado en su mesa y me miraba, no nos conocíamos, pero supongo que por entonces parecía justamente lo que era, un estudiante de periodismo. La gabardina y el pelo empapados por la lluvia, una libreta arrugada y ojos de rata curiosa, creo que los ojos aún los conservo y la libreta, está donde la dejé esa noche al llegar a casa, en el cajón del escritorio.
―Que ojos pibe. Unos ojos grandes y negros, te miraban y si te fijabas bien, podías verte reflejado, como dos enormes espejos negros.
―¿La conoció acá?
Apagó en el cigarrillo en el cenicero metálico de cinzano y me miró.
―Yo no te quiero ofender, el Turco me dijo que sos buen pibe, que tenés madera de periodista. Pero esto no es una entrevista, ¿sabes? Vos venís, te cuento una historia y listo. No tenés que esforzarte con preguntas. La historia es la que es y yo te contaré lo que necesitas saber, lo que realmente sucedió. Una historia de amor con final infeliz.
Era una tarde lluviosa del mes de julio, unos amigos me habían dejado en Santa Fe, así que caminé por la vereda con la libreta protegida bajo la gabardina y bajé por Cerrito hasta llegar a Córdoba. El bar donde habíamos quedado estaba junto al Cervantes, me fumé un cigarrillo en la puerta echando un vistazo en el interior, inspeccionando el terreno, como haría un auténtico periodista, uno que hubiese terminado la carrera.
Asentí con la cabeza, y anoté lo que me dijo en la libreta. Él me miraba fijo, no miraba a la libreta, me miraba a mí. Ojos juntos, pequeños y azules, barba rubia bien recortada, pelo peinado hacía atrás ligeramente más oscuro que la barba gracias a la brillantina. Una camisa blanca con dos botones desabrochados y un pantalón de lana gris. Suspiró.
―Sí, la conocí acá ―hizo un movimiento con la cabeza señalando la barra­― habíamos terminado la función y nos vinimos, como siempre, con los muchachos a tomar un whisky. Ella estaba en la barra, leyendo. Supongo que querrás saber que leía, esas cosas os gustan a los periodistas, leía un libro de Lord Byron, no recuerdo el título.
El camarero sin que nadie le dijese nada se acercó a la mesa y le sirvió otro vaso de caña.
―No te demorés que a las diez viene el tano y tenemos partida, eh!
―Tranquilo Gallego.
―Yo no quería ofenderle, las preguntas son parte…
No sé por qué me disculpé entonces, pero lo hice.
―No tenés que disculparte y menos con un amargo como yo. La que me habló fue ella, no sabía si me había visto en el teatro pero me miró con esos ojazos y yo me hice pura manteca. Charlamos un rato, ella me preguntó si era actor yo le dije que estaba acá en el Cervantes. Pero no me había visto. Me recordaba de otra obra, de Los indios estaban Cabreros, ¿La conoces?
Negué con la cabeza.
―¿Qué te parece? Ahora el que hace preguntas soy yo. Representamos esa obra en un teatro chiquito , el teatro Estrella….
―¿El que quemaron?
―Sí pibe el que quemaron. Ahí me vio. Charlamos sobre lo que sucedió y bueno parece que la mina estaba muy comprometida, que se yo, tampoco lo tratamos mucho, pero me dio esa sensación.
Encendió un cigarrillo y exhaló lentamente, recordando.
―Pasamos la noche juntos, charlamos durante horas, paseamos, comimos una pizza, tomamos cerveza, ella me contaba de su laburo, era correctora, yo le contaba del mío. Hablamos de cine, de teatro, que se yo… franeleamos un rato y nos dimos un par de besos.
Se le humedecieron los ojos, y trago saliva. Justo entonces entró alguien en el local, lo sé, aunque estaba de espaldas a la entrada, por el silencio. Era un tipo gordo, de pelo grasiento y saco arrugado. Él lo miró y sonrió.
―¿Me aguantas un cachito?
―¿Cómo no?
Se levantó y se acercó al gordo.
―¿Qué haces Tano?
―De casa de tu mamá vengo, el otro día me dejé el reloj.
―¡Andá a cagar!
Se acercaron a la barra y charlaron un par de minutos, el tipo volvió a salir por la puerta y él volvió a la mesa.
―Todos los jueves tenemos partida y el tano se adelantó, lo mandé a por empanadas.
Se quedó callado y miró en interior del cenicero, pensativo.
―Se besaron.
―¿Cómo?
―Decía que se besaron.
―Cierto, nos besamos en un zaguán como dos pibes. Escondidos. Toda la noche juntos. Era una sensación extraña, muy extraña. ¿Sabes cuándo se te hace un nudo en el estómago? Supongo que eso es lo que llaman amor. No fue amor a primera vista, o sí que se yo… ahora ya no importa.
Se levantó de golpe, dando un manotazo sobre la mesa.
―Salgamos, quiero pasear antes de la partida, quiero despejarme, la semana pasada ganó el gordo puto y hoy quiero hacerlo pomada.
Salimos a la calle, había oscurecido y ya no llovía, yo hundí el cuello como una tortuga para protegerme del frío y el encendió un cigarrillo, le acompañé.
Caminamos unos segundos en silencio y retomó la historia.
―La cuestión es que andábamos agarrados como dos noviecitos, haciendo chistes y acariciándonos. Fue acá cerca, dos cuadras para allá ―señalo con el cigarrillo en dirección al obelisco― en centro hermano, no se esconden. Ella los vio antes que yo, se puso tensa.
Nos detuvimos en la esquina de Córdoba con Talcahuano y giramos para desandar lo andado. El caminaba lento y yo le seguía el paso. Fumaba sin tocar el cigarrillo, que sostenía entre los labios alargándose la ceniza hasta que caía por una ráfaga de viento o por su propio peso.
―Un falcón negro paró frente a nosotros y se bajaron dos tipos. A uno de ellos no lo recuerdo, pero al otro no lo olvidaré jamás. Era como un mandril, ¿viste como son los mandriles? Una cara larga y angulosa. Daba asco y miedo. Flor de hijo de puta. Nos pidieron la documentación y se la dimos. Nos preguntaron de qué nos conocíamos y no les mentimos.
Se detuvo en la puerta del Cervantes y se colocó frente a mí. Tiró el cigarrillo sobre un charco y supe que veían el final.
―La llamaron puta. Que era una puta dijeron. Si no sabés su nombre es que es una puta. Y no la volví a ver ―Entonces, lo que antes sólo habían sido ojos húmedos se convirtieron en ojos llorosos― Se la llevaron y no la volví a ver. ¿Qué por qué no se me llevaron a mí? No tengo la más puta idea.
Me puso la mano sobre el hombro.
―Vuelvo sólo muchacho, te convido al café.
―Gracias ―eso fue lo único que se me ocurrió decir.
Comencé a alejarme, no sabía si estaba haciendo bien, pero me estaba yendo.
―Yo la llamo Luna.
Me giré rápido. Seguía parado junto a la puerta del teatro.
―¿Cómo?

―No sé su nombre, pero yo la llamo Luna. Esa noche había una enorme luna llena, ¿sabés qué pasó cuando se la llevaron? Justo encima de la luna se piantó un enorme nubarrón. 

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