miércoles, 20 de noviembre de 2013

EL ESTUDIO ROCAGROSSA ( II ): EL ENCIERRO

Había publicado algún relato corto y ganado algún que otro concurso, pero lo que sustentaba mi paupérrima economía era pequeños trabajos freelance como corrector de estilo para pequeñas editoriales. Un trabajo mal pagado y aburrido según el texto que tocase corregir.  En esos días estaba enfrascado en la corrección de un libro titulado: La flora y la fauna en los humedales de la península ibérica. Un tema apasionante para quien pueda interesarle, tedioso para alguien como yo.

Así que pasé esa semana entre humedales ribereños, lacustres, palustres, boscosos y humedales artificiales, lo curioso del tema es que suelo concentrarme tanto en la corrección, releo tantas veces los textos que aunque sea de forma inconsciente asimilo ciertos aspectos y por consiguiente quedan en mí y por consiguiente ―como todo escritor― utilizo mis conocimientos para escribir. Así podemos encontrar entre mis textos relatos que relatan la vida íntima de una montaña, cuento que escribí inmediatamente después de corregir Cordilleras, los gigantes de nuestro planeta; o un relato que trataba sobre la relación entre un jinete y su caballo, texto escrito al terminar la corrección de Terapia ecuestre, lo que te ofrece un caballo. En fin, no hay que ser un erudito para imaginarse sobre que trataría mi próximo relato, quizá de un monstruo de un pantano.
Vertí agua caliente en el recipiente de cartón que contenía los fideos chinos deshidratados (yo prefiero llamarlos fideos disecados) y esperé a que recuperasen su estado normal, suponiendo que el estado natural de un fideo sea ese recipiente con la imagen de una familia asiática sonriente. Sonó el teléfono, era Claudia:
―¿Estás preparado?
―Estaba por comerme unos fideos disecados, ¿por?
―Lo sabía, te has olvidado. ¡Hoy es la cena con Mario Rocagrossa!
Intenté negar la mayor, pero era obvio que había eliminado de mi agenda mental esa cita. Sinceramente lo había olvidado casi conscientemente, cuando llegué a casa después de comer con Claudia, el día en que me propuso ser su acompañante en la cena de Rocagrossa comencé a buscar información sobre el ínclito en cuestión, me desanimé bastante, lo que al principio me pareció una idea curiosa se fue convirtiendo poco a poco en una mala decisión. Vi entrevistas y leí artículos, me pareció un tipo aburridísimo, me refiero a él mismo no ha su vida, sin lugar a dudas y de forma objetiva era mucho más exótico cargarse un Pingus con gaseosa que comerse unos fideos del pleistoceno, pero me pareció un tipo superficial, frívolo y altamente tóxico. Luego se me ocurrió que esa supuesta afición por el psicoanálisis no era tal y lo único que quería era calzarse a Claudia. Así que hice un esfuerzo y lo borré de mi memoria.
Esperé a Claudia en la puerta de mi casa. Vestido con mi único traje, mi única camisa, mi única corbata y mis únicos zapatos, atuendo que se repetía cuando me invitaban a bodas, comuniones o me veía obligado a ir a un entierro o como aquella ocasión una cena elegante. Cuando me metí en el coche me quedé sin respiración, Claudia llevaba un vestido negro con un escote bastante pronunciado y un collar de perlas se apoyaba sinuosamente sobre sus pechos. Mie miró y sonrío, llevaba el pelo recogido con una especie de agujas de madera y se había maquillado levemente, hermosa, aunque lo diga yo y no tenga ninguna credibilidad ya que podría vestirse con una manta eléctrica y para mí sería la mujer más hermosa del mundo.
―¿Estoy guapa?
Creo que respondí afirmativamente, pero no puedo jurarlo, algo salió de mi boca, un monosílabo quizá, pero también pudo ser un estertor o un ahogo, la cuestión es que ella quedó satisfecha con mi respuesta y arrancó.
Salimos del núcleo urbano y llegamos sin demasiadas dificultades a la casa de Rocagrossa, si bien no estaba a la vista, pues se encontraba rodeada de una espesa  arboleda, nuestro anfitrión se había encargado de mandarle las indicaciones a Claudia. De forma patológica a medida que nos acercábamos a la casa mis celos y mi odio hacia Mario Rocagrossa aumentaba. Incluso intenté disuadir a Claudia de acudir a la cena, con un tentador plan de hamburguesas de un euro junto al mar, no le pareció tan buena idea como me lo parecía a mí. Así que cruzamos la verja y llegamos a la entrada de la vivienda, una fuente coronaba una plazoleta y un anciano nos esperaba en la puerta. El hombre vestía traje oscuro y tenía un rictus fijo en su cara, labios prietos y la ceja derecha levantada.
―Buenas noches señores.
―Buenas noches señor Rocagrossa ―dije intentándome hacer el gracioso, pero resultó ser de esos tipos que de pequeño, probablemente cuando lo operaron de fimosis también le habían extirpado el sentido del humor. No rió, simplemente arqueó un poco más la ceja.
―No seas tonto ―dijo Claudia―Somos…
―El señorito y los demás invitados les esperan en la biblioteca, pasen por favor ―dijo haciéndose a un lado y alargando la mano pomposamente.
La casa, como cabía esperar, era una casa tipo inglés, de esas que sólo vemos en las series de la BBC donde uno esperaría ver salir a Sir Arthur McBirdwhistle III encarnado por Anthony Hopkins. Una gran escalera de mármol ascendía frente a nosotros y bajo nuestros pies una alfombra roja que como las ramas de un árbol se ramificaba conduciendo hacía distintas estancias. Seguimos al mayordomo y este abrió una enorme puerta de madera y ahí estaba, el famoso Mario Rocagrossa acompañado de una pareja.
―¡Bienvenidos! ―dijo casi gritando― Muchas gracias Aleksy, podrás servir la cena en media hora.
―Sí señor ―respondió el anciano con una reverencia demasiado teatral.
―Adelante por favor.
Rocagrossa era tal y como salía en las portadas de las revistas, una sonrisa perfecta, evidentemente manufacturada en alguna carísima clínica dental, pelo rizado peinado hacía atrás de un castaño claro y ojos oscuros, como aceitunas negras. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul cobalto. Se acercó y evidentemente se dirigió primero a Claudia.
―No sabe cuánto tiempo he esperado el poder conocerla, soy un gran… ¿ya lo dije verdad? Un gran admirador suyo.
Me miró por primera vez desde que había entrado y supe que no le gusté, esas cosas se saben, la sonrisa, era una sonrisa que no me pertenecía, al estar sonriendo a Claudia se fijó en mí, esa sonrisa, le pertenecía a Claudia y no a mí.
Me presenté y alargué mi mano para estrechar la suya, escupió un saludo más bien despreciativo y nos acompañó hasta el centro de la sala. Una antigua biblioteca con estantes de madera repletos de tomos antiguos encuadernados lujosamente con cuero. Junto a los sofás que había frente a la chimenea que chisporroteaba había, como ya dije, una pareja, no fue hasta que no los vi de cerca que no los reconocí, eran Ricardo Paternain y Michele Christiansen, una famosa pareja que competía por las portadas del papel cuché con nuestro anfitrión.
―Por supuesto que sé quiénes son ―dijo Claudia, evidentemente respondiendo a Mario Rocagrossa.
Ricardo Paternain era al igual que Rocagrossa el hijo de una acaudalada familia, incluso creía recordar que sería heredero de algún título nobiliario cuando su padre Marqués de no sé dónde falleciera. Navarro del mundo así se llamaba su programa de televisión, a diferencia de Rocagrossa, Paternain si trabajaba, tenía un famoso programa de televisión, donde semanalmente visitaba un país exótico y corría ciertas aventuras por selvas y bosques, que algunos rumores de internet consideraban totalmente falsos y burdos montajes, sea como fuera ahí estaba, acompañado de su flamante esposa Michele Christiansen, una famosísima modelo danesa, ésta procedía de una familia humilde, pero parece ser que fue descubierta por un cazatalentos cuando paseaba por una calle de su Copenhague natal, muy típico, pero parece ser que cierto.
La velada transcurrió sin ningún sobresalto, primero tomamos unas copas en la biblioteca, unos whiskies de una barrica antiquísima que el padre de Rocagrossa había traído de Escocia, sospeché que aunque él fuese famoso por maltratar vinos carísimos con gaseosa no estaría bien visto que pidiese una lata de Coca-Cola para mezclar, así que tuve que tomarme ese áspero whisky a palo seco. Terminadas las copas pasamos al salón, otra ostentosa habitación, con enormes lámparas de araña colgadas del techo, sillas de madera tipo Luis XVI (por nombrar a un rey decapitado). Ahí reapareció el anquilosado Aleksy, con su boca chata y su ceja levantada que respondió con otra reverencia al gesto de Rocagrossa que parecía ordenar que ya podía servir la mesa. Si algo tengo que decir a favor de nuestro anfitrión, dicho sea de paso yo ya había decidido que definitivamente lo odiaba pues no le había sacado los ojos de encima al escote de Claudia cosa que a ella no parecía molestarle en absoluto, es que la cena fue realmente extraordinaria, no sólo me había humillado luciendo un traje que hacía parecer al mío un primo lejano, inculto y analfabeto de lo que debería ser un traje, sino que dejaba a la altura del betún mis fideos disecados. El entrante fue un Bavarois de trucha y salmón, el primer palto una crema trufada, el segundo un lenguado fino relleno de marisco y de postre unas bolitas de melón con helado y cava, Así que no había duda, había sido derrotado, por lo menos en cuanto a elegancia y gastronomía.
Una vez más volví en mí y ya no estábamos en el comedor, volvíamos a estar en la biblioteca y pude ver como Paternain saltaba de sofá en sofá escenificando una de sus aventuras, al más puro estilo Errol Flynn. Saltaba, gritaba y blandía una cucharilla de café como si se tratase de un machete. Fue entonces, cuando sin venir a cuento salto sobre mí, como uno de los tigres a los que se había enfrentado en el último capítulo de su programa.
―¿Y tú, a que te dedicas? ―Dijo mientras yo intentaba sacármelo de encima.
―Soy escritor…
Supe que Rocagrossa me iba a interrumpir así que callé, se levantó del sofá nos miró con aire misterioso, dios como lo odiaba en ese momento, me hubiese levantado, si en mi organismo existiera eso que se conoce como valor y gallardía, y le hubiese golpeado con la bandeja de plata donde nos habían servido el café, pero no existen en mí tales atributos quijotescos.
―Señores ―dijo colocándose el nudo de la corbata― la velada está siendo sin duda exquisita, pero les recuerdo que no es sólo el placer de la compañía y de la buena gastronomía lo que les ha traído aquí, sino un estudio del que ando años organizando los preparativos, si son tan amables de seguirme, señorita ―sonrió a Claudia ofreciéndole el brazo.
Seguí al cuarteto con una mezcla de curiosidad y de hastío. Comprenderán que no es agradable ver como la enamorada de uno se balancea del brazo de un gigoló pretencioso famoso por sus orgiásticas fiestas de cocaína y putas de lujo. Llegamos pues a una puerta de madera maciza, un poco más pequeña que las demás, llegamos tras atravesar un largo pasillo con antiquísimas fotografías y cuadros sospecho que de extintos familiares del célebre putero Mario Rocagrossa. Sacó una llave del bolsillo y abrió dicha puerta.
―Pueden pasar.
Y así lo hicimos. Era una especie de bodega, con paredes de piedra, un lugar amplio y bastante diáfano, al fondo de la sala había cinco camas, catres diría yo, en el lado opuesto un retrete, sin puertas ni cortinas, en el centro de la habitación una mesa con cinco sillas.
―Hete aquí mi laboratorio.
Había descubierto a lo largo de la noche que con la persona que mejor me entendía era con la señorita Christiansen, pues ella gracias a su dificultad con nuestro idioma entendía exactamente lo mismo que yo, así que miré a Michele y ella me miró con unos enormes ojos azules que me interrogaban y yo no pude hacer otra cosa que encogerme de hombros.
―Cuéntanos de qué se trata. ―Dijo Claudia, que a estas alturas no me extrañaba en absoluto que le hicieran palmas las orejas con cualquier cosa que dijera Mario Rocagrossa.
―Damas y caballeros, ya saben ustedes, pues lo hemos comentado durante la cena y probablemente lo sabían de antes ―decía mientras se paseaba por la bodega― que soy un aficionado bastante entusiasta del sicoanálisis y que a pesar de mi aspecto frívolo y de aparente incultura he estudiado a fondo diversos aspectos de esta materia. No quiero aburrirles con peroratas, pero les he hecho venir para proponerles un experimento, casi un juego, les reto, les propongo pues que durante una semana permanezcamos encerrados en esta sala.
―Muchas gracias, ¿nos vamos Claudia?
Por extraño que parezca el único que se había escandalizado por tal propuesta era yo, el resto de los presentes me miraba como el que mira a una lagartija en la pared.
―Caballero, para ser usted escritor, tiene muy poco afán investigativo, ¿no cree?
―De lo que no tengo afán es de participar en una de sus orgías y de que por casualidad se le olvide que soy un hombre e intente sodomizarme.
―¿Qué tiene en contra de la sodomía? ―Sonrió.
―¿Claudia? ―Dije.
―Yo me quedo.
―¿Pero nos hemos vuelto todos locos?
La puerta se cerró de golpe y se oyó como alguien le daba varias vueltas a la llave en la cerradura.
―Lo lamento, yo creía que estaban todos dispuestos a jugar… a investigar… Alesky tenía orden de cerrar la puerta las doce en punto y…―miró el reloj de su muñeca― en efecto, puntual como siempre, son exactamente las doce. Alesky no volverá hasta dentro de una semana.
Corrí hacía RocagrosSa, creo que la gallardía que creía inexistente salió de lo más profundo de mis intestinos y me juré que ese puñetazo, el que me disponía a darle sería el rey de los puñetazos.
Continuará…


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