Había publicado algún relato corto y ganado algún que otro
concurso, pero lo que sustentaba mi paupérrima economía era pequeños trabajos freelance como corrector de estilo para
pequeñas editoriales. Un trabajo mal pagado y aburrido según el texto que
tocase corregir. En esos días estaba
enfrascado en la corrección de un libro titulado: La flora y la fauna en los humedales de la península ibérica. Un
tema apasionante para quien pueda interesarle, tedioso para alguien como yo.
Así que pasé esa semana entre humedales ribereños, lacustres,
palustres, boscosos y humedales artificiales, lo curioso del tema es que suelo
concentrarme tanto en la corrección, releo tantas veces los textos que aunque
sea de forma inconsciente asimilo ciertos aspectos y por consiguiente quedan en
mí y por consiguiente ―como todo escritor― utilizo mis conocimientos para
escribir. Así podemos encontrar entre mis textos relatos que relatan la vida
íntima de una montaña, cuento que escribí inmediatamente después de corregir Cordilleras, los gigantes de nuestro planeta;
o un relato que trataba sobre la relación entre un jinete y su caballo, texto
escrito al terminar la corrección de Terapia
ecuestre, lo que te ofrece un caballo. En fin, no hay que ser un erudito
para imaginarse sobre que trataría mi próximo relato, quizá de un monstruo de
un pantano.
Vertí agua caliente en el recipiente de cartón que contenía los
fideos chinos deshidratados (yo prefiero llamarlos fideos disecados) y esperé a
que recuperasen su estado normal, suponiendo que el estado natural de un fideo
sea ese recipiente con la imagen de una familia asiática sonriente. Sonó el
teléfono, era Claudia:
―¿Estás preparado?
―Estaba por comerme unos fideos disecados, ¿por?
―Lo sabía, te has olvidado. ¡Hoy es la cena con Mario Rocagrossa!
Intenté negar la mayor, pero era obvio que había eliminado de mi
agenda mental esa cita. Sinceramente lo había olvidado casi conscientemente,
cuando llegué a casa después de comer con Claudia, el día en que me propuso ser
su acompañante en la cena de Rocagrossa comencé a buscar información sobre el
ínclito en cuestión, me desanimé bastante, lo que al principio me pareció una
idea curiosa se fue convirtiendo poco a poco en una mala decisión. Vi
entrevistas y leí artículos, me pareció un tipo aburridísimo, me refiero a él
mismo no ha su vida, sin lugar a dudas y de forma objetiva era mucho más
exótico cargarse un Pingus con gaseosa que comerse unos fideos del pleistoceno,
pero me pareció un tipo superficial, frívolo y altamente tóxico. Luego se me
ocurrió que esa supuesta afición por el psicoanálisis no era tal y lo único que
quería era calzarse a Claudia. Así que hice un esfuerzo y lo borré de mi memoria.
Esperé a Claudia en la puerta de mi casa. Vestido con mi único
traje, mi única camisa, mi única corbata y mis únicos zapatos, atuendo que se
repetía cuando me invitaban a bodas, comuniones o me veía obligado a ir a un
entierro o como aquella ocasión una cena elegante. Cuando me metí en el coche
me quedé sin respiración, Claudia llevaba un vestido negro con un escote
bastante pronunciado y un collar de perlas se apoyaba sinuosamente sobre sus
pechos. Mie miró y sonrío, llevaba el pelo recogido con una especie de agujas
de madera y se había maquillado levemente, hermosa, aunque lo diga yo y no
tenga ninguna credibilidad ya que podría vestirse con una manta eléctrica y
para mí sería la mujer más hermosa del mundo.
―¿Estoy guapa?
Creo que respondí afirmativamente, pero no puedo jurarlo, algo
salió de mi boca, un monosílabo quizá, pero también pudo ser un estertor o un
ahogo, la cuestión es que ella quedó satisfecha con mi respuesta y arrancó.
Salimos del núcleo urbano y llegamos sin demasiadas dificultades a
la casa de Rocagrossa, si bien no estaba a la vista, pues se encontraba rodeada
de una espesa arboleda, nuestro
anfitrión se había encargado de mandarle las indicaciones a Claudia. De forma
patológica a medida que nos acercábamos a la casa mis celos y mi odio hacia
Mario Rocagrossa aumentaba. Incluso intenté disuadir a Claudia de acudir a la
cena, con un tentador plan de hamburguesas de un euro junto al mar, no le
pareció tan buena idea como me lo parecía a mí. Así que cruzamos la verja y
llegamos a la entrada de la vivienda, una fuente coronaba una plazoleta y un
anciano nos esperaba en la puerta. El hombre vestía traje oscuro y tenía un
rictus fijo en su cara, labios prietos y la ceja derecha levantada.
―Buenas noches señores.
―Buenas noches señor Rocagrossa ―dije intentándome hacer el
gracioso, pero resultó ser de esos tipos que de pequeño, probablemente cuando
lo operaron de fimosis también le habían extirpado el sentido del humor. No
rió, simplemente arqueó un poco más la ceja.
―No seas tonto ―dijo Claudia―Somos…
―El señorito y los demás invitados les esperan en la biblioteca,
pasen por favor ―dijo haciéndose a un lado y alargando la mano pomposamente.
La casa, como cabía esperar, era una casa tipo inglés, de esas que
sólo vemos en las series de la BBC donde uno esperaría ver salir a Sir Arthur
McBirdwhistle III encarnado por Anthony Hopkins. Una
gran escalera de mármol ascendía frente a nosotros y bajo nuestros pies una
alfombra roja que como las ramas de un árbol se ramificaba conduciendo hacía
distintas estancias. Seguimos al mayordomo y este abrió una enorme puerta de
madera y ahí estaba, el famoso Mario Rocagrossa acompañado de una pareja.
―¡Bienvenidos!
―dijo casi gritando― Muchas gracias Aleksy, podrás servir la cena en media
hora.
―Sí señor
―respondió el anciano con una reverencia demasiado teatral.
―Adelante
por favor.
Rocagrossa
era tal y como salía en las portadas de las revistas, una sonrisa perfecta, evidentemente
manufacturada en alguna carísima clínica dental, pelo rizado peinado hacía
atrás de un castaño claro y ojos oscuros, como aceitunas negras. Vestía un
traje gris, camisa blanca y corbata azul cobalto. Se acercó y evidentemente se
dirigió primero a Claudia.
―No sabe cuánto
tiempo he esperado el poder conocerla, soy un gran… ¿ya lo dije verdad? Un gran
admirador suyo.
Me miró
por primera vez desde que había entrado y supe que no le gusté, esas cosas se
saben, la sonrisa, era una sonrisa que no me pertenecía, al estar sonriendo a
Claudia se fijó en mí, esa sonrisa, le pertenecía a Claudia y no a mí.
Me
presenté y alargué mi mano para estrechar la suya, escupió un saludo más bien
despreciativo y nos acompañó hasta el centro de la sala. Una antigua biblioteca
con estantes de madera repletos de tomos antiguos encuadernados lujosamente con
cuero. Junto a los sofás que había frente a la chimenea que chisporroteaba
había, como ya dije, una pareja, no fue hasta que no los vi de cerca que no los
reconocí, eran Ricardo Paternain y Michele Christiansen, una famosa pareja que
competía por las portadas del papel cuché con nuestro anfitrión.
―Por
supuesto que sé quiénes son ―dijo Claudia, evidentemente respondiendo a Mario
Rocagrossa.
Ricardo
Paternain era al igual que Rocagrossa el hijo de una acaudalada familia,
incluso creía recordar que sería heredero de algún título nobiliario cuando su
padre Marqués de no sé dónde falleciera. Navarro
del mundo así se llamaba su programa de televisión, a diferencia de Rocagrossa,
Paternain si trabajaba, tenía un famoso programa de televisión, donde
semanalmente visitaba un país exótico y corría ciertas aventuras por selvas y
bosques, que algunos rumores de internet consideraban totalmente falsos y
burdos montajes, sea como fuera ahí estaba, acompañado de su flamante esposa
Michele Christiansen, una famosísima modelo danesa, ésta procedía de una
familia humilde, pero parece ser que fue descubierta por un cazatalentos cuando
paseaba por una calle de su Copenhague natal, muy típico, pero parece ser que
cierto.
La velada
transcurrió sin ningún sobresalto, primero tomamos unas copas en la biblioteca,
unos whiskies de una barrica antiquísima que el padre de Rocagrossa había traído
de Escocia, sospeché que aunque él fuese famoso por maltratar vinos carísimos
con gaseosa no estaría bien visto que pidiese una lata de Coca-Cola para
mezclar, así que tuve que tomarme ese áspero whisky a palo seco. Terminadas las
copas pasamos al salón, otra ostentosa habitación, con enormes lámparas de
araña colgadas del techo, sillas de madera tipo Luis XVI (por nombrar a un rey decapitado).
Ahí reapareció el anquilosado Aleksy, con su boca chata y su ceja levantada que
respondió con otra reverencia al gesto de Rocagrossa que parecía ordenar que ya
podía servir la mesa. Si algo tengo que decir a favor de nuestro anfitrión,
dicho sea de paso yo ya había decidido que definitivamente lo odiaba pues no le
había sacado los ojos de encima al escote de Claudia cosa que a ella no parecía
molestarle en absoluto, es que la cena fue realmente extraordinaria, no sólo me
había humillado luciendo un traje que hacía parecer al mío un primo lejano,
inculto y analfabeto de lo que debería ser un traje, sino que dejaba a la
altura del betún mis fideos disecados. El entrante fue un Bavarois de trucha y salmón, el primer palto una crema trufada, el
segundo un lenguado fino relleno de marisco y de postre unas bolitas de melón
con helado y cava, Así que no había duda, había sido derrotado, por lo menos en
cuanto a elegancia y gastronomía.
Una vez
más volví en mí y ya no estábamos en el comedor, volvíamos a estar en la
biblioteca y pude ver como Paternain saltaba de sofá en sofá escenificando una
de sus aventuras, al más puro estilo Errol Flynn. Saltaba, gritaba y blandía una
cucharilla de café como si se tratase de un machete. Fue entonces, cuando sin
venir a cuento salto sobre mí, como uno de los tigres a los que se había
enfrentado en el último capítulo de su programa.
―¿Y tú, a
que te dedicas? ―Dijo mientras yo intentaba sacármelo de encima.
―Soy
escritor…
Supe que Rocagrossa me
iba a interrumpir así que callé, se levantó del sofá
nos miró con aire misterioso, dios como lo odiaba en ese momento, me hubiese
levantado, si en mi organismo existiera eso que se conoce como valor y
gallardía, y le hubiese golpeado con la bandeja de plata donde nos habían
servido el café, pero no existen en mí tales atributos quijotescos.
―Señores
―dijo colocándose el nudo de la corbata― la velada está siendo sin duda
exquisita, pero les recuerdo que no es sólo el placer de la compañía y de la
buena gastronomía lo que les ha traído aquí, sino un estudio del que ando años
organizando los preparativos, si son tan amables de seguirme, señorita ―sonrió
a Claudia ofreciéndole el brazo.
Seguí al
cuarteto con una mezcla de curiosidad y de hastío. Comprenderán que no es
agradable ver como la enamorada de uno se balancea del brazo de un gigoló
pretencioso famoso por sus orgiásticas fiestas de cocaína y putas de lujo.
Llegamos pues a una puerta de madera maciza, un poco más pequeña que las demás,
llegamos tras atravesar un largo pasillo con antiquísimas fotografías y cuadros
sospecho que de extintos familiares del célebre putero Mario Rocagrossa. Sacó
una llave del bolsillo y abrió dicha puerta.
―Pueden
pasar.
Y así lo
hicimos. Era una especie de bodega, con paredes de piedra, un lugar amplio y
bastante diáfano, al fondo de la sala había cinco camas, catres diría yo, en el
lado opuesto un retrete, sin puertas ni cortinas, en el centro de la habitación
una mesa con cinco sillas.
―Hete
aquí mi laboratorio.
Había
descubierto a lo largo de la noche que con la persona que mejor me entendía era
con la señorita Christiansen, pues ella gracias a su dificultad con nuestro
idioma entendía exactamente lo mismo que yo, así que miré a Michele y ella me
miró con unos enormes ojos azules que me interrogaban y yo no pude hacer otra
cosa que encogerme de hombros.
―Cuéntanos
de qué se trata. ―Dijo Claudia, que a estas alturas no me extrañaba en absoluto
que le hicieran palmas las orejas con cualquier cosa que dijera Mario
Rocagrossa.
―Damas y
caballeros, ya saben ustedes, pues lo hemos comentado durante la cena y
probablemente lo sabían de antes ―decía mientras se paseaba por la bodega― que
soy un aficionado bastante entusiasta del sicoanálisis y que a pesar de mi
aspecto frívolo y de aparente incultura he estudiado a fondo diversos aspectos
de esta materia. No quiero aburrirles con peroratas, pero les he hecho venir
para proponerles un experimento, casi un juego, les reto, les propongo pues que
durante una semana permanezcamos encerrados en esta sala.
―Muchas
gracias, ¿nos vamos Claudia?
Por
extraño que parezca el único que se había escandalizado por tal propuesta era
yo, el resto de los presentes me miraba como el que mira a una lagartija en la
pared.
―Caballero,
para ser usted escritor, tiene muy poco afán investigativo, ¿no cree?
―De lo que no tengo afán es de
participar en una de sus orgías y de que por casualidad se le olvide que soy un
hombre e intente sodomizarme.
―¿Qué tiene en contra de la sodomía?
―Sonrió.
―¿Claudia? ―Dije.
―Yo me quedo.
―¿Pero nos hemos vuelto todos locos?
La puerta se cerró de golpe y se oyó
como alguien le daba varias vueltas a la llave en la cerradura.
―Lo lamento, yo creía que estaban todos
dispuestos a jugar… a investigar… Alesky tenía orden de cerrar la puerta las
doce en punto y…―miró el reloj de su muñeca― en efecto, puntual como siempre,
son exactamente las doce. Alesky no volverá hasta dentro de una semana.
Corrí hacía RocagrosSa, creo que la
gallardía que creía inexistente salió de lo más profundo de mis intestinos y me
juré que ese puñetazo, el que me disponía a darle sería el rey de los puñetazos.
Continuará…
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