La procesión era macabra, como una desolada sala de museo,
los familiares se paseaban frente a él, con mirada lúgubre, con la sombra que
la pequeña lámpara de la mesilla hacía juguetear por sus caras. Un espectáculo
de sombras chinas, un teatrillo del cual él era el único espectador.
Era demasiado joven para morir, sin embargo, ahí estaba,
muriéndose. Un día, sin más, no pudo levantarse de la cama y sin mediar palabra
se quedó postrado, sudando la espalda contra la sábana. Alguien había decidido que aunque él había
sido un auténtico detractor de la televisión como entretenimiento debían
colocarle un aparato junto a la cama, que permanecería la mayor parte del
tiempo encendido, escupiéndole ese entretenimiento simiesco. El sudor, la
sábana, las sombras contra la pared y las imágenes, distorsionadas por el
cansancio, frente a él.
No le importaba que llorase, hacía tiempo que había
descubierto que llorar era sano, lo que le importaba es que no le hablasen, que
se sentaran a su lado, le agarrasen la mano fría y llorasen en silencio, a lo
sumo intercambiaban alguna palabra con su madre o con su esposa que seguían
como un dogma la lorquiana tristeza española y se habían hundido en un mar de
luto, como hizo Bernarda y como ahora hacían ellas. No le hablaban, tenía que
convencerse día a día que no había muerto, que no era un cadáver al que se
velaba, si hubiesen puesto un par de cirios en la cabeza de la cama y una
corona a sus pies nadie hubiese pensado que el finito no era tan finito, sino
que simplemente languidecía y que indudablemente moriría, pero que aún, muy a
pesar de algunos, seguía vivo.
Tampoco le importó escuchar la risa de su cuñado en la sala.
Sabía que hasta en los funerales había risas, gente que se reencuentra sólo en
esos lugares y no pueden evitar intercambiar anécdotas que nada tienen que ver
con la situación que les ocupa, la gente es así, la gente somos así.
La puerta se abrió, y unos enormes ojos curiosos asomaron. A
penas su cabeza sobresalía por encima del colchón, tenía el pelo rizada sujeto
con una cinta roja del mismo color que el vestido que le llegaba justo por
encima de las rodillas. Se acercó a la cama y puso las manitos sobre su brazo
izquierdo inmóvil. Él logró girar la cabeza y mirarla, no sabía si ella veía
que estaba sonriendo, pero estaba sonriendo, por lo menos lo hacía desde
dentro, el hecho es que ella le devolvió la sonrisa. Miró el televisor y
frunció el ceño:
―¿Por qué tienes la tele encendida? Los dibujos ya han
terminado.
Se acercó al aparato y lo apagó.
―Mi padre dice que estás así por todo el tute que te has
dado. No sé qué quiere decir tute. ¿Te has dado mucho tute?
Él la miró en silencio. Se acercó con sus diminutos pies
hasta la ventana y miró al exterior, corrió la tupida cortina y un chorro de
luz amarillenta entro por el cristal.
―No me dejaban entrar pero me he escapado, están tomando
café. ¿Te gusta el café? A mí me gusta mucho, pero mamá no me deja tomar por
que después no puedo dormir. Y yo lo quiero tomar por la mañana, y por la
mañana falta mucho para dormir.
Intentó encaramarse a la cama por un lado pero no lo logró, dio
la vuelta al lecho y se encaramó por el otro lado ayudándose con la mesilla, se
sentó junto a él, mirándolo fijo.
―Es raro, el abuelito murió de viejo, mamá dice que es ley
de vida y que lo tuyo es antinatural y cuando lo dice, papá repite lo del tute.
¿No puedes hablar? La abuela dice que los ángeles se te han llevado la lengua
par que no les digas lo que estás sufriendo. ¿Los ángeles se llevan las lenguas
de la gente?
―Si puedo hablar.
Ella calló, se lo quedó mirando y sonrió.
―Pues deberías hablar. Papá dice que no está bien
despellejar a los muertos, pero como tú no estás muerto no para de repetir lo
del tute. ¿Te diste mucho tute?
―Algo.
Saltó de la cama y se dirigió a la puerta.
―¿Sabes qué?
―¿Qué?
―No le diré a nadie que me has hablado. La abuela no para
con lo de los ángeles y mamá me ha dicho que no tengo que hacer llorar a la
abuela, que tú ya le has hecho llorar bastante toda la vida.
―Gracias.
―Dicen que los muertos terminan por olvidarse. No sé, tú me
regalaste ese libro de cuentos, ¿Te acuerdas? Y me lo firmaste, ahora ya lo he
podido leer, ya se leer.
―¿Y qué te puse?
―Hagas lo hagas ámalo. ¿Tiene que ver con el tute que habla
mi padre?
―Sí, algo tiene que ver.
―Pues yo no te olvidaré.
Y cerró la puerta y el silencio continúo, pero esta vez
continuó con una sonrisa, y estaba convencido que su labios sonreían, que ya no
sólo sonreía por dentro.
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