Era totalmente anacrónico y casi cinematográfico, pero Mario
tenía un mayordomo. Un polaco alto y tremendamente flaco, de avanzada edad que
deambulaba por la casa, siempre atareado, pero siempre discreto. Aleksy que era
como se llamaba el mayordomo polaco llevaba con la familia desde que Mario era
un niño, se trataba de una familia adinerada, la madre hija de la burguesía
catalana, los Montoliu, tenía un enorme patrimonio y el padre pertenecía a un
linaje de médicos con bastante renombre en la ciudad de Barcelona, dueño de una
clínica privada y cirujano de prestigio.
Ambos habían muerto en un accidente de avión, un viaje a
suiza que se complicó y el avión se estrelló cerca de Grenoble, Mario tenía por
entonces diecinueve año y fue el único heredero de la fortuna familiar. La
relación con sus padre nunca había sido mala, pero tampoco cercana, como
acostumbran las clases pudientes enviaron a su hijo a carísimos internados donde
pasaba la mayor parte del año. Durante las vacaciones si los padres lo veían
conveniente su hijo les acompañaba en sus pomposos viajes a la Costa Azul, a
Nueva York o Londres, pero por lo contrario si los padres creían que se
merecían un descanso de su atareada vida barcelonesa, partían solos y dejaban
al muchacho en compañía de su fiel Aleksy. Así pues, Mario sufrió la desaparición de sus
padres como un hecho penoso pero no trágico, lloró una vez, cuando vio lágrimas
en los ojos de su mayordomo, fiel servidor de la familia.
Pasó el tiempo y Mario abandonó los estudios, conocedor de
su nada despreciable fortuna supo que podía vivir de la renta sin trabajar, pues
la familia entre otras posesiones había acumulado una veintena de edificios en
la ciudad, así como varias casas en la costa brava y lujosos apartamentos en la
costa andaluza, sólo con esas posesiones Mario podía vivir holgadamente de la
renta.
No era extraño ver la cara de Mario en las portadas de las
revistas, se había convertido en un joven excéntrico que organizaba fiestas que
no tardaron en convertirse en uno de los eventos más famosos del país.
Carísimos festejos que organizaba en su casa de Barcelona, un antiguo palacete
con extensos jardines que se convertían en pistas de baile, salones de
banquetes y zonas de recreo donde se paseaban los más ricos y famosos. Cantantes,
actores y artistas de toda índole se afanaban por conseguir las exclusivas
invitaciones que Mario se hacía imprimir en cartulina negra y letras de oro.
Resulta curioso que en el inicio de esta historia yo
estuviese sentado en una sala de espera leyendo una revista del corazón donde
aparecía un extenso reportaje sobre Mario Rocagrossa (que es como él se
apellidaba), una crónica de sus excesos y excentricidades, que al parecer no
eran pocas, contaba el artículo que entre otras extravagancias Mario organizaba
orgias en su mansión, orgías donde no faltaba el alcohol y las drogas y donde
asistían famosas actrices y actores porno, prostitutas y prostitutos de lujo y
que conjuntamente pasaban varios días encerrados en el dormitorio del joven Rocagrossa
haciendo, en fin, lo que se suele hacer en una orgía, cosa que debo imaginarme
pues nunca he participado en ninguna. Otra jerigonza de nuestro joven
millonaria había sido la de pedir en un restaurante una botella del carísimo PIngus
y mezclarla con gaseosa. En fin como decía me encontraba en la sala de espera
leyendo la prensa rosa cuando por fin salió el último paciente de Claudia,
siempre que esperaba a Claudia en su sala de espera y veía salir a un paciente
me preguntaba que le sucedía a ese hombre o a esa mujer, que problemas le
llevarían a solicitar la atención de un psiquiatra, intentaba, supongo que por
deformación profesional, soy escritor, inventarme una historia a raíz de su cara o de su vestimenta, y así
pasaba el rato, siempre que no leía las novedades del mundo del corazón, claro.
―¿Nos vamos?
Salimos del edificio y la Rambla Catalunya estaba llena
hasta los topes, turistas y paseantes se arremolinaban como un enjambre de abejas
por el paseo en dirección quien sabe a dónde.
―¿Te apetece comer un menú o quieres otra cosa? ―me
preguntó.
Estaba guapísima, tan guapa como siempre, pantalones de
vestir, blusa blanca, el pelo recogido en un moño no demasiado prieto y el
bolso colgado del hombro. Era pelirroja, de piel muy blanca, labios de un
intenso rojo natural y ojos claro, color miel. Siempre estuve enamorado de
ella, y creo que ella lo sabía, pero nunca dijo nada y yo tampoco.
―Un menú estará bien.
La camarero levantó los platos del segundo y nos preguntó si
queríamos postres, preferimos café, dos cafés solos.
―Tengo dos cosas que contarte y son dos cosas bastante
curiosas.
―Cotilleos, me encanta, cuenta, cuenta…
Había depositado el terrón de azúcar en la cucharilla y lo
hundía lentamente en el café, hasta eso me parecía sexy.
―El otro día tuve que ir al administrador para hacer papeleo
del despacho, se me vencía el contrato y fui para renovarlo.
―¿Te han subido mucho el alquiler?
―Escucha lo que te digo, no preguntes tonterías, y escucha ―dijo―
¿A que no sabes a quién pertenece el despacho? Bueno no sólo el despacho, sino
todo el edificio.
―Ni idea.
―¡Pues a Mario Rocagrossa, nada más ni nada menos!
―¡No me jodas!
―Sí te jodo ―Ojalá, pensé―me lo soltó el administrador, así
como el que no quiere la cosa, se moría de ganas de decírmelo, se había
enterado hace poco pues parece que no está a su nombre, está a nombre de una
empresa afincada en Gibraltar.
―Anda, además de ser un gigoló es un evasor de impuestos.
―Eso parece, pero hay más.
―¿Más?
Claudia me podía recitar el abecedario o nombrarme a todos
los malditos reyes godos y a mí me parecería interesante. Soy un gilipollas, lo
sé, soy el amigo de Claudia desde hace años y he sufrido tres o cuatro novios y
tres o cuatro rupturas, he consolado a Claudia todas esas veces, soy el
perfecto amigo homosexual, lo único que no soy homosexual.
―Sí, más. He recibido este correo. ―Sacó el móvil del bolso
y leyó― Estimada señorita Vainstein, soy Mario Rocagrossa…
―No puede ser ―interrumpí.
―Espera que sigo, supongo que debido a mi vida tan poco
discreta sabrá de mi existencia. Espero que me crea cuando le digo que soy un
gran admirador de su trabajo y que leo desde hace años sus textos en su blog Psicoanalisis, la ciudad y la mente. Me
encanta. Soy un humilde aficionado a la psiquiatría, pasión heredada de mi
padre, también doctor, como usted, aunque en otra especialidad, él era urólogo,
como ya debe saber, aunque como digo era un apasionado de su campo. Me andaré
sin rodeos, hace años que quiero realizar un estudio, un estudio relacionado
con el psicoanálisis por su puesto, y me haría usted un hombre feliz si
aceptará cenar conmigo, por supuesto no se trata de una cita, en la cena si
usted no tiene inconveniente acudirán algunos colegas y por descontado puede
venir acompañada, en fin, dicho queda, espero su respuesta. Atentamente Mario
Rocagrossa.
―¡Toma ya!
―¿Qué me dices?
―¿Vas a ir?
―Depende de ti.
―¿De mí?
―¿Quieres ser mi acompañante? No todos los días se cena con
un rico y famosos, ¿no te parece?
―Joder, claro que vengo.
―Pues dicho y hecho le contesto que sí y que sea lo que dios
quiera.
Continuará…
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