El señor Galán rondaba los noventa años. Se levantaba muy
temprano, se ponía la dentadura, arrastraba las pantuflas hasta el cuarto de
baño y le sonreía, tímido, al espejo. Se embadurnaba la cara con espuma de
afeitar y rasuraba la dura barba nocturno. Una camisa limpia, blanca
normalmente, corbata con nudo Windsor
y traje gris. Se calzaba la mariconera bajo el brazo y salía en busca de su
desayuno, un café solo y la prensa deportiva.
Todo el mundo sonreía y saludaba al viejo del pelo blanco,
nunca tuvo una palabra desagradable para ninguno de sus vecinos, todo lo
contrario, si podía hacer un favor lo hacía y siempre, siempre, saludaba: “Buenos
días, ¿Cómo le va?”, era un anciano encantador, por eso al vecindario le
sorprendió lo que sucedió ese verano.
No era tarde pero él ya estaba cenado, una rebanada de pan,
queso fresco y jamón, un vaso de agua y los cigarrillos negros que hiciesen
falta hasta la hora de dormir. El timbrazo se mezcló con el ruido de las bombas
del programa de la segunda guerra mundial que estaba viendo, así que hasta la
segunda llamada no se percató. Frunció el ceño uniendo las espesas cejas y
pensó en lo inoportuno y en lo poco habitual que alguien llamase a su puerta y sobre
todo a esas horas.
―Hola papá.
José entró con dos maletas en la mano, sin pedir permiso,
esa siempre sería su casa, pensaba él. Dejó las valijas en la que había sido su
habitación y se sentó en la butaca del señor Galán, miró el jamón y dos bocados
fueron suficientes para terminar con la cena del anciano.
―Me he separado de Maribel. Me vengo a vivir contigo.
Fumó después de que su hijo se fuese a dormir, junto a la
ventana, mirando el suelo empedrado de la calle. No sólo era bueno con los
demás, evidentemente también era bueno con su familia. Su hijo lo estaría
pasando mal, un divorcio, estos jóvenes, no saben cómo mantener un matrimonio.
Nunca había visto máquinas semejantes, cuando él era joven,
antes de hacer el servicio militar, hacía mucho deporte, pero sin máquinas,
trepaba por una cuerda, hacía ejercicios con barras fijas, corría, pero esos
extraños artilugios se semejaban más a máquinas de tortura medievales que a aparatos
de hacer ejercicio.
―He tirado la tele vieja que tenías en esa habitación y he
colocado un par de máquinas, la cinta y las pesas no caben las pondremos en el
comedor.
Él, de pié en un rincón, con la mano en un bolsillo del
pantalón y en la otra sujetando un cigarrillo miraba la escena, su hijo
arrastrando esos armatostes de un lado a otro. Una figurita de porcelana cayó al
suelo, un perro salchicha que le habían regalado en su boda.
―¡Mierda! Papá trae una escoba anda.
Se acercó con la escoba y el recogedor y comenzó a recoger
los trozos de la figurilla destrozada.
―Oye, esto de fumar dentro de casa, muy mal eh, yo no puedo
estar corriendo y tu fumando, me destroza los pulmones.
La nueva orden, que como siempre el señor Galán acató, fue
que a fumar a la terraza. Des de ahí, veía los programas que elegía su hijo, la
noche oscura sobre su terraza, un cigarrillo humeante y un televisor que ya no
reconocía.
José llegó del trabajo ofuscado, su padre salió a recibirlo
con un cigarrillo en la mano, apagado por supuesto.
―¿Qué te pasa hijo?
―¿Yo qué coño te he dicho de fumar en casa?
No es difícil hacer caer a un anciano, fue suficiente con un
empujón contra la pared, el viejo se golpeó la espalda y al caer la cabeza con
el quicio de la puerta. No se hizo demasiado daño, ayudado con los pies y las
manos se arrastró hasta su cuarto donde se apoyado en la cama logró levantarse.
Lloró, el señor Galán no sabía gritar, sabía llorar a solas.
Los vecinos vieron llegar a la policía al mediodía. No
entendieron nada, pero la gente cuchicheaba y los cuchicheos no cuadraban para
nada, “¿El señor Galán? No puede ser”
José estaba asomado a la terraza, sin camiseta, en
calzoncillos, con su pecho depilado, su peinado extraño de pelos puntiagudos y
nuca rapada, brazos y torso húmedos de ejercicio y una sonrisa que les regalaba
a las muchachas que pasaban por la calle.
Aunque solo eran dos pisos, y es habitual leer noticias en
los periódicos de gente que sobrevive a caídas más altas, José se partió el
cuello. Y un pequeño hilo de sangre le salía por la boca. Las barandillas eran
bajas, en realidad no lo eran, simplemente que la gente joven es más alta de lo
que era la gente joven de antaño. Casi no cogió carrerilla, se colocó justo
delante de la cinta de correr y con pasos rápidos se dirigió hacía José.
Cuando la policía entró en casa, el televisor contaba como Hitler
se había suicidado en su búnker y el señor Galán sonreía mientras fumaba un
cigarrillo, sentado en su butaca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario