Un nostálgico sabe que lo será. Como sabe de su condición,
teme el cambio y por consiguiente cualquier futuro cambalache lo turba. Una cierta
parte de nostalgia no es mala, para nada, recordar el pasado es hermoso, los
recuerdos irremediablemente constituyen la personalidad de cada uno y
olvidarlos es terrible. Pero aquel que sólo vive del pasado, aquel está
perdido. La medida es complicada de alcanzar, una justa medida de miradas hacia
atrás y miradas al frente.
Les habla uno que lucha constantemente contra esa pesada
losa de la nostalgia, que de vez en cuando debe pararse en seco y pensar un
poco más profundamente. ¿Cambio sí, cambio no, que bueno puede tener, que
traerá de malo? ¿Mejor nos quedamos como estamos o evolucionamos o cambiamos?
Hablé no hace mucho de los encantes viejos, recordar para
mis lectores de otras ciudades o de otras nacionalidades ―si los hay― que los encantes
son un mercado de viejo que ha sido reubicado en unas nuevas instalaciones, muy
modernas y con algún que otro altercado arquitectónico a sus espaldas. A priori
(y aún no he cambiado de opinión) el cambio no me agrada, ahí está la
nostalgia, me gustan tal y como están, más o menos destartalados, una vieja
gloria con maquillaje barato que se sostiene, más bien que mal. Por supuesto les daré un voto confianza y
esperaré a verlas venir y si la cosa sale mal, siempre me quedará enarbolar la
odiosa frase: ¡Os lo dije! Arma que los nostálgicos utilizan a menudo.
Pero si el mundo hubiese estado gobernado por nostálgicos,
probablemente no veríamos un solo automóvil por nuestras ciudades, seguiríamos
moviéndonos en carruajes y si el crecimiento de la población hubiese sido el
que es, se nos comería la bosta del caballar. Hoy se nos come la polución, una
cosa por otra, qué le vamos a hacer.
Sigamos, si nuestra vida hubiese estado guiada por los
nostálgicos o por los inmovilistas, nuestra medicina no hubiese avanzado y nos
seguirían aplicando sanguijuelas para curar diversas enfermedades. Seguirían
quemando en la hoguera a las mujeres con pecas por brujas, los maestros
seguirían pegando con reglas de madera a los muchachos que no recitasen de
carrerilla los reyes godos y un sinfín de cosas más.
Quiero dejar claro que yo soy un nostálgico moderado y que
creo que lo tradicional debe convivir con la modernidad en un matrimonio basado
en el respeto. Me gusta leer, me encantan los libros, el olor del papel, el
tacto de sus páginas y el color de las mismas. Nunca digas de esta agua no
beberé y este cura no es mi padre, pero estoy casi seguro que jamás tendré un
libro electrónico. Es entonces, cuando me paro, como decía antes, y me pongo a
pensar, ¿Qué es lo que me gusta? ¿Leer o coleccionar libros? Digamos que ambas
cosas, que me encanta leer un libro y ponerlo en la estantería, que gozo de vez
en cuando sacando algún tomo soplarle el polvo y leer algunas líneas. Pero
también pueden existir, que existen, aquellas personas que lo único que les
gusta es leer, leer sin más, no son fetichistas, no quieren almacenar libros y
más libros en sus casas, y para ellos se han inventado estos dispositivos de
lectura electrónica. Pero por ahora, no son para mí.
Divago y me voy al carajillo, lo que quiero decir, es que si
bien lo tradicional es bueno porque ha funcionado durante años lo novedoso
también puede funcionar. Además es evidente que lo que hoy es tradicional en su
día fue novedoso y estoy convencido que entonces también hubo nostálgicos que
lo repudiaron. Los libros sin ir más lejos, destruyeron la tradición oral, la
aniquilaron. Acabaron con una larga tradición de relatos orales, de cuenta
cuentos, de juglares y poetas callejeros.
Mantengámonos pues en
el delgado filo de la navaja, haciendo equilibrios entre el futuro y el
pasado.
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