Los que entienden de estas cosas, dicen que al ver jugar a
Maradona, Pelé o Messi un no tiene otro remedio que aceptar que esos seres
habían nacido justamente para eso. Era inevitable que tarde o temprano
descubrieran que la única forma de ser felices o la única manera de comunicarse
era con un balón en los pies. Otros aseguran que a diferencia de los niños
normales que vienen con un pan bajo el brazo, ellos llegaron al mundo con un
balón.
Evidentemente no sólo sucede con el fútbol, sucede en todos los ámbitos,
escritores, pintores, cocineros, ebanistas, si son realmente talentosos y uno
disfruta al verlos trabajar o al ver el resultado de su trabajo puede decidir
que esas personas han nacido exactamente para lo que están haciendo.
Eso fue lo que sentí cuando subí al taxi, me esperaba una
sonrisa, una amplia sonrisa blanca en una cara color aceituna, se pasó la mano
por el pelo y siguió sonriendo. No sé cuál debe ser el siguiente color al
negro, que hay más oscuro que el negro pero su pelo era de ese color, la noche
más oscura en la cueva más oscura de la montaña más oscura. Asintió cortésmente
cuando le dije la dirección de destino y arrancó el vehículo.
Cambiaba de carril incesantemente, frenar y acelerar era una
misma acción, de vez en cuando el intermitente brillaba por su ausencia, pero
sin tentar a la suerte o ser temerario, apuraba los semáforos; no usaba el
retrovisor en su lugar sacaba la cabeza por la ventanilla, sonriendo siempre.
Con una extraña elegancia inglesa, nadie parecía inmutarse o molestarse ante la
conducción que podría asemejarse al corretear de una gacela.
De vez en cuando, echaba una ojeada por el retrovisor y miraba
si yo seguía ahí. En los pasos cebra sin semáforo aminoraba sin frenar del todo
y dejaba que los peatones pasasen, siempre sonriendo, insisto. Le indiqué el
camino con dos grandes líneas rectas en un mapa verbal que previamente había
dibujado en mi mente, asumiendo que sabía dónde iba, prefirió callejear, calle
arriba calle abajo y en diagonal cruzó la ciudad.
Sacó la mano por la ventanilla y sonriendo hizo un gesto a
un conductor que intentaba salir de su aparcamiento, mientras seguía moviendo
la mano como un saludo monótono de un monarca, me miró por el retrovisor y dijo:
―¿No gusta cómo le conduzco?
―¿De dónde eres?
Mi madre me decía que no se respondía a una pregunta con
otra, pero hay veces que con la emoción pierdo las formas.
―Bombay ―dijo orgulloso.
―Esto debe ser gloria vendita para ti, ¿no?
Arrancó de nuevo, cuando el conductor se había reincorporado
al tráfico y se colocó en su carril para avanzar sin problemas.
―En Bombay el único híbrido que hay es el ciclista ―ríe―
¡mitad hombre, mitad máquina!
Frenó suavemente, donde yo hubiese gritado e insultado, una
motocicleta apareció de la nada y él cabeceó como comprendiendo la travesura de
un niño.
―¿Todo bien? ―Preguntó.
Ahora era yo el que sonreía: “Maradona, Messi, Pelé, y tú”.
Supongo que comprendió pues se derritió en el asiento.
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