La enfermera, o secretaria, más bien secretaria, pues no va
ataviada con uniforme blanco, me hace pasar a una sala de espera. Revistas
médicas, un cuadro abstracto ―pero muy abstracto― cuelga de la pared beige y
una señora dormita en una esquina. Un año más, otra vez entro aparentemente
sano y saldré con algún achaque.
―¿Ha traído usted la muestra de orina? ―pregunta la
administrativa asomando la cabeza.
Niego con la cabeza y me entrega una bolsa de plástico
precintada con un vaso y una probeta. La lejía me hace pestañear varias veces,
pero por fin me encuentro en el cuarto de baño con los pantalones por las
rodillas y con el vaso en una mano y la probeta en la otra. Una simple acción
de evacuación y trasvase que se me antoja complicada. Sujeto la probeta entre
los dientes, demás está decir que aunque el receptáculo se mantenga virgen me
da un poco de grima. Comienzo a orinar en el vaso y corto de pronto el chorro,
ya está lleno, es un vasito de los que perfectamente podrían usarse para servir
cafés en las máquinas expendedoras, demasiado pequeño para el orín de un tipo
de cien quilos. Cortado el chorro, un tiene la necesidad imperiosa de
continuar, las compuertas no pueden aguantar mucho. Con cuidado, deposito la
suerte de cáliz hediondo sobre la cisterna y termino la micción.
De nuevo con los pantalones en su lugar, miro el vaso lleno
y me sacó la probeta de la boca. No tiene ninguna lógica. ¿Dónde están esos
vasos de plástico dura con tapa roja? Esos recipientes útiles para tascas como
la que me ocupaba. Abrir, mear y cerrar. ¿También tendrá que realizar la misma
operación un hombre de 102 años que vaya a hacerse la revisión? Despejo
impedimentos de mi mente y me dispongo a comenzar con el transvase. Es el
miedo, da igual que sea tu orina, que sea el fruto de tus cervezas, no quieres
que te toque. Poco a poco, presiono el vaso para formar una especie de pitorro
que quepa dentro de la probeta, inútil pero es lo más eficiente que se me
ocurre. Lo alógenos que me alumbran a la vez me hacen sudar, chorrea me frente
y entre la lejía y el sudor no paro de pestañear, lo logré. He llenado el tubo
y mis manos están intactas. Me las lavo de todas formas, evidentemente.
Salgo del cuarto de baño y un señor diminuto me espera en la
puerta. Es el doctor.
―Pensábamos que le pasaba algo.
Y algo me pasaba que me estaba acordando de la madre del que
inventó este estúpido sistema. No lo digo, vaya a ser que sea familiar del
doctor y la liemos.
Me hace sacar la camisa y tumbarme en la camilla. Me golpea
el estómago con dos dedos: “¿Duele?”. No, no duele. “¿Duele?”, No, ahí tampoco
duele, pero no siga bajando, pienso. Me siento en la camilla, marcando barriga
y me dice:
―Todo parece estar bien. ¿Fumas mucho?
―No sé qué es mucho para usted, pero sí, fumo bastante.
―Hay que dejarlo.
Años de carrera, ojo. Pero bueno, coge el otoscopio y se
acerca a mi oreja. Pienso, ¿Te las has lavado esta mañana? Sí, todo en orden,
no hay cerumen. Bien limpito he ido a la consulta, duchado, desodorante,
calzoncillos limpios y en ayunas. Me introduce el instrumento en el oído y
mira, mira y calla, calla y mira, y cuchichea. “¿Cómo?” digo.
―Interesante.
Mal. Cuando un médico dice interesante, mal. Si es
interesante no es normal, pues cosas normales las ven a diario y una cosa
interesante es jodido, seguro. Me acerca un papel, me dibuja un tímpano: “Esto
es un tímpano normal”, dibuja otro, distinto, pero igual de extraño y feo para
el ojo inexperto o para el oído inexperto, ¡qué sé yo! “Y este es el suyo, no
tiene la estructura normal de un tímpano”
Lo miro, es la mirada que le hace un paciente a un médico.
El mismo que le hace un cliente a un mecánico, ¿Cuándo me va a costar? “No se
preocupe, no es normal pero no es malo”
Otra vez la frasecita que le dijo la comadrona a mi madre. Y
uno sale de la consulta jodido oiga (oiga o escuche), se enciende un cigarrillo
y escucha el clic del mechero, y tose y se escucha toser.
―Pues yo me oigo a la perfección.
Nada raro, lo de siempre, raro pero no malo.
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