Sufro como todos
los humanos, sufro desesperadamente una dictadura que se alarga demasiado.
Soporto una losa que cada día pesa más. Uno entiende que los mosquitos se
reproduzcan con la humedad, con el agua estancada, que las cucarachas lo hagan
entre la inmundicia y que las ratas campen a sus anchas por nuestras
alcantarillas, ¿pero de donde carajo salen y como se reproducen con tanta
facilidad estos seres?
Hablo señores de los inútiles. El inútil es una extraña plaga,
que asola nuestras oficinas y nuestros comercios, un ser infecto que como los
piojos o la carcoma se nutre de los demás. Y aún más curioso, calan tanto en
nuestros huesos, que cuando nos encontramos con un tendero amable, con un
administrativo eficiente nos sorprendemos, cuando lo que debería sorprendernos
es que se mantenga en nómina al inepto que se pasa media hora en el cuarto de
baño, otra hora tomando café y cuando le pasan un correo se alborota pues a él
nadie le ha dicho que ese era su trabajo.
A veces el trabajo de campo, sale solo, la investigación te
da de bruces en las narices y no es preciso que busques información
desesperadamente. Es una oficina pequeña, situada, dentro de un centro
comercial moderno, con wi-fi y con cafeterías que sirven el café en grandes
tazas de cartón. Pero dentro, de la oficina, el tiempo no es que se haya detenido
es que no para de retroceder. Me adentro pues en la máquina del tiempo y hago
la cola, pido la vez, y hago la cola, tan nuestra como los toros o los
políticos corruptos, typical. Poco a
poco, la cola avanza, llego al mostrador y sonrío a la mujer que se parapeta
tras una mesa de madera que estaría carcomida si no fuese conglomerado barato,
mira la pantalla del ordenador, una pantalla que se fabricó no antes que se inventase
el wi-fi si no mucho antes de que se creará internet.
Primero: Entro en la oficina. Segundo: Saludo,
no hay respuesta. Tercero: Dejo los bultos en el mostrador. Cuarto: “¿No tiene
caja?”, “No”, “Le vendo un par”, “Hágame el favor”. Quinto: “¿Buenos Aires,
Argentina?” Asiento, pero pienso en si hay un Buenos Aires cerca de Pozuelo de
Alarcón, no. Sexto: Pesa, mucho, pesa poco, no lo sabe, mira los baremos,
pregunta a un compañera, la mira con ojos vidriosos, no sabe, me mira, no sé,
intenta, erra, el ordenador se ríe de ella. Séptimo: Lo consigue, a no, es un
error. Octavo: “¿Cuánto quiere que tarde?”. “¿Estará esta semana?”, “No,
Argentina, es otro país”, “Gracias”, debo comentárselo a mi padre, desconoce
que es un inmigrante. Noveno: “¿Lo ha logrado?”, “No, me da error”… “Ah no, si,
no, si no, si”, “¿Sí?”, Sí. Décimo: “Son
cincuenta euros”, “Olé”, “Gracias”, “¿Cuánto tarda?”, “No sé, un mes digo yo”.
Salgo de la
oficina agotado, parece que una piara de jabalíes rabiosos me ha pasado por
encima, miro a mi alrededor, ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido, lo que ha sucedido
querido amigo ―me digo― te has topado con un inútil.
Me encantaría, se
lo prometo, poder dar una solución, no conozco aún un método fiable para
evitarlos, son demasiados, no sé si ya han ganado la batalla, pero que nos han
hecho mella de eso si que estoy seguro. Miren a su alrededor, están por todas
partes, en nuestras casas, en nuestros trabajos, en las tiendas, en las
oficinas, en nuestro gobierno, eclipsan, son tantos que tapan el sol, no dejan
ver a los buenos trabajadores, a los honrados currelas, a los que sacan el
trabajo, a los que se ganan el salario seriamente, sin perder el tiempo, sin
intentar medrar por méritos de un tercero.
Sólo puedo darles
un consejo, paciencia, santa paciencia, intenten evitarlos, no se enfrenten a
ellos, cualquier palabra es inútil (como ellos) no entienden, te desquician con
su mirada perdida, con la boca medio abierta, giran la cabeza como perros
falderos, pestañean lentamente y se van con su vasito de plástico con café de
maquina hacía otro sitio, molestas, hablas y molestas.
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