martes, 17 de septiembre de 2013

SI KANT LEVANTARA LA CABEZA

Dijo una vez un agente de la CIA del cual no recuerdo el nombre que la mafia rusa era totalmente distinta a las demás. Dijo: “Mientras los mafiosos italianos se entretienen jugando al fútbol o viendo partidos de béisbol ellos, los rusos, juegan al ajedrez”.

Imagínense la situación, una pequeña tienda de comestibles, es domingo, la temperatura agradable, sólo diez grados, Iván i Vasili compran cerveza y charlan animadamente. Se compran dos Baltika y se las beben a tragos por la vereda. No tienen nada que ver con la mafia, pero para el ojo inexperto podrían pertenecer perfectamente a una banda organizada, las apariencias engañan, altos, rubios, musculados, un par de tatuajes en los antebrazos, ropa de deporte llamativa y una que otra cicatriz en el rostro o en la cabeza rapada.
Caminan por las calles de Moscú, de vez en cuando paran y sorben de la lata se miran se empujan y ríen, nada anormal en un par de jóvenes. Los testigos dicen que fue Iván el que se puso nervioso al principio, que él fue quien tiró la lata contra la pared y la hizo estallar. Cuentan que Vasili tampoco era un niño de teta y que comenzó a gritar a su compañero, hinchándosele la vena de la sien.
Los jóvenes suelen ser irascibles y temperamentales. No tiene nada que ver ­―o no debería― una discusión entre dos hombres de setenta años con la de un par de chavales. Chillones, gallitos, se les infla el pecho y se les eriza el pelo de la espalda. Habrán visto la misma escena en cientos de ocasiones, los dos jóvenes se acercan el uno al otro y juntas las cabezas, empujándose como una lucha entre machos cabríos, a cabezazos, se empujan uno retrocede y el otro embiste y esto puede durar varios minutos, mientras se regalan los más dulces improperios.
Los testigos también cuentan lo que oían, entre las menciones a sus respectivas madres y el recuerdo de algún que otro familiar muerto se escuchaban frases como: “¿Qué la metafísica qué?”, “¡Aprende un poquito de Hume paleto!”, “¡Repite si tienes huevos lo que has dicho del racionalismo y el empirismo, venga!”.
Lejos, muy lejos, en un lugar imaginario que invento a medida que escribo, un hombre de nariz afilada, cejas finas y labios apretados mira con un catalejo la situación, mira a su alrededor, se rasca la mejilla intentando encontrar una explicación a la escenario que observa, allá en la tierra, allá en Europa, allá en Moscú…
No tuvo otro remedio que cerrar los ojos y decepcionarse. Vasili desenfundó una Makarov, y descerrajó cuatro tiros contra el pecho de Iván. Cuatro tiros que además de arrancarle la vida de un soplido lo hicieron retroceder golpear la pared aún manchada de cerveza y caer al suelo, en una ridícula postura.
―¿Qué opinas ahora acerca de las condiciones epistémicas del conocer humano, eh? Cabronazo.
Con los siglos, Kant, ahí en su mundo inventado por los seres humanos, ha ido conociendo a otros filósofos, a diversos próceres de distinta nacionalidad y de distinta índole. Le contaban que las necesidades de la humanidad han ido cambiando, que el carácter si bien es siempre el mismo, ha modificado sus anhelos y sus inquietudes. Le habían contado que ahora también se mataban por el deporte. Que una discusión por un partido de un juego llamada fútbol o balompié podía llegar a las manos y que más de uno había sido acuchillado, en realidad más de uno y más de dos.
Ahora Kant, volvía a mirar por el telescopio y veía a Iván con la camiseta agujereada empapada en sangre y a su compañero apuntándolo con el arma.
―No han entendido nada­― Decía.
Otro tiró, la bala se alojó en el cráneo inerte del ya muerto y una patada le golpeo el costado. Saña. Vasili, se arrodilló cerca del cadáver y se encendió un cigarrillo.
―Si Kant levantara la cabeza… ―dijo el muchacho.

―Kant lo que quiere es agacharla y no levantarla… ―dijo mientras guardaba el catalejo en su funda de madera.

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