Dijo una vez un agente de la CIA del cual no recuerdo el
nombre que la mafia rusa era totalmente distinta a las demás. Dijo: “Mientras
los mafiosos italianos se entretienen jugando al fútbol o viendo partidos de béisbol
ellos, los rusos, juegan al ajedrez”.
Imagínense la situación, una pequeña tienda de comestibles,
es domingo, la temperatura agradable, sólo diez grados, Iván i Vasili compran
cerveza y charlan animadamente. Se compran dos Baltika y se las beben a tragos por la vereda. No tienen nada que
ver con la mafia, pero para el ojo inexperto podrían pertenecer perfectamente a
una banda organizada, las apariencias engañan, altos, rubios, musculados, un
par de tatuajes en los antebrazos, ropa de deporte llamativa y una que otra
cicatriz en el rostro o en la cabeza rapada.
Caminan por las calles de Moscú, de vez en cuando paran y
sorben de la lata se miran se empujan y ríen, nada anormal en un par de
jóvenes. Los testigos dicen que fue Iván el que se puso nervioso al principio,
que él fue quien tiró la lata contra la pared y la hizo estallar. Cuentan que
Vasili tampoco era un niño de teta y que comenzó a gritar a su compañero, hinchándosele
la vena de la sien.
Los jóvenes suelen ser irascibles y temperamentales. No
tiene nada que ver ―o no debería― una discusión entre dos hombres de setenta
años con la de un par de chavales. Chillones, gallitos, se les infla el pecho y
se les eriza el pelo de la espalda. Habrán visto la misma escena en cientos de
ocasiones, los dos jóvenes se acercan el uno al otro y juntas las cabezas,
empujándose como una lucha entre machos cabríos, a cabezazos, se empujan uno
retrocede y el otro embiste y esto puede durar varios minutos, mientras se
regalan los más dulces improperios.
Los testigos también cuentan lo que oían, entre las
menciones a sus respectivas madres y el recuerdo de algún que otro familiar
muerto se escuchaban frases como: “¿Qué la metafísica qué?”, “¡Aprende un
poquito de Hume paleto!”, “¡Repite si tienes huevos lo que has dicho del
racionalismo y el empirismo, venga!”.
Lejos, muy lejos, en un lugar imaginario que invento a
medida que escribo, un hombre de nariz afilada, cejas finas y labios apretados
mira con un catalejo la situación, mira a su alrededor, se rasca la mejilla
intentando encontrar una explicación a la escenario que observa, allá en la
tierra, allá en Europa, allá en Moscú…
No tuvo otro remedio que cerrar los ojos y decepcionarse.
Vasili desenfundó una Makarov, y
descerrajó cuatro tiros contra el pecho de Iván. Cuatro tiros que además de
arrancarle la vida de un soplido lo hicieron retroceder golpear la pared aún
manchada de cerveza y caer al suelo, en una ridícula postura.
―¿Qué opinas ahora acerca de las condiciones epistémicas del
conocer humano, eh? Cabronazo.
Con los siglos, Kant, ahí en su mundo inventado por los
seres humanos, ha ido conociendo a otros filósofos, a diversos próceres de
distinta nacionalidad y de distinta índole. Le contaban que las necesidades de
la humanidad han ido cambiando, que el carácter si bien es siempre el mismo, ha
modificado sus anhelos y sus inquietudes. Le habían contado que ahora también se
mataban por el deporte. Que una discusión por un partido de un juego llamada
fútbol o balompié podía llegar a las manos y que más de uno había sido
acuchillado, en realidad más de uno y más de dos.
Ahora Kant, volvía a mirar por el telescopio y veía a Iván
con la camiseta agujereada empapada en sangre y a su compañero apuntándolo con
el arma.
―No han entendido nada― Decía.
Otro tiró, la bala se alojó en el cráneo inerte del ya
muerto y una patada le golpeo el costado. Saña. Vasili, se arrodilló cerca del
cadáver y se encendió un cigarrillo.
―Si Kant levantara la cabeza… ―dijo el muchacho.
―Kant lo que quiere es agacharla y no levantarla… ―dijo
mientras guardaba el catalejo en su funda de madera.
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