miércoles, 26 de junio de 2013

CENTENARIO, MÉJICO

Tras cuarenta años en Méjico había perdido el acento español, en lugar de tío decía güey, en lugar de no jodas decía no mames y en vez de Kalashnikov decía cuerno de chivo y por extraño que parezca este elemento puede ser introducido en casi cualquier conversación.


Rondaba los sesenta y por sus maneras era evidente que los restaurantes que tuvo en Méjico habían sido elegantes. Sabía por que lado ofrecer la comida, como tenía que servir la bebida, que clase de vino o cerveza casaban con las raciones pedidas. Pero sin embargo de vez en cuando tenía las formas del dueño de una sórdida cantina de Sinaloa. Panzudo, bien afeitado, con los pantalones ceñidos por un cinturón de gran hebilla, camisa medio abierta dejando ver una frondosa mata de pelo y un eterno vaso de tequila, un caballito decía él.

He conocido a algunos mejicanos pero ninguno tan mejicano como ese español. Es cierto que los que conocí eran jóvenes y él aún no ser oriundo de Méjico había vivido más años que los que si lo eran y yo conocí.
Su historia era sórdida. Una historia de violencia. No sé si han conocido a alguien de esta clase pero se le nota en prácticamente todos sus movimientos. Alguien que no está tranquilo, que nunca logra descansar, ojos pequeños de rata astuta tras unas gafas de cristal grueso, unas manos anchas que sujetaban seguro el caballito de tequila. Sin perder de vista la puerta de entrada, uno diría que había conseguido traerse de su Méjico querido un cuerno de chivo y lo guardaba bajo el mostrador.

Cuando secuestraron a su hija, vendió todos sus restaurantes, su casa y pagó el rescate, cuando fue liberada con el dinero que sobró agarraron un avión y abandonaron el país. Ojos astutos y tristes, los ojos de un doble exiliado, primero se tuvo que ir de España y cuando ya no era casi español y casi mejicano, tuvo que volverse para ser casi mejicano y casi español.
Sin embargo, cuando hablaba de Méjico se le llenaban los ojos de lágrimas, el tequila como cualquier otro licor, tiene la estimable cualidad de hacer florecer los sentimientos e imagino que tras el sexto caballito sus sentimientos eran un tiovivo.

Estábamos Gal·la, una pareja amiga y yo. Y no podía dejar de mirarlo, estaba terminándome una Pacífico helada y él automáticamente me trajo otra. Sonaba la canción El jefe de la Sierra de Los Tucanes de Tijuana y yo movía un pie al ritmo.
—¿Te gusta la música?
Asentí con la cabeza y sonriendo.
—¿Y conoces a Paquita la del Barrio?
La conocía, pero ustedes también hubiesen mentido. Los ojos embasados al vacío, hundidos en tequila y añoranza me miraban, esperando hacerme descubrir Méjico, su Méjico, ese país que una vez lo acogió y al rato lo terminó echando. Donde se reunía con los muchachos, tras bajar la persiana de uno de sus restaurantes, habrían unas Negras Modelo y ponían una ristra de caballitos sobre la barra.
—No la conozco.
Sonrió como un niño corrió al aparato de música. Comenzó a sonar la honda voz de Paquita y entonces lo vi, lo vi clarito. Su mujer pasó junto a él y su hija asomó con una bandeja llena de comida. Las miró y supongo que para evitar una lágrima que estaba prácticamente asegurada apuró su tequila y cerró los ojos. Comprendí, o quise comprender, que a pesar de estar tan lejos del país que lo acogió era feliz por tener a sus viejas junto a él.

—Vuelvan cuando quieran, Méjico está aquí.

Cuanta razón tenía, él era Méjico, Méjico estaba dentro de él, a las duras y a las maduras, siempre, donde él estuviese habría un trozo de su Méjico lindo. 

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