Tras cuarenta años en Méjico había
perdido el acento español, en lugar de tío decía güey, en lugar de no jodas decía
no mames y en vez de Kalashnikov decía cuerno de chivo y por extraño que
parezca este elemento puede ser introducido en casi cualquier conversación.
Rondaba los sesenta y por sus maneras
era evidente que los restaurantes que tuvo en Méjico habían sido elegantes. Sabía
por que lado ofrecer la comida, como tenía que servir la bebida, que clase de
vino o cerveza casaban con las raciones pedidas. Pero sin embargo de vez en
cuando tenía las formas del dueño de una sórdida cantina de Sinaloa. Panzudo,
bien afeitado, con los pantalones ceñidos por un cinturón de gran hebilla,
camisa medio abierta dejando ver una frondosa mata de pelo y un eterno vaso de
tequila, un caballito decía él.
He conocido a algunos mejicanos pero
ninguno tan mejicano como ese español. Es cierto que los que conocí eran jóvenes
y él aún no ser oriundo de Méjico había vivido más años que los que si lo eran
y yo conocí.
Su historia era sórdida. Una historia
de violencia. No sé si han conocido a alguien de esta clase pero se le nota en prácticamente
todos sus movimientos. Alguien que no está tranquilo, que nunca logra
descansar, ojos pequeños de rata astuta tras unas gafas de cristal grueso, unas
manos anchas que sujetaban seguro el caballito de tequila. Sin perder de vista
la puerta de entrada, uno diría que había conseguido traerse de su Méjico querido
un cuerno de chivo y lo guardaba bajo el mostrador.
Cuando secuestraron a su hija, vendió
todos sus restaurantes, su casa y pagó el rescate, cuando fue liberada con el
dinero que sobró agarraron un avión y abandonaron el país. Ojos astutos y
tristes, los ojos de un doble exiliado, primero se tuvo que ir de España y
cuando ya no era casi español y casi mejicano, tuvo que volverse para ser casi
mejicano y casi español.
Sin embargo, cuando hablaba de Méjico
se le llenaban los ojos de lágrimas, el tequila como cualquier otro licor,
tiene la estimable cualidad de hacer florecer los sentimientos e imagino que
tras el sexto caballito sus sentimientos eran un tiovivo.
Estábamos Gal·la, una pareja amiga y
yo. Y no podía dejar de mirarlo, estaba terminándome una Pacífico helada y él automáticamente
me trajo otra. Sonaba la canción El jefe
de la Sierra de Los Tucanes de Tijuana y yo movía un pie al ritmo.
—¿Te gusta la música?
Asentí con la cabeza y sonriendo.
—¿Y conoces a Paquita la del Barrio?
La conocía, pero ustedes también
hubiesen mentido. Los ojos embasados al vacío, hundidos en tequila y añoranza
me miraban, esperando hacerme descubrir Méjico, su Méjico, ese país que una vez
lo acogió y al rato lo terminó echando. Donde se reunía con los muchachos, tras
bajar la persiana de uno de sus restaurantes, habrían unas Negras Modelo y ponían
una ristra de caballitos sobre la barra.
—No la conozco.
Sonrió como un niño corrió al aparato
de música. Comenzó a sonar la honda voz de Paquita y entonces lo vi, lo vi
clarito. Su mujer pasó junto a él y su hija asomó con una bandeja llena de
comida. Las miró y supongo que para evitar una lágrima que estaba prácticamente
asegurada apuró su tequila y cerró los ojos. Comprendí, o quise comprender, que
a pesar de estar tan lejos del país que lo acogió era feliz por tener a sus
viejas junto a él.
—Vuelvan cuando quieran, Méjico está
aquí.
Cuanta razón tenía, él era Méjico, Méjico
estaba dentro de él, a las duras y a las maduras, siempre, donde él estuviese
habría un trozo de su Méjico lindo.
Andale!! muy bueno!! Ya empeze a leerte Pendejito! ;)
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