Cruzó el camino de
guijarros, primero indeciso, después con paso firme y luego corriendo hacía la
puerta que se abrió con un simple empujón. Dentro, el más absoluto y
descorazonador silencio. Corrió saltándose el protocolo y entro a lo loco en el
despacho principal, nada, ni papeles, ni documentos y por supuesto ni rastro
del embajador.
Corrió luego a los despachos de los funcionarios, vacíos. Dejó
de buscar, cesó su empeño cuando lo comprendió todo. Lo habían abandonado. Dejado
a su suerte en un país que no era el suyo y en una casa que no era la suya.
Abandonado por las únicas personas… de pronto pensó, abrió los ojos, ¡su
pasaporte! Como todos los de la casa, cerrados por seguridad en la caja fuerte
del despacho del embajador. ¡Vacía! También se habían llevado su pasaporte
arrebatándole la única posibilidad de salir del país, de nuevo un país en
guerra. Se sentó frente a la caja vacía, mirándola fijo.
Cuando por fin volvió
en si, seguía sentado en el despacho, con los ojos abiertos mirando la caja.
Metió la mano en la bolsa donde traía la compra y sacó el cartón de
cigarrillos. El embajador había determinado que el único que podía fumar en su
despacho era él, así que Modesto metiéndose un cigarrillo en la boca lo prendió
y exhalando una enorme bocanada de humo dijo:
—El
rey ha muerto, larga vida al rey.
La noche no tardó en
llegar y Modesto se paseaba por los pasillos con un cigarrillo en la mano
tocado un pijama de seda y una bata de lana que había encontrado en el armario
del embajador. Se detuvo ante un óleo donde aparecía su ex jefe con una
escopeta en sus manos y a sus pies un perro de caza que nunca existió.
Siguió paseando,
subiendo y bajando escaleras y salió al terraza de la primera planta, allí fumó
tranquilo mirando el cielo, a lo lejos podía oír alguna explosión aislada o
alguna sirena que se acercaba o se alejaba. De pronto agudizó su oído, había un
sonido que desentonaba, un sonido que parecía venir de lejos algo estridente,
algo así como un riiiiiiiiiing.
Entornó los ojos y siguió escuchando, intentado descubrir que era aquel sonido
que sin embargo le resultaba tan familiar. Entonces cayó, soltando el
cigarrillo corrió hacía las escaleras, bajó los escalones de tres en tres a
riesgo de romperse la crisma y entró en el despacho del embajador, era el
teléfono que sonaba. Sin darse tiempo a meditar descolgó el auricular y se lo
acercó a la oreja. La voz no le salió de un principio, así que tosió y destapó
su garganta:
—¿Sí?
Al otro lado del
teléfono un hombre, habló sin interrumpirse y sin dejar que le interrumpiesen.
—Señor
embajador, soy el secretario del presidente, el recién erigido presidente. Nos
congratula invitarlo a la ceremonia de toma de poder que tendrá lugar mañana en
el palacio de gobierno a las ocho de la noche, un coche oficial le pasará a
buscar, le esperamos, muchas gracias—
y cortó.
Modesto, aún con el
auricular en la mano miró hacía atrás, con una vaga esperanza de que alguien
hubiese escuchado eso.
Lo habían confundido
con el embajador y lo habían invitado a una recepción. Si se ponía a pensar, él
era un experto en protocolo y por su puesto sabía comportarse como debía
comportarse…
Puntual, el timbre sonó
y Modesto se acomodó la corbata frente al espejo de la entrada y salió al
jardín, en la entrada una limusina negra le esperaba y junto a la puerta del
automóvil el chófer esperaba con la puerta abierta y una sonrisa cordial.
—Buenas noches señor embajador, soy un Sam y seré
su chófer.
—Buenas noches Sam- Modesto se detuvo y miró hacía
la casa-
—¿Ha olvidado algo señor?
—No… —salió
de se ensoñación— no… pensaba que esta
es una buena forma de salir de la rutina.
—¿Disculpe?
—Olvídalo Sam, vámonos no querría hacer esperar al
señor presidente.
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