No recuerdo cuanto tiempo
pasó, pero se abrió la puerta y yo asomé la cabeza debajo de la almohada y pude
ver a mi madre con un pañuelo en las manos y los ojos inundados en lágrimas.
Entonces, recuerdo que sentí que se me encogía el estómago, apareció la última
persona que creía y quería ver dentro de mi habitación, Ulises, con su barba
desigual, los ojos juntos y llenos de rabia se acercó a mi cama.
− Levántate −dijo.
Miré a mi madre y ella
asintió.
Parece extraño, pues ahora
la cosa se hubiera solucionado de otra forma, con pleitos y abogados, pero esa
era otra época y las cosas se arreglaban como tenían que solucionarse, quien la
hace la paga. Mi madre había llegado a un acuerdo con Ulises, yo le ayudaría a
remendar el entuerto que había causado trabajando para él, gratis, lo que
quedaba de verano. Así que ahí estaba yo saliendo de mi casa de la mano del
devorador de niños y custodiado por su perro Trevit. De más está decir que
lloré como un condenado a muerte, pues eso era lo que creía que me iba a
suceder, que ese hombre me mataría y me comería.
Cuando llegamos a la
estación yo ya no lloraba, y había dejado de hacerlo porque Ulises me lo había
ordenado. Así de sencillo.
—¡Deja de
llorar!
Y yo dejé de llorar. Si mi
madre hubiese tenido ese poder de convicción le habría dado muchos menos
dolores de cabeza.
El primero en entrar en la
casa de Ulises fue Trevit, que se tumbó en una andrajosa manta junto a
ventilador de pie, que hacía ondear unas cintas atadas a la rejilla.
—Siéntate
ahí —me ordenó Ulises, señalando una silla junto a una mesa.
Él se sentó frente a mí y,
sin levantarse, abrió un pequeño armario y sacó un vaso y una botella de vino.
Se sirvió vino hasta el borde y dejó la botella descorchada encima de la mesa.
—Eres un
delincuente —dijo sosteniendo el vaso sin derramar una gota
frente a su boca.
Yo no sabía que decir,
sólo tenía nueve años y estaba solo, sin mi madre, en la casa de un desconocido.
Lentamente y moviendo la nuez de su cuello arriba y abajo apuró el vaso de
vino.
La habitación donde nos
encontrábamos era una rectángulo de techos altos, las paredes estaba repletas
de fotografías de antiguas locomotoras, y de personajes ataviados con el
uniforme del ferrocarril. Había también estantes atiborrados de diminutas
maquetas de trenes, cada uno con un pequeño cartel donde rezaba el nombre del
aparato.
Ulises se levantó, me miró
desde el fondo de sus diminutos ojos y sacando un puro apagado del bolsillo de
la camisa, lo prendió sacando una enorme bocanada de humo blanco, no quise
sonreír pero parecía una locomotora humana. Caminó hacía una estantería y cogió
una maqueta de una locomotora, se acercó y la dejó encima de la mesa, frente a
mí.
—¿Te
suena? —dijo mirándome fijamente.
Yo la miré, lo miré a él y
asentí. Claro que me sonaba, era la locomotora que había hecho descarrilar.
— Es la
reproducción exacta de la que destrozaste. Pero no una del mismo modelo, esa
misma máquina. Tres, cero, tres, guión, dos, cero, uno, guión, ocho.
Y era exactamente lo que
ponía en la maqueta.
− He visto como esta
máquina atravesaba tormentas de nieve, una vez vi como mataba a un cabestro sólo con darle en el
asta, lo desnucó. Y tú, con un simple petardo has hecho que descarrile…
Cogió la maqueta de la
mesa y la volvió a colocar cuidadosamente en el estante y sin girarse me dijo:
—Ahí en
el armario que tienes a tu derecha, hay una escoba, barre todo el andén.
Me levanté y cogí la
escoba, en todo el trayecto hasta la puerta, Trevit no me quitó los ojos de
encima, como esperando el momento que yo me echase atrás para hincarme el
diente (el único diente) y enseñarme así quien mandaba en ese andén, pero no le
dí oportunidad.
Fueron tres o cuatro
trenes los que se pararon en la estación mientras yo barría y los viajantes que
se apeaban, algunos conocidos del pueblo, otros no, me miraban con esa mirada
que tanto odian los niños, la mirada de decepción. Barrí el andén de arriba
abajo, colillas, papeles, hojas secas y demás suciedad se fueron a las vías y
el andén quedó impoluto. Jamás lo había visto así, en cierto modo me sentía
orgulloso.
—Ya está —dije
asomándome por la puerta.
Sin mediar palabra, Ulises
salió de la caseta y paseó su mirada por el anden, caminó unos metros y miró a
un lado ya otro.
—¿Y la
bolsa?
—¿Qué
bolsa?
—La
basura, donde está.
Con la enorme escoba en
mis manos miré al suelo y luego miré a las vías y de nuevo al suelo. Ulises se
acercó al borde del andén y miró el montón de deshechos que se amontonaban a lo
largo de las vías. Supongo que no gritó porqué se dio cuenta que entendí mi error
con sólo mirarle a los ojos, así que pasó junto a mí y antes de desaparecer
tras la puerta dijo:
—Ya
conoces los horarios de los trenes, así que intenta que no te pise ninguno, no
tengo ganas de bajar a… barrerte. Ah… y separa todos los boletos que veas y
guárdalos en una bolsa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario