lunes, 10 de junio de 2013

ENTRE ANÓNIMOS VAGONES (II)

No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero se abrió la puerta y yo asomé la cabeza debajo de la almohada y pude ver a mi madre con un pañuelo en las manos y los ojos inundados en lágrimas. Entonces, recuerdo que sentí que se me encogía el estómago, apareció la última persona que creía y quería ver dentro de mi habitación, Ulises, con su barba desigual, los ojos juntos y llenos de rabia se acercó a mi cama.

− Levántate −dijo.
Miré a mi madre y ella asintió.
Parece extraño, pues ahora la cosa se hubiera solucionado de otra forma, con pleitos y abogados, pero esa era otra época y las cosas se arreglaban como tenían que solucionarse, quien la hace la paga. Mi madre había llegado a un acuerdo con Ulises, yo le ayudaría a remendar el entuerto que había causado trabajando para él, gratis, lo que quedaba de verano. Así que ahí estaba yo saliendo de mi casa de la mano del devorador de niños y custodiado por su perro Trevit. De más está decir que lloré como un condenado a muerte, pues eso era lo que creía que me iba a suceder, que ese hombre me mataría y me comería.
Cuando llegamos a la estación yo ya no lloraba, y había dejado de hacerlo porque Ulises me lo había ordenado. Así de sencillo.
¡Deja de llorar!
Y yo dejé de llorar. Si mi madre hubiese tenido ese poder de convicción le habría dado muchos menos dolores de cabeza.
El primero en entrar en la casa de Ulises fue Trevit, que se tumbó en una andrajosa manta junto a ventilador de pie, que hacía ondear unas cintas atadas a la rejilla.
Siéntate ahí me ordenó Ulises, señalando una silla junto a una mesa.
Él se sentó frente a mí y, sin levantarse, abrió un pequeño armario y sacó un vaso y una botella de vino. Se sirvió vino hasta el borde y dejó la botella descorchada encima de la mesa.
Eres un delincuente dijo sosteniendo el vaso sin derramar una gota frente a su boca.
Yo no sabía que decir, sólo tenía nueve años y estaba solo, sin mi madre, en la casa de un desconocido. Lentamente y moviendo la nuez de su cuello arriba y abajo apuró el vaso de vino.
La habitación donde nos encontrábamos era una rectángulo de techos altos, las paredes estaba repletas de fotografías de antiguas locomotoras, y de personajes ataviados con el uniforme del ferrocarril. Había también estantes atiborrados de diminutas maquetas de trenes, cada uno con un pequeño cartel donde rezaba el nombre del aparato.
Ulises se levantó, me miró desde el fondo de sus diminutos ojos y sacando un puro apagado del bolsillo de la camisa, lo prendió sacando una enorme bocanada de humo blanco, no quise sonreír pero parecía una locomotora humana. Caminó hacía una estantería y cogió una maqueta de una locomotora, se acercó y la dejó encima de la mesa, frente a mí.
¿Te suena? dijo mirándome fijamente.
Yo la miré, lo miré a él y asentí. Claro que me sonaba, era la locomotora que había hecho descarrilar.
— Es la reproducción exacta de la que destrozaste. Pero no una del mismo modelo, esa misma máquina. Tres, cero, tres, guión, dos, cero, uno, guión, ocho.
Y era exactamente lo que ponía en la maqueta.
− He visto como esta máquina atravesaba tormentas de nieve, una vez vi como  mataba a un cabestro sólo con darle en el asta, lo desnucó. Y tú, con un simple petardo has hecho que descarrile…
Cogió la maqueta de la mesa y la volvió a colocar cuidadosamente en el estante y sin girarse me dijo:
Ahí en el armario que tienes a tu derecha, hay una escoba, barre todo el andén.
Me levanté y cogí la escoba, en todo el trayecto hasta la puerta, Trevit no me quitó los ojos de encima, como esperando el momento que yo me echase atrás para hincarme el diente (el único diente) y enseñarme así quien mandaba en ese andén, pero no le dí oportunidad.
Fueron tres o cuatro trenes los que se pararon en la estación mientras yo barría y los viajantes que se apeaban, algunos conocidos del pueblo, otros no, me miraban con esa mirada que tanto odian los niños, la mirada de decepción. Barrí el andén de arriba abajo, colillas, papeles, hojas secas y demás suciedad se fueron a las vías y el andén quedó impoluto. Jamás lo había visto así, en cierto modo me sentía orgulloso.
Ya está dije asomándome por la puerta.
Sin mediar palabra, Ulises salió de la caseta y paseó su mirada por el anden, caminó unos metros y miró a un lado ya  otro.
¿Y la bolsa?
¿Qué bolsa?
La basura, donde está.
Con la enorme escoba en mis manos miré al suelo y luego miré a las vías y de nuevo al suelo. Ulises se acercó al borde del andén y miró el montón de deshechos que se amontonaban a lo largo de las vías. Supongo que no gritó porqué se dio cuenta que entendí mi error con sólo mirarle a los ojos, así que pasó junto a mí y antes de desaparecer tras la puerta dijo:

Ya conoces los horarios de los trenes, así que intenta que no te pise ninguno, no tengo ganas de bajar a… barrerte. Ah… y separa todos los boletos que veas y guárdalos en una bolsa.

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