A los quince días volví a
despertar en el catre situado en la cocina donde me había instalado. Como cada
mañana la cafetera se calentaba en la salamandra situada en el centro de la
estancia. A un lado, en su harapienta manta, Trevit se desperezaba y frente a
él, Ulises cortaba rodajas de pan, las mojaba en leche y huevo y las ponía a
freír.
—Buenos
días, ¿Cómo has dormido chaval?
Bostecé exageradamente y
me acerque a él y colgándome de su brazo y me encaramé al mármol para coger una
rodaja de pan frito.
—Deja eso
hombre, no seas impaciente.
Me cogió de la nuca con la
mano derecha y la siniestra me alborotó el pelo, anda, ve a lavarte la cara que
esto ya está. Cuando volví del baño el café humeante ya estaba servido y una
fuente llena de pan frito espolvoreado con azúcar y canela esperaba a que la
devorase. De un salto me senté en la silla, Ulises me miraba desde el otro
extremo de la mesa.
—Adelante,
ataca que tengo hambre —le dije.
—Ya va,
ya va —rió— ¿Qué oficio es duro, sucio, de horarios
intempestivos pero…?
—…
¿Romántico y lleno de misticismo? —interrumpí— ¡El de
maquinista!
—¡Correcto!
Puedes comerte una.
Y dicho y hecho, me zampé
de un mordisco una rebanada y la bajé con un sorbo de café.
—Mastica…
ahí va la siguiente… ¿Cuánto carbón cabe en la carbonera de una locomotora tipo
pacífic dos tres uno?
Lo miré fijamente a ese
par de bolitas negras que le hacían de ojos y pensé detenidamente la respuesta.
—¿Cinco
toneladas?
El sonrió y sorbió café
sin quitarme la vista de encima.
—¿Eso es
una pregunta o una respuesta?
Medité unos segundos.
—Una
respuesta, son cinco toneladas.
Volvió a sorber café y
sonrió, esa era toda la respuesta que necesitaba así que cogí otra rebanada sin
que él me dijese que la respuesta era correcta. Entonces se levantó, dejó su
taza de café en el fregadero y se acercó a la puerta.
—Come
tranquilo, voy a poner los nuevos horarios en la entrada y te espero en el
galpón.
Esa noticia me entusiasmó, hoy no había que
limpiar ni ordenar nada, hoy directamente al galpón.
En traje de mecánico me
venía enorme, igual que los guantes. En ese galpón hacía un calor de mil
demonios.
Ulises tiraba de una
cuerda que pendía de una polea del techo y poco a poco me fui elevando, el
arnés me sujetaba mientras el piso se iba alejando, sostenía entre mis manos un
armazón de metal que sujetaba también con unas cuerdas y unos mosquetones,
subiendo hasta casi tocar el techo.
—Colócalo
con cuidado, tiene que sujetarse para luego poder soldarlo —gritó
Ulises desde el suelo.
—Bájame un
poco que no llego.
Bajo mi cuerpo colgante se
alzaba una enorme estructura de hierro forjado, una especie de híbrido entre
locomotora y vagón, hecha a retazos de cientos de viejas máquinas. Ensamblando
enormes trozos de metal, construyendo ventanas de cristal y soldando bisagras,
Ulises había construido a lo largo de los años una escultura que homenajeaba al
ferrocarril. La pieza que nos disponíamos a soldar, era la última pieza, la
capucha de la chimenea.
Si Manolo me hubiese visto
estoy seguro que me hubiese llamado Judas o traidor, porque Manolo era así. Ese
verano que pasé con Ulises me cambió la vida.
Nuestra relación mejoró, eso creía entonces, pero ahora entiendo que
nuestra relación nunca fué mala sólo era mala mi concepción de él. Un juicio
contaminado igual que mi concepción de los ferrocarriles. Primero me eran
indiferentes y me divertía dañándolos, aunque con los pequeños petardos caseros
ellos ni se inmutaran. Luego los odié estúpidamente al pensar que eran ellos
los culpables de la partida de Manolo.
Una noche, sentados en un
banco de la estación, yo sorbía un vaso de limonada, Ulises fumaba y Richard
Trevithick, pues ese era el nombre completo de Trevit, reposaba con la cabeza
en el suelo, Ulises, tras sacar una enorme bocanada de humo comenzó a hablar,
mejor dicho comenzó a recitar:
− Oh tren
explorador
de soledades,
cuando vuelves
al hangar de Santiago,
explorador
de soledades,
cuando vuelves
al hangar de Santiago,
a las colmenas
del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez
por una noche triste
un sueño sin perfume,
sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia.
inmóvil
entre anónimos
vagones.
del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez
por una noche triste
un sueño sin perfume,
sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia.
inmóvil
entre anónimos
vagones.
Hoy treinta años después
he recordado esta historia al bajar en la estación. He venido en uno de esos
trenes que Manolo y yo ametrallábamos y al pisar el suelo he recordado al Viejo
Ulises y al aún más viejo Trevit sentados al fondo, imaginando como Ulises
ladraba y como Trevit hablaba, quizá recitaba lo que me sucedió ese verano.
María ha perseguido a los
niños que ansiosos han corrido hacía las faldas de su abuela que los esperaba
bajo el porche y yo me he quedado absorto mirando la enorme estructura
maltratada por el sol y por la lluvia que se alza a un lado de la estación, un
enorme híbrido de locomotora y vagón de metal, forjada y hueca, y a través de
las gruesas ventanas he podido observar cientos y cientos de billetes de tren,
rotos y agujereados que un viejo loco coleccionó durante años.
No sólo Ulises y Richard
Trevithick no se comieron a ese niño que hizo descarrilar al tren, sino que lo
hicieron vivir para siempre.
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