martes, 11 de junio de 2013

ENTRE ANÓNIMOS VAGONES (III)

A los quince días volví a despertar en el catre situado en la cocina donde me había instalado. Como cada mañana la cafetera se calentaba en la salamandra situada en el centro de la estancia. A un lado, en su harapienta manta, Trevit se desperezaba y frente a él, Ulises cortaba rodajas de pan, las mojaba en leche y huevo y las ponía a freír.

Buenos días, ¿Cómo has dormido chaval?
Bostecé exageradamente y me acerque a él y colgándome de su brazo y me encaramé al mármol para coger una rodaja de pan frito.
Deja eso hombre, no seas impaciente.
Me cogió de la nuca con la mano derecha y la siniestra me alborotó el pelo, anda, ve a lavarte la cara que esto ya está. Cuando volví del baño el café humeante ya estaba servido y una fuente llena de pan frito espolvoreado con azúcar y canela esperaba a que la devorase. De un salto me senté en la silla, Ulises me miraba desde el otro extremo de la mesa.
Adelante, ataca que tengo hambre le dije.
Ya va, ya va rió ¿Qué oficio es duro, sucio, de horarios intempestivos pero…?
… ¿Romántico y lleno de misticismo? interrumpí ¡El de maquinista!
¡Correcto! Puedes comerte una.
Y dicho y hecho, me zampé de un mordisco una rebanada y la bajé con un sorbo de café.
Mastica… ahí va la siguiente… ¿Cuánto carbón cabe en la carbonera de una locomotora tipo pacífic dos tres uno?
Lo miré fijamente a ese par de bolitas negras que le hacían de ojos y pensé detenidamente la respuesta.
¿Cinco toneladas?
El sonrió y sorbió café sin quitarme la vista de encima.
¿Eso es una pregunta o una respuesta?
Medité unos segundos.
Una respuesta, son cinco toneladas.
Volvió a sorber café y sonrió, esa era toda la respuesta que necesitaba así que cogí otra rebanada sin que él me dijese que la respuesta era correcta. Entonces se levantó, dejó su taza de café en el fregadero y se acercó a la puerta.
Come tranquilo, voy a poner los nuevos horarios en la entrada y te espero en el galpón.
 Esa noticia me entusiasmó, hoy no había que limpiar ni ordenar nada, hoy directamente al galpón.
En traje de mecánico me venía enorme, igual que los guantes. En ese galpón hacía un calor de mil demonios.
Ulises tiraba de una cuerda que pendía de una polea del techo y poco a poco me fui elevando, el arnés me sujetaba mientras el piso se iba alejando, sostenía entre mis manos un armazón de metal que sujetaba también con unas cuerdas y unos mosquetones, subiendo hasta casi tocar el techo.
Colócalo con cuidado, tiene que sujetarse para luego poder soldarlo gritó Ulises desde el suelo.
Bájame un poco que no llego.
Bajo mi cuerpo colgante se alzaba una enorme estructura de hierro forjado, una especie de híbrido entre locomotora y vagón, hecha a retazos de cientos de viejas máquinas. Ensamblando enormes trozos de metal, construyendo ventanas de cristal y soldando bisagras, Ulises había construido a lo largo de los años una escultura que homenajeaba al ferrocarril. La pieza que nos disponíamos a soldar, era la última pieza, la capucha de la chimenea.

Si Manolo me hubiese visto estoy seguro que me hubiese llamado Judas o traidor, porque Manolo era así. Ese verano que pasé con Ulises me cambió la vida.  Nuestra relación mejoró, eso creía entonces, pero ahora entiendo que nuestra relación nunca fué mala sólo era mala mi concepción de él. Un juicio contaminado igual que mi concepción de los ferrocarriles. Primero me eran indiferentes y me divertía dañándolos, aunque con los pequeños petardos caseros ellos ni se inmutaran. Luego los odié estúpidamente al pensar que eran ellos los culpables de la partida de Manolo.
Una noche, sentados en un banco de la estación, yo sorbía un vaso de limonada, Ulises fumaba y Richard Trevithick, pues ese era el nombre completo de Trevit, reposaba con la cabeza en el suelo, Ulises, tras sacar una enorme bocanada de humo comenzó a hablar, mejor dicho comenzó a recitar:
− Oh tren
explorador
de soledades,
cuando vuelves
al hangar de Santiago,
a las colmenas
del hombre y su cruzado poderío,
duermes tal vez
por una noche triste
un sueño sin perfume,
sin nieves, sin raíces,
sin islas que te esperan en la lluvia.
inmóvil
entre anónimos
vagones.
Hoy treinta años después he recordado esta historia al bajar en la estación. He venido en uno de esos trenes que Manolo y yo ametrallábamos y al pisar el suelo he recordado al Viejo Ulises y al aún más viejo Trevit sentados al fondo, imaginando como Ulises ladraba y como Trevit hablaba, quizá recitaba lo que me sucedió ese verano.
María ha perseguido a los niños que ansiosos han corrido hacía las faldas de su abuela que los esperaba bajo el porche y yo me he quedado absorto mirando la enorme estructura maltratada por el sol y por la lluvia que se alza a un lado de la estación, un enorme híbrido de locomotora y vagón de metal, forjada y hueca, y a través de las gruesas ventanas he podido observar cientos y cientos de billetes de tren, rotos y agujereados que un viejo loco coleccionó durante años.

No sólo Ulises y Richard Trevithick no se comieron a ese niño que hizo descarrilar al tren, sino que lo hicieron vivir para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario