¿Se acuerdan cuando los tomates sabían a tomate? ¿Cuando
abrían uno de ellos para echárselo a la ensalada y tenían un color rojo intenso
y una carne prieta y jugosa? Yo casi lo estoy olvidando. ¿Cuando las manzanas
eran todas de distintos tamaños? Con alguna que otra picadura de algún insecto
que cercioraba que eran comestibles. Me cuesta recordarlo. Ahora parecen frutas
de cera, hechas en una fábrica, medidas con pies de rey, coloreadas con pintura
plástica y brillante. Nos las venden alineadas en estantes refrigerados,
envueltas en plástico, brillan, se comen por los ojos, pero no hay vecino que
se las meta en la boca.
Bruce
me contó que su primo se ha comprado una cabra. Tiene una cabra en el jardín.
Le pregunté si le habían puesto nombre:
—Por supuesto, cabra para comer, se
llama.
Aunque parece que ahora están planteándose
seriamente lo de comerse al animal, se conoce que se come el césped del jardín
y funciona mejor que el más caro de los cortacéspedes. ¿Quién sabe?, quizá esta
extraordinaria habilidad indulte al animal.
El primo de Bruce vive en una casa en un
pueblo cercano a Barcelona, tiene pavos, gallinas ponedoras, pollos de engorde
y un huerto con el que se alimentan él y sus dos compañeros de piso.
Los
alimentos transgénicos nacieron con el fin de aumentar la eficacia en el campo,
es decir, incrementar la producción o desarrollar una mayor resistencia a los
herbicidas. Y
lamento decirlo, pero no hay ningún estudio que diga que estos alimentos no son
perjudiciales; parece ser que nos dedicamos a alterar genéticamente el maíz
pero a ningún gobernante le preocupa si eso es sano o no, simplemente nos
preocupa que eso sea rentable o no, claro, como siempre.
Cabra para comer se come el césped, los tronchos de
las lechugas, las hojas de las zanahorias, las pieles de las frutas… ¿Saben qué
es lo que más me jode? No es la evidente envidia que siento por el primo de
Bruce, en realidad no es sólo eso, lo que más me jode es que Cabra para comer
come mucho mejor que yo. El primo de Bruce no compra las semillas de sus
hortalizas en una multinacional, que ha modificado el alma de la lechuga, utiliza
esquejes comprados a algún agricultor local. Y la cabra retoza en el césped del
jardín comiendo una lechuga de hojas irregulares, de distintos colores y
tremendamente sabrosa. En cambio, yo retozo en mi sofá comiendo una ensalada
con una lechuga digna de un anuncio de esa famosa cadena de hamburgueserías y
un par de tomates redondos, rojos por fuera, blancos por dentro, igualitos como
fotocopias de tomate.
Dicen que se hizo un estudio con ratas: a unas les
dieron de comer alimentos transgénicos y a otras no, las que se alimentaron con
tomates fotocopiados murieron a los ocho meses, las otras no. ¿Azar?, ¿albur?,
¿casualidad? No lo sé, pero me da la sensación de que cada vez que me como una
aceituna enlatada es como jugar a la ruleta rusa.
Desconozco si la extraordinaria habilidad de Cabra
para comer logrará que sea indultada, que esa afición por roer el césped
dejándolo igualado consiga que no sea pasto de un horno de leña, pero lo que sí
sé es que si yo estuviese en su lugar, si yo fuese esa cabra, a mí, y lo digo
tristemente, no se me comería ni Dios. Mi carne, como la de esas vacas
rollizas, mal alimentadas, echaría agua en la sartén que daría gusto. En cambio,
imagino la tierna chicha del mamífero del primo de Bruce, jugosa, alimentada
con productos naturales; eso, señores, sería un manjar. Por suerte o por
desgracia yo no seré el plato principal de ningún festín, pero sospecho que no
lo seré no por ser un humano y convertir en caníbales a los comensales, sino
porque no tengo otro remedio que maltratar a mi carne comiendo lechugas con el
alma corrompida.
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