lunes, 3 de junio de 2013

EL ALMA DE LAS LECHUGAS

¿Se acuerdan cuando los tomates sabían a tomate? ¿Cuando abrían uno de ellos para echárselo a la ensalada y tenían un color rojo intenso y una carne prieta y jugosa? Yo casi lo estoy olvidando. ¿Cuando las manzanas eran todas de distintos tamaños? Con alguna que otra picadura de algún insecto que cercioraba que eran comestibles. Me cuesta recordarlo. Ahora parecen frutas de cera, hechas en una fábrica, medidas con pies de rey, coloreadas con pintura plástica y brillante. Nos las venden alineadas en estantes refrigerados, envueltas en plástico, brillan, se comen por los ojos, pero no hay vecino que se las meta en la boca.


Bruce me contó que su primo se ha comprado una cabra. Tiene una cabra en el jardín. Le pregunté si le habían puesto nombre:
—Por supuesto, cabra para comer, se llama.

Aunque parece que ahora están planteándose seriamente lo de comerse al animal, se conoce que se come el césped del jardín y funciona mejor que el más caro de los cortacéspedes. ¿Quién sabe?, quizá esta extraordinaria habilidad indulte al animal.

El primo de Bruce vive en una casa en un pueblo cercano a Barcelona, tiene pavos, gallinas ponedoras, pollos de engorde y un huerto con el que se alimentan él y sus dos compañeros de piso.

Los alimentos transgénicos nacieron con el fin de aumentar la eficacia en el campo, es decir, incrementar la producción o desarrollar una mayor resistencia a los herbicidas. Y lamento decirlo, pero no hay ningún estudio que diga que estos alimentos no son perjudiciales; parece ser que nos dedicamos a alterar genéticamente el maíz pero a ningún gobernante le preocupa si eso es sano o no, simplemente nos preocupa que eso sea rentable o no, claro, como siempre.

Cabra para comer se come el césped, los tronchos de las lechugas, las hojas de las zanahorias, las pieles de las frutas… ¿Saben qué es lo que más me jode? No es la evidente envidia que siento por el primo de Bruce, en realidad no es sólo eso, lo que más me jode es que Cabra para comer come mucho mejor que yo. El primo de Bruce no compra las semillas de sus hortalizas en una multinacional, que ha modificado el alma de la lechuga, utiliza esquejes comprados a algún agricultor local. Y la cabra retoza en el césped del jardín comiendo una lechuga de hojas irregulares, de distintos colores y tremendamente sabrosa. En cambio, yo retozo en mi sofá comiendo una ensalada con una lechuga digna de un anuncio de esa famosa cadena de hamburgueserías y un par de tomates redondos, rojos por fuera, blancos por dentro, igualitos como fotocopias de tomate.

Dicen que se hizo un estudio con ratas: a unas les dieron de comer alimentos transgénicos y a otras no, las que se alimentaron con tomates fotocopiados murieron a los ocho meses, las otras no. ¿Azar?, ¿albur?, ¿casualidad? No lo sé, pero me da la sensación de que cada vez que me como una aceituna enlatada es como jugar a la ruleta rusa.


Desconozco si la extraordinaria habilidad de Cabra para comer logrará que sea indultada, que esa afición por roer el césped dejándolo igualado consiga que no sea pasto de un horno de leña, pero lo que sí sé es que si yo estuviese en su lugar, si yo fuese esa cabra, a mí, y lo digo tristemente, no se me comería ni Dios. Mi carne, como la de esas vacas rollizas, mal alimentadas, echaría agua en la sartén que daría gusto. En cambio, imagino la tierna chicha del mamífero del primo de Bruce, jugosa, alimentada con productos naturales; eso, señores, sería un manjar. Por suerte o por desgracia yo no seré el plato principal de ningún festín, pero sospecho que no lo seré no por ser un humano y convertir en caníbales a los comensales, sino porque no tengo otro remedio que maltratar a mi carne comiendo lechugas con el alma corrompida.

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