Los tópicos nos persiguen
constantemente. La gente opina que como argentino o descendiente de argentinos,
tengo que saber hacer asados y jugar al fútbol. Lo primero no es una cuestión
innata, es tan simple como hacer muchos asados, primero es esencial observar
como los que saben los hacen. He visto a argentinos hacer asados de espalda,
echar la carne, sentarse de espaldas al fuego y al rato mirar al más joven del
grupo y decir:
—Nene, sacá la entraña que ya está.
Lo de jugar al fútbol, no es que eso
sea harina de otro costal, pero no existe un solo varón en mi familia que sepa
patear una pelota sin que esta salga disparada en dirección contraria. No sé si
seremos los peores jugadores de fútbol de la historia de Argentina, pero puedo
decir sin temor a equivocarme que somos los peores jugadores argentinos en
España.
Hace años fui a hacer un “asado” con
unos compañeros del instituto. Entrecomillo la palabra asado por que la mayoría
de íberos no tiene ni la más remota idea de lo que es un asado. Aquí se le
llama barbacoa y echan al fuego, butifarras, hamburguesas, panceta y demás. ¿Me
lo como? Por su puesto, si una vez estuvo vivo es digno de terminar en mi
panza, pero no es un asado. La cuestión es que todo el mundo daba por sentado
que yo haría las brasas, pero me negué, no recuerdo cual fue la excusa pero lo
que recuerdo es que no las hice.
En el recinto donde estábamos había
un muchacho que se dedicaba a hacer fuego, para todos aquellos torpes que no
sabrían ni encender un fósforo o para aquellos argentinos que se niegan a
llamarle asado a la incineración de hamburguesas. El muchacho en cuestión era
peruano. No nos cobró demasiado, trajo la madera y la colocó estratégicamente para
comenzar con el fuego. Los demás estaban demasiado afanados cortando fruta para
añadirle a la sangría de cartón, así que decidí ser el escudero del muchacho.
—¿Cómo te llamas?
—Aquí todos me llaman Perú.
—¿Cómo Perú?
—Soy peruano señor.
No me sorprendió en absoluto que algún
analfabeto funcional se le hubiese ocurrido rebautizarlo con el nombre de su país,
lo que me sorprendió realmente es que no pudiendo distinguir su boca de su ojete
supiese distinguir a un peruano de un boliviano o de un ecuatoriano.
Fue su jefe por supuesto, lo contrató
y el primer día de trabajo sin preguntarle si quiera si le gustaba su nuevo
apodo lo llamó así. “Perú prepárale las brasas a los señores”.
—¿Pero tu nombre cual es?
—Perú señor.
—No me toques los cojones, ¿Cómo te
llama tu madre?
—Rodrigo.
Mientras mis compatriotas
mordisqueaban los trozos de manzana empapada en sucedáneo de sangría con azúcares
añadidos yo charlaba con Rodrigo, antiguo Perú.
Rodrigo tenía veintisiete años y
llevaba cuatro es Cataluña, tres de ellos haciendo brasas para inútiles o
orgullosos, y sinceramente no lo hacía mal, no usó pastillas ni líquidos inflamables,
mientras movía los maderos con destreza y colocaba las brasas estratégicamente
charlaba, parecía que la timidez del principio se iba derritiendo con el fuego.
Jamás nadie se había juntado con él
para hacer las brasas, pero sí para decirle como tenía que hacerlo, y
sinceramente poco o nada había que decirle sobre su oficio. De apoco las brasas
se fueron formando y él me había contado que estaba por casarse, que tenía una
novia en Lima y que en unos días vendría a Barcelona y que entonces se casaría
con ella. Me contó también que al principió le molestó mucho que su jefe,
compañeros y clientes lo llamasen Perú.
—Yo noo los llamo Barcelona,
Granollers o Sant Feliu.
Pero con el tiempo aprendió a
utilizarlo de otra forma, cada vez que alguien lo llamaba o gritaba su apodo
desde la otra punta del recinto, él sonreía y se acordaba de su país y de su
novia. Y pensaba en que pronto estaría aquí y que pronto se casarían. Y cada
vez que oía la palabra Perú se le llenaba el corazón de alegría, como si cada
imbécil, que en lugar de aprenderse su nombre optaba por nombrarlo por el país
de origen, le gritara:
—Tranquilo Rodrigo, que ya falta poco
para que venga ella.
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