La tienda del Turco era
como cabía esperar, una cueva llena de objetos extraños, cajas apiladas y
alfombras enrolladas. En el imaginario colectivo cualquiera habría supuesto que
de algún momento a otro saliese de algún escondrijo algún mono tití fiel amigo
del Turco, es probable que algún día ese mono hubiese existido pero sin lugar a
dudas el Turco lo había vendido.
El Turco fingiendo
emoción, se colocó el sombrero que lo caracterizaba, un fez escarlata con una
cinta negra que colgada de su centro, y sacó de un cajón del mostrador un
cartón de tabaco.
—¡Tabaco
americano!
Modesto sonrió miro el
cartón y luego miró al Turco.
—Me
lo quedo –dijo-
—Sabía
que te gustaría amigo Modesto.
Por supuesto el tabaco
no era para él, al embajador le gustaba fumar de vez en cuando y ese obsequió
le gustaría.
—¿Bueno,
vamos a lo que vamos? –dijo Modesto sacando nuevamente la lista del bolsillo.
—Por
supuesto, por supuesto.
—Necesito
loción Valet, ¿Tienes?
El Turco correteó por
detrás del mostrador y trajo una caja de cartón envuelta en papel y atada con
un cordel de ella sacó un paquete que mostraba tres frascos de lociones Valet.
—Sólo
me ha llegado un paquete. Ya no lo pide mucha gente…
—No
te preocupes, me lo llevo.
La lista seguía con
diversos artículos entre ellos: cinta para la máquina de escribir de Eva,
piedra para afilar los cuchillos de Nilda, dos botellas de whisky escocés para
el embajador, yodo para el botiquín…
Al Turco le gustaban
este tipo de clientes, surtidos y en cantidad. Estaba subido en una larga
escalera intentando alcanzar el paquete con el yodo cuando de pronto se comenzó
a escuchar un rumor a lo lejos, el Turco en su atalaya detuvo su búsqueda y
frunció el ceño escuchando, Modesto dejó sobre el tablero un viejo ejemplar de Le Monde que ojeaba y se giró hacía la
puerta y luego miró al Turco.
—¿Qué
es eso? —preguntó.
El Turco hundió la
cabeza entre los hombros y siguió escuchando. El rumor cada vez era más
cercano, hasta que se detuvo para dejar paso al silencio más absoluto. Modesto
se acercó lentamente a la puerta y se asomó a la calle miró a su izquierda y
nada, luego miró a su derecha y nada. Entonces lo escuchó y supo perfectamente
que era, quien hubiese escuchado alguna vez ese silbido le resultaría
inconfundible. Corrió hacía el interior de la tienda del Turco y pasó por el
pié de la escalera lo miró sin parar de correr y gritó:
—¡Aviones!
El Turco dio un
respingo haciendo tambalear la escalera y bajando lo más rápido posible
repetía:
—Aviones
no por favor, aviones no por favor.
Pero no fue lo
demasiado rápido, el primer estruendo impactó cerca, tan cerca que hizo temblar
el edificio, los montones de cajas se derrumbaron y el Turco cayó desde la
mitad de la escalera de espaldas al suelo. El bombardeó se alargó durante cinco
interminables minutos, que parecieron horas. Modesto acurrucado bajo una mesa
se abraza a la bolsa con el pedido, pudo observar como el Turco recuperaba el
conocimiento y se movía como una tortuga panza arriba, intentando no salir de
su escondrijo lo agarró de una pernera del pantalón y lo arrastró hasta el
bunker improvisado y por supuesto ineficaz.
—Aviones
no por favor —repitió el Turco— ¿Cuánto hace?
—Al
menos un año.
Un año sin bombardeos,
a eso se refería el Turco. Cuando los silbidos y los estruendos cesaron, el
Turco salió despedido de debajo de la mesa y comenzó a correr por la tienda
gesticulando y maldiciendo. Mucho más cauteloso Modesto se levantó y se acercó
a la puerta. Estelas blancas surcaban el horizonte y ahí donde mirase veía
columnas de humo negro que se alzaban hacía el cielo, volvió a mirar al Turco
que miraba un agujero en el tejado. Estaba de pie con la cabeza alzada y los
brazos colgando, apunto de echarse a llorar.
—Me
voy –dijo Modesto.
El Turco se giró y
correteó hasta modesto.
—No,
no salga señor Modesto, quédese.
Lo dejó atrás, asomando
la cabezota y viendo como Modesto se alejaba pegado a la pared del callejón.
Cuando llegó a la calle principal, miró a su alrededor y vio lo que había
deseado no ver nunca más, ambulancias arriba y abajo, gente corriendo, edificios
agujereados o derrumbados.
Se colgó el saco a la
espalda y atravesó la calle en dirección a la embajada, sin duda ahí el
ambiente, si es que no había sido bombardeada, sería otro muy distinto los
funcionarios como abejas en un panal correrían de arriba abajo, llevando
teletipos al embajador y seguro los
teléfonos no dejarían de sonar.
El camino hacía la
embajada fue un desfile de catástrofes, coches abandonados a su suerte en mitad
de las calles, policías que intentaban controlar a la gente que deambulaba sin
saber bien que hacer o donde ir, médicos llegados en ambulancias que socorrían
a decenas de personas heridas en una de las avenidas que llevaban al centro.
Cuando por fin llegó al paseo donde se reunían la mayor parte de las embajadas
aceleró el paso, como si sólo pudiese estar seguro tras los muros del edificio
gubernamental. Poco a poco aminoró, todo estaba demasiado tranquilo, siempre
después de un atentado o de un conflicto como ese los guardias se apostaban en
la entrada, incluso bloqueaban la puerta con un coche tras la verja, pero esta
vez no, todo estaba en absoluta calma. Modesto se detuvo ante la reja abierta
de par en par y miró a su izquierda, ninguno de los coches del embajador estaba
estacionado, ninguno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario