miércoles, 5 de junio de 2013

UN MAYORDOMO RUTINARIO (II)

La tienda del Turco era como cabía esperar, una cueva llena de objetos extraños, cajas apiladas y alfombras enrolladas. En el imaginario colectivo cualquiera habría supuesto que de algún momento a otro saliese de algún escondrijo algún mono tití fiel amigo del Turco, es probable que algún día ese mono hubiese existido pero sin lugar a dudas el Turco lo había vendido.

El Turco fingiendo emoción, se colocó el sombrero que lo caracterizaba, un fez escarlata con una cinta negra que colgada de su centro, y sacó de un cajón del mostrador un cartón de tabaco.
¡Tabaco americano!
Modesto sonrió miro el cartón y luego miró al Turco.
Me lo quedo –dijo-
Sabía que te gustaría amigo Modesto.
Por supuesto el tabaco no era para él, al embajador le gustaba fumar de vez en cuando y ese obsequió le gustaría.
¿Bueno, vamos a lo que vamos? –dijo Modesto sacando nuevamente la lista del bolsillo.
Por supuesto, por supuesto.
Necesito loción Valet, ¿Tienes?
El Turco correteó por detrás del mostrador y trajo una caja de cartón envuelta en papel y atada con un cordel de ella sacó un paquete que mostraba tres frascos de lociones Valet.
Sólo me ha llegado un paquete. Ya no lo pide mucha gente…
No te preocupes, me lo llevo.
La lista seguía con diversos artículos entre ellos: cinta para la máquina de escribir de Eva, piedra para afilar los cuchillos de Nilda, dos botellas de whisky escocés para el embajador, yodo para el botiquín…
Al Turco le gustaban este tipo de clientes, surtidos y en cantidad. Estaba subido en una larga escalera intentando alcanzar el paquete con el yodo cuando de pronto se comenzó a escuchar un rumor a lo lejos, el Turco en su atalaya detuvo su búsqueda y frunció el ceño escuchando, Modesto dejó sobre el tablero un viejo ejemplar de Le Monde que ojeaba y se giró hacía la puerta y luego miró al Turco.
¿Qué es eso? preguntó.
El Turco hundió la cabeza entre los hombros y siguió escuchando. El rumor cada vez era más cercano, hasta que se detuvo para dejar paso al silencio más absoluto. Modesto se acercó lentamente a la puerta y se asomó a la calle miró a su izquierda y nada, luego miró a su derecha y nada. Entonces lo escuchó y supo perfectamente que era, quien hubiese escuchado alguna vez ese silbido le resultaría inconfundible. Corrió hacía el interior de la tienda del Turco y pasó por el pié de la escalera lo miró sin parar de correr y gritó:
¡Aviones!
El Turco dio un respingo haciendo tambalear la escalera y bajando lo más rápido posible repetía:
Aviones no por favor, aviones no por favor.
Pero no fue lo demasiado rápido, el primer estruendo impactó cerca, tan cerca que hizo temblar el edificio, los montones de cajas se derrumbaron y el Turco cayó desde la mitad de la escalera de espaldas al suelo. El bombardeó se alargó durante cinco interminables minutos, que parecieron horas. Modesto acurrucado bajo una mesa se abraza a la bolsa con el pedido, pudo observar como el Turco recuperaba el conocimiento y se movía como una tortuga panza arriba, intentando no salir de su escondrijo lo agarró de una pernera del pantalón y lo arrastró hasta el bunker improvisado y por supuesto ineficaz.
Aviones no por favor repitió el Turco ¿Cuánto hace?
Al menos un año.
Un año sin bombardeos, a eso se refería el Turco. Cuando los silbidos y los estruendos cesaron, el Turco salió despedido de debajo de la mesa y comenzó a correr por la tienda gesticulando y maldiciendo. Mucho más cauteloso Modesto se levantó y se acercó a la puerta. Estelas blancas surcaban el horizonte y ahí donde mirase veía columnas de humo negro que se alzaban hacía el cielo, volvió a mirar al Turco que miraba un agujero en el tejado. Estaba de pie con la cabeza alzada y los brazos colgando, apunto de echarse a llorar.
Me voy –dijo Modesto.
El Turco se giró y correteó hasta modesto.
No, no salga señor Modesto, quédese.
Lo dejó atrás, asomando la cabezota y viendo como Modesto se alejaba pegado a la pared del callejón. Cuando llegó a la calle principal, miró a su alrededor y vio lo que había deseado no ver nunca más, ambulancias arriba y abajo, gente corriendo, edificios agujereados o derrumbados.
Se colgó el saco a la espalda y atravesó la calle en dirección a la embajada, sin duda ahí el ambiente, si es que no había sido bombardeada, sería otro muy distinto los funcionarios como abejas en un panal correrían de arriba abajo, llevando teletipos al embajador y seguro  los teléfonos no dejarían de sonar.

El camino hacía la embajada fue un desfile de catástrofes, coches abandonados a su suerte en mitad de las calles, policías que intentaban controlar a la gente que deambulaba sin saber bien que hacer o donde ir, médicos llegados en ambulancias que socorrían a decenas de personas heridas en una de las avenidas que llevaban al centro. Cuando por fin llegó al paseo donde se reunían la mayor parte de las embajadas aceleró el paso, como si sólo pudiese estar seguro tras los muros del edificio gubernamental. Poco a poco aminoró, todo estaba demasiado tranquilo, siempre después de un atentado o de un conflicto como ese los guardias se apostaban en la entrada, incluso bloqueaban la puerta con un coche tras la verja, pero esta vez no, todo estaba en absoluta calma. Modesto se detuvo ante la reja abierta de par en par y miró a su izquierda, ninguno de los coches del embajador estaba estacionado, ninguno. 

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