Parecía que las cosas nunca
iban a cambiar dentro de la embajada. Las rejas que rodeaban el jardín, esa
pequeña frontera que parecía protegerles de cuanto sucedía en el exterior
pronto se rompería y todo acabaría.
Como cada mañana
Modesto se levantó, se sacó la parte superior del pijama y se miró en el
espejo. Se acarició las mejillas con la barba crecida durante la noche y
sacando cuidadosamente sus enseres del armario los colocó en la repisa del
lavamanos. Frente al espejo, se volvió a mirar, el pelo aún sin peinar se
mantenía hacía atrás y las cejas bien arregladas sobre los ojos dormidos,
centrados por una diminuta nariz ganchuda. Su cuerpo flaco lo hacía perfecto
para llevar traje, la mejor percha. Depositó una nube de espuma en la palma de
la mano izquierda y acariciándose la esparció por la cara. Luego con una navaja
de barbero, rasuró las mejillas cuidadosamente y con unas ligeras palmadas se
aplicó su loción Valet, que compraba a precios desorbitados en el mercado
negro, extraña afición para un mayordomo.
Con los zapatos
lustrados sin una mota de polvo y el traje pulcramente planchado avanzaba con
paso firme hacía la biblioteca, que era además, el despacho del embajador y
donde recibía a la mayoría de sus invitados. Entró a oscuras y por supuesto no tropezó
con ninguno de los bustos que adornaban el salón. Esquivó el gran escritorio y
la mesilla de Eva, la secretaria y llegó a los ventanales, retiró las cortinas
y la famosa luz de Sibaris entro iluminando la estancia y a medida que iba
corriendo las cortinas y abriendo las ventanas menos oscuridad quedaba hasta
que ya no quedaron más cortinas y no pudo caber más luz. Retrocedió sobre sus
pasos y justo cuando pasaba por delante de la mesa de Eva se detuvo y ordenó el
fajo de papeles que se apilaban sin ningún orden sobre la mesa, haciendo el
gesto de un padre que observa a un hijo que no acaba de encarrilarse.
Nilda, vieja y
concienzuda, saludó con una sonrisa a Modesto cuando este apareció en la
cocina. El señor embajador siempre desayunaba lo mismo, un huevo escalfado, un
zumo de naranja natural, una tostada con queso fresco y una taza de café Kopi
Luwak. Esta última, una excentricidad del embajador que sin chistar Modesto
complacía comprando el preciado café entre sus contactos del mercado
clandestino.
Modesto era un lector
voraz, leía novelas de todo tipo, de intriga, de amor, de aventuras,
históricas… y tras años de leer esas novelas había llegado a una conclusión que
también se había convertido en un modus
vivendi. La conclusión después de
comprobar que en todas sus novelas los protagonistas eran aventureros, gente
apasionada que vivía al límite cualquier cosa que les sucediera entraba dentro
de su monotonía, así pues el había basado su vida en la más absoluta monotonía,
el horario estricto, lo movimientos comedidos y el rictus de su cara le daban
la oportunidad perfecta para disfrutar de las pequeñas cosas. Así pues si una
mañana cuando estaba abriendo las ventanas de la biblioteca comprobaba que la
tormenta que había azotado la ciudad estaba amainando y había sido sorprendida
por el sol, comprobaba con la ilusión de un niño como el arco iris se alzaba
desde el horizonte, esas cosas que ya a muchos no sorprenden, a él le alegraban
el día y eso se había convencido era gracias a su estricta monotonía.
Esa mañana el embajador
había amanecido en uno de sus días melancólicos, se había sentado en el comedor
sin mirar a Modesto y saludándolo con un gruñido leyó el diario y comió.
Modesto sabía que en uno de esos días él podría dedicarse a sus quehaceres pues
su patrón poco o nada tendría que pedirle, se dedicaría vagar por la sala de
los regalos, seguido por Eva para tomar nota de las cartas que le dictaría,
cartas dirigidas a otros amigos embajadores o antiguos compañeros de
universidad. La sala de los regalos era el orgullo del embajador, era una
enorme sala donde coleccionaba o almacenaba todos los regalos que le habían
hecho a lo largo de su vida como plenipotenciario, jefes de estado, famosos
músicos, príncipes, otros embajadores… le habían regalado, extraños objetos,
ropas de lujo, joyas, caballos de madera y un largo etcétera, esa la auténtica
pasión del embajador, pasearse entre sus regalos.
Así pues salió de la
embajada dirección al centro. Siempre que podía se escapaba al centro, le
gustaba mucho comprar él mismo algunos productos frescos que luego se servirían
en la comida o en la cena. Realmente el centro era lo único que continuaba
siendo igual que siempre, la guerra había dejado esquilmada esa hermosa ciudad.
De vez en cuando surgían nuevas esperanzas y parecía que la luz aparecía al
final del túnel, pero siempre lo acaba estropeando un atentado o un conato de
golpe de estado que duraba algunas horas o quizás un par de días. Nunca
descansaban las balas en esa ciudad.
Haciendo honor a su
metodología y a su rigor, sacó un papel del bolsillo de la chaqueta y lo
desdobló, con perfecta caligrafía había escrito la lista para no salirse de su
camino. Lo primero y primordial era encontrar la loción Valet. Su suministrador
habitual, Melchor no estaba en la ciudad había partido hacía la costa para
recibir un barco de mercancía y no volvería hasta dentro de dos o tres semanas,
imposible aguantar con el último bote de Valet que le quedaba, así que haciendo
memoria se puso a pensar mientras paseaba quien podría tener su preciado
tesoro. No le costó demasiado armar un recorrido en su cabeza de los almacenes
ilegales que debía recorrer, los conocía todos a la perfección así que
colándose por una callejuela se dirigió hacía el bazar del Turco, un antiguo
comercio que regentaba un turco que podía conseguir prácticamente cualquier
cosa siempre que el comprador tuviese el dinero suficiente. El Turco como todos
lo llamaban era exactamente eso, turco. Un turco rechoncho de cara ovalada,
tronco ancho y corto y piernas y brazos escuetos. Se acercó como se acercaba a
todos sus clientes, como si fuese sus mejores clientes, sus mejores amigos. Y
cómo siempre sosteniendo los brazos de Modesto con sus dos manazas le dijo
(como les decía a todos):
—Querido
Modesto, tengo algo que sólo una persona tan refinada como usted puede
apreciar.
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