viernes, 7 de junio de 2013

ENTRE ANÓNIMOS VAGONES (I)

 Manolo estaba convencido que las chapas de naranjada eran las idóneas para nuestras fechorías, pues aseguraba que la pólvora en contacto con el acido cítrico del refresco hacía una mezcla perfecta. Yo nunca estuve convencido pero, por no discutir sólo usábamos esas chapas. La mecánica era sencilla, con el horario de los ferrocarriles bien estudiado nos ubicábamos a un lado de las vías, separados de la estación para estar lo más alejados posible del viejo Ulises y de su perro Trevit, colocábamos entonces las chapas encima de una vía y con mucho cuidado las rellenábamos de pólvora y cuando ya estaban llenas y aplanadas, sólo quedaba esperar. Así pasábamos Manolo y yo los días de verano cuando sólo teníamos nueve años.

Eran tan parecidos, Ulises en una silla de madera en el andén y Trevit a su lado dormitando, eran tan parecidos que sí uno tenía un poco de imaginación podía oír como el perro hablaba y el humano ladraba. Ulises, enjuto y malhumorado sostenía un puro con la mano derecha, y con un movimiento constante movía la dentadura postiza dentro de su boca. Y como no existen dentaduras para perro, Trevit bostezaba mostrando sus brillantes encías. Ulises era el jefe de estación, en realidad era el único empleado del ferrocarril en esa estación, él no sólo era jefe, era expendedor de boletos, encargado del servicio de limpieza y el ocupante de la vivienda que se situaba en la planta superior de la estación. Los niños del pueblo teníamos verdadero pánico a esa extraña pareja. Los domingos los veíamos pasear después de misa, Ulises vistiendo un viejísimo traje negro y Trevit igual de decrépito, siempre al lado de su amo, y nosotros nos agarrábamos a las faldas de nuestras madres, pues corría el rumor que Ulises había secuestrado, matado y devorado a un niño del pueblo, a Marquitos. Un rumor que empezó uno de los chicos grandes y los pequeños habíamos creído a pies juntillas. Más tarde descubrí que Marquitos había sido enviado por sus padres a un internado de la capital, pero hasta entonces veía a ese hombre como a un devorador de niños.
Apostados junto a las vías esperábamos bebiendo naranjada la llegada del próximo tren. Y entonces siempre sucedía lo mismo, a lo lejos, tras un pinar y bajando la ladera lo veíamos, a toda velocidad descendía el ferrocarril y preparados para el espectáculo revisábamos la hilera de chapas cargadas de pólvora, y corríamos tras un montón de cajas y maderos que utilizábamos como trinchera. Y se acercaba raudo por las vías sin saber lo que le deparaba el destino y pasaba frente a nosotros aplastando las chapas y haciendo detonar los pequeños explosivos. Para nosotros esa pirotecnia era mucho mejor que cualquier otra, el ferrocarril pasaba sin inmutarse y nosotros saltábamos y nos abrazábamos; cuando ya no podíamos casi respirar, entre carcajadas y jadeos volvíamos cada uno a nuestras respectivas casas pues nuestras madres nos esperaban con la comida.
Esa fue la mejor época de mi vida, pero recuerdo perfectamente cuándo terminó, y lo recuerdo porque lloré mucho. Vino la madre de Manolo a mi casa a contarnos la noticia y tanto mi madre como ella estaban muy contentas y yo aún no sabía la desgracia que tanto las alegraba.
− ¿Has oído cariño? Manolo y sus padres se van a la capital…
Al parecer al padre de Manolo le habían ofrecido un trabajo en una fábrica y se iban a vivir a la capital. Lo harían para siempre pues nunca jamás volví a ver a Manolo. Pero eso no me lo dijo mi madre en ese momento ya que no dejé que terminase de contarme la catástrofe, salí corriendo por el patio, salté la pequeña alambrada que lo separaba del campo y no paré de correr hasta llegar a la trinchera donde Manolo y yo nos escondíamos para ver como explotaban las chapas. Y lloré, lloré hasta que no me quedaron lágrimas.
Por ese entonces la pérdida de un amigo era el fin del mundo. Manolo y yo lo hacíamos todo juntos, además de hacer explotar las chapas bajo el ferrocarril, que sin lugar a dudas era nuestro pasatiempo favorito, le robábamos melones al frutero que conocedor de nuestros hurtos cargaba la fruta robada a la cuenta de nuestras madres. También recolectábamos las botellas de vidrio de nuestros familiares y con lo que nos daba el bodeguero, nos comprábamos una bolsa llena de caramelos. Pero eso se terminó. Nunca más volví a ver a Manolo.
Es increíble lo rencoroso que puede llegar a ser un niño y las ideas que le pueden surgir de la cabeza. No sé que extraña lógica usé para llegar a la conclusión a la que llegué, pero se me metió entre ceja y ceja que el culpable de la partida de Manolo era el ferrocarril. No se me ocurrió pensar que el hecho que en la comarca empezaba a escasear el empleo y que el padre de Manolo tenía que buscar trabajo fuera, eso ni se me pasó por la cabeza, pensé que si el ferrocarril no hubiera existido Manolo no se podría haber marchado y esa idea se enquistó en mi cerebro y poco a poco fui urdiendo una venganza.
Los maderos pesaban, sobre todo para que los moviese uno solo, pero uno a uno los fui arrastrando al otro lado de la vía, justo en frente por donde pasaban los trenes que se iban del pueblo, en uno de esos en los que Manolo se había marchado.
La venganza no fue tan complicada de tramar, simplemente pensé que a más pólvora mayor estallido, esa fue la aritmética del mal que utilicé. Así que dejé de lado las chapas de los refrescos y coloqué encima de la vía una lata de betún vacía, la comparación entre esa lata y una chapa era absurda, cabía casi quince veces más pólvora y, sin prisa pero sin pausa, llené la lata hasta que estuvo llena a rebosar.
Luego me contaron que el estruendo se escuchó desde la plaza, el padre Héctor que salía de la iglesia se santiguó y miró la nube de polvo que se alzaba hacía el cielo.

Desde mi trinchera lo pude ver perfectamente, pude ver como la lata estallaba y hacía que el vagón se elevase sensiblemente, pude ver también como la rueda metálica se abollaba y como una a una sus compañeras descarrilaban y el ferrocarril comenzaba a andar por la tierra. Aunque a primera instancia la venganza había salido a la perfección, un miedo terrible me inundó y como si el mismísimo diablo me persiguiese huí a mi casa, salte la alambrada, crucé el patio y subí corriendo a mi habitación para tirarme de cabeza a la cama.

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