Manolo estaba convencido que las chapas de naranjada eran
las idóneas para nuestras fechorías, pues aseguraba que la pólvora en contacto
con el acido cítrico del refresco hacía una mezcla perfecta. Yo nunca estuve
convencido pero, por no discutir sólo usábamos esas chapas. La mecánica era
sencilla, con el horario de los ferrocarriles bien estudiado nos ubicábamos a
un lado de las vías, separados de la estación para estar lo más alejados
posible del viejo Ulises y de su perro Trevit, colocábamos entonces las chapas
encima de una vía y con mucho cuidado las rellenábamos de pólvora y cuando ya
estaban llenas y aplanadas, sólo quedaba esperar. Así pasábamos Manolo y yo los
días de verano cuando sólo teníamos nueve años.
Eran tan parecidos, Ulises
en una silla de madera en el andén y Trevit a su lado dormitando, eran tan
parecidos que sí uno tenía un poco de imaginación podía oír como el perro
hablaba y el humano ladraba. Ulises, enjuto y malhumorado sostenía un puro con
la mano derecha, y con un movimiento constante movía la dentadura postiza
dentro de su boca. Y como no existen dentaduras para perro, Trevit bostezaba
mostrando sus brillantes encías. Ulises era el jefe de estación, en realidad
era el único empleado del ferrocarril en esa estación, él no sólo era jefe, era
expendedor de boletos, encargado del servicio de limpieza y el ocupante de la
vivienda que se situaba en la planta superior de la estación. Los niños del
pueblo teníamos verdadero pánico a esa extraña pareja. Los domingos los veíamos
pasear después de misa, Ulises vistiendo un viejísimo traje negro y Trevit
igual de decrépito, siempre al lado de su amo, y nosotros nos agarrábamos a las
faldas de nuestras madres, pues corría el rumor que Ulises había secuestrado,
matado y devorado a un niño del pueblo, a Marquitos. Un rumor que empezó uno de
los chicos grandes y los pequeños habíamos creído a pies juntillas. Más tarde
descubrí que Marquitos había sido enviado por sus padres a un internado de la
capital, pero hasta entonces veía a ese hombre como a un devorador de niños.
Apostados junto a las vías
esperábamos bebiendo naranjada la llegada del próximo tren. Y entonces siempre
sucedía lo mismo, a lo lejos, tras un pinar y bajando la ladera lo veíamos, a
toda velocidad descendía el ferrocarril y preparados para el espectáculo
revisábamos la hilera de chapas cargadas de pólvora, y corríamos tras un montón
de cajas y maderos que utilizábamos como trinchera. Y se acercaba raudo por las
vías sin saber lo que le deparaba el destino y pasaba frente a nosotros aplastando
las chapas y haciendo detonar los pequeños explosivos. Para nosotros esa
pirotecnia era mucho mejor que cualquier otra, el ferrocarril pasaba sin
inmutarse y nosotros saltábamos y nos abrazábamos; cuando ya no podíamos casi
respirar, entre carcajadas y jadeos volvíamos cada uno a nuestras respectivas
casas pues nuestras madres nos esperaban con la comida.
Esa fue la mejor época de
mi vida, pero recuerdo perfectamente cuándo terminó, y lo recuerdo porque lloré
mucho. Vino la madre de Manolo a mi casa a contarnos la noticia y tanto mi
madre como ella estaban muy contentas y yo aún no sabía la desgracia que tanto
las alegraba.
− ¿Has oído cariño? Manolo
y sus padres se van a la capital…
Al parecer al padre de
Manolo le habían ofrecido un trabajo en una fábrica y se iban a vivir a la
capital. Lo harían para siempre pues nunca jamás volví a ver a Manolo. Pero eso
no me lo dijo mi madre en ese momento ya que no dejé que terminase de contarme
la catástrofe, salí corriendo por el patio, salté la pequeña alambrada que lo
separaba del campo y no paré de correr hasta llegar a la trinchera donde Manolo
y yo nos escondíamos para ver como explotaban las chapas. Y lloré, lloré hasta
que no me quedaron lágrimas.
Por ese entonces la
pérdida de un amigo era el fin del mundo. Manolo y yo lo hacíamos todo juntos,
además de hacer explotar las chapas bajo el ferrocarril, que sin lugar a dudas
era nuestro pasatiempo favorito, le robábamos melones al frutero que conocedor
de nuestros hurtos cargaba la fruta robada a la cuenta de nuestras madres.
También recolectábamos las botellas de vidrio de nuestros familiares y con lo
que nos daba el bodeguero, nos comprábamos una bolsa llena de caramelos. Pero
eso se terminó. Nunca más volví a ver a Manolo.
Es increíble lo rencoroso
que puede llegar a ser un niño y las ideas que le pueden surgir de la cabeza.
No sé que extraña lógica usé para llegar a la conclusión a la que llegué, pero
se me metió entre ceja y ceja que el culpable de la partida de Manolo era el
ferrocarril. No se me ocurrió pensar que el hecho que en la comarca empezaba a
escasear el empleo y que el padre de Manolo tenía que buscar trabajo fuera, eso
ni se me pasó por la cabeza, pensé que si el ferrocarril no hubiera existido
Manolo no se podría haber marchado y esa idea se enquistó en mi cerebro y poco
a poco fui urdiendo una venganza.
Los maderos pesaban, sobre
todo para que los moviese uno solo, pero uno a uno los fui arrastrando al otro
lado de la vía, justo en frente por donde pasaban los trenes que se iban del
pueblo, en uno de esos en los que Manolo se había marchado.
La venganza no fue tan
complicada de tramar, simplemente pensé que a más pólvora mayor estallido, esa
fue la aritmética del mal que utilicé. Así que dejé de lado las chapas de los
refrescos y coloqué encima de la vía una lata de betún vacía, la comparación
entre esa lata y una chapa era absurda, cabía casi quince veces más pólvora y,
sin prisa pero sin pausa, llené la lata hasta que estuvo llena a rebosar.
Luego me contaron que el
estruendo se escuchó desde la plaza, el padre Héctor que salía de la iglesia se
santiguó y miró la nube de polvo que se alzaba hacía el cielo.
Desde mi trinchera lo pude
ver perfectamente, pude ver como la lata estallaba y hacía que el vagón se
elevase sensiblemente, pude ver también como la rueda metálica se abollaba y
como una a una sus compañeras descarrilaban y el ferrocarril comenzaba a andar
por la tierra. Aunque a primera instancia la venganza había salido a la
perfección, un miedo terrible me inundó y como si el mismísimo diablo me
persiguiese huí a mi casa, salte la alambrada, crucé el patio y subí corriendo
a mi habitación para tirarme de cabeza a la cama.
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