viernes, 16 de agosto de 2013

CALDO DE GALLINA

Camino hacía la oficina, arrastrando los pies, juntando sudor sobre mis cejas, resbalándome las gafas por la nariz. Un sol altivo e impertinente me advierte que como no esté reparado el aire acondicionado del edificio inteligente donde se ubica mi empresa las voy a pasar canutas, pero canutas de verdad.

Saco la bolsita de tabaco, el papel y los filtros, empiezo a liar un cigarrillo y de pronto el enemigo natural del tabaco de liar aparece, una ráfaga de viento, que por un lado agradezco infinitamente y por otro maldigo. Me obliga a retorcerme a esconder mi manualidad contra mi pecho sudoroso y al fin, vuela tabaco y papel alejándose de mí, cruzando las vías del tranvía y perdiéndose entre las hojas secas tan típicas de los plátanos enfermos.
Maldigo en arameo y busco un banco de madera para sentarme y liar mi cigarrillo con algo más de tranquilidad. A reguardo del viento o por lo menos en una posición más cómoda para evitar que otra porción de tabaco salga volando.
Al viejito yo ya lo había visto, se sienta a la sombra con un perro tan viejo como él, un perro faldero que no está en el suelo, sino sentado junto a él, en el banco. Un can de culo gordo y patas cortas, de ojos vidriosos y hocico blanquecino. Me siento junto a ellos con un: “Nas tardes” que arrastro por el insoportable calor. El anciano asiente con la cabeza y se frota la barriga, redonda y dura que asoma por la camisa totalmente abierta. El perro me mira, en realidad gira la cabeza hacía mí, no creo que las espesas cataratas que le cubren los ojos le permitan identificar si soy un ser humano o un rinoceronte, pero parece ser que el olfato aún le funciona y acerca su trufa húmeda a mi mano y yo dejo que me huela, que me olisquee y se quede tranquilo, no hay peligro, soy amigo.
De nuevo, coloco el filtro en el extremo de un papel de arroz, como en un complejo origami reparto el tabaco y formo un canuto que enrollo con paciencia, impregno la goma del papel y termino enrollándolo formando un cigarrillo casi perfecto. Es temprano, así que aún no retomo el camino, enciendo el cigarrillo y expulso una bocanada de humo.
El anciano llevaba unas enormes gafas de sol, cuadradas, gruesas y un cordón de oro que se posaba sobre su pecho.  Como un par de autómatas acompasados cánido y hombre me miraron, ambos, con el mismo encogimiento de nariz, olisquearon el humo blanco que salía de mi nariz.
―Hay que ver ―dijo sacándose las gafas de sol mostrándome unas cataratas igual de espesas que las de su compañero perruno ―Todo vuelve. Yo fumaba eso cuando era joven.
Yo sonreí y él se pasó la lengua por los labios, no es preciso ser demasiado avispado para saber que el viejo se moría de ganas por un cigarrillo así que le ofrecí todo el kit.
―¿Puedo?
―Faltaría más.
Sacó un papel del librillo y lo alisó entre los dedos pulgar e índice de cada mano, se lo acercó a la nariz y lo olió, lo mismo hizo cuando abrió la bolsa con el tabaco. Arrugó el hocico y cerró los ojos.
―No es exactamente lo mismo, es más flojucho. Yo fumaba caldo de gallina.
Supongo que es como ir en bicicleta, sacó un pellizco de hebras de tabaco y lo colocó cuidadosamente sobre el papel, armó el cigarrillo en pocos segundos y se lo colocó entre los labios. Le ofrecí fuego.
―¡Qué maravilla! ―dijo mientras exhalaba el humo de la primera calada.
Me levanté, guardé el tabaco y le ofrecí mi mano. Le encajó con suavidad y se colocó de nuevo las gafas de sol, se sacó el cigarrillo de la boca, se le pegó un poco el filtro en los labios secos y escupió un trozo de tabaco.
Imaginé a su esposa en casa, preparando la comida, algo fresco, quizás merluza a la romana y una ensalada de lechuga y tomate, escuchando la radio en la cocina, con una bata de flores y un delantal, simplemente lo imaginé. Imaginé que él llegaría y dejaría la correa del perro sobre la mesa y este cojearía hasta la manta colocada junto a la puerta del balcón. El hombre entraría en la cocina y besaría a su mujer, como siempre en la mejilla, desde atrás y miraría por encima de su hombro para saber que le deparaba el destino culinario. Ella frunciría el ceño, se giraría y señalaría al hombre con el cuchillo.
―Tú has fumado.
―No digas tonterías mujer, ¿qué voy a fumar?

Saldría al comedor y se sentaría en el sofá, en su sitio, ese que está más gastado y hundido y sonreiría, y se pasaría la lengua por los dientes que aún sabían a caldo de gallina.

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