Camino hacía la oficina, arrastrando los pies, juntando
sudor sobre mis cejas, resbalándome las gafas por la nariz. Un sol altivo e
impertinente me advierte que como no esté reparado el aire acondicionado del
edificio inteligente donde se ubica mi empresa las voy a pasar canutas, pero
canutas de verdad.
Saco la bolsita de tabaco, el papel y los filtros, empiezo a
liar un cigarrillo y de pronto el enemigo natural del tabaco de liar aparece,
una ráfaga de viento, que por un lado agradezco infinitamente y por otro
maldigo. Me obliga a retorcerme a esconder mi manualidad contra mi pecho
sudoroso y al fin, vuela tabaco y papel alejándose de mí, cruzando las vías del
tranvía y perdiéndose entre las hojas secas tan típicas de los plátanos
enfermos.
Maldigo en arameo y busco un banco de madera para sentarme y
liar mi cigarrillo con algo más de tranquilidad. A reguardo del viento o por lo
menos en una posición más cómoda para evitar que otra porción de tabaco salga
volando.
Al viejito yo ya lo había visto, se sienta a la sombra con
un perro tan viejo como él, un perro faldero que no está en el suelo, sino
sentado junto a él, en el banco. Un can de culo gordo y patas cortas, de ojos
vidriosos y hocico blanquecino. Me siento junto a ellos con un: “Nas tardes”
que arrastro por el insoportable calor. El anciano asiente con la cabeza y se
frota la barriga, redonda y dura que asoma por la camisa totalmente abierta. El
perro me mira, en realidad gira la cabeza hacía mí, no creo que las espesas
cataratas que le cubren los ojos le permitan identificar si soy un ser humano o
un rinoceronte, pero parece ser que el olfato aún le funciona y acerca su trufa
húmeda a mi mano y yo dejo que me huela, que me olisquee y se quede tranquilo,
no hay peligro, soy amigo.
De nuevo, coloco el filtro en el extremo de un papel de
arroz, como en un complejo origami reparto el tabaco y formo un canuto que
enrollo con paciencia, impregno la goma del papel y termino enrollándolo
formando un cigarrillo casi perfecto. Es temprano, así que aún no retomo el
camino, enciendo el cigarrillo y expulso una bocanada de humo.
El anciano llevaba unas enormes gafas de sol, cuadradas,
gruesas y un cordón de oro que se posaba sobre su pecho. Como un par de autómatas acompasados cánido y
hombre me miraron, ambos, con el mismo encogimiento de nariz, olisquearon el
humo blanco que salía de mi nariz.
―Hay que ver ―dijo sacándose las gafas de sol mostrándome
unas cataratas igual de espesas que las de su compañero perruno ―Todo vuelve.
Yo fumaba eso cuando era joven.
Yo sonreí y él se pasó la lengua por los labios, no es
preciso ser demasiado avispado para saber que el viejo se moría de ganas por un
cigarrillo así que le ofrecí todo el kit.
―¿Puedo?
―Faltaría más.
Sacó un papel del librillo y lo alisó entre los dedos pulgar
e índice de cada mano, se lo acercó a la nariz y lo olió, lo mismo hizo cuando
abrió la bolsa con el tabaco. Arrugó el hocico y cerró los ojos.
―No es exactamente lo mismo, es más flojucho. Yo fumaba
caldo de gallina.
Supongo que es como ir en bicicleta, sacó un pellizco de
hebras de tabaco y lo colocó cuidadosamente sobre el papel, armó el cigarrillo
en pocos segundos y se lo colocó entre los labios. Le ofrecí fuego.
―¡Qué maravilla! ―dijo mientras exhalaba el humo de la
primera calada.
Me levanté, guardé el tabaco y le ofrecí mi mano. Le encajó
con suavidad y se colocó de nuevo las gafas de sol, se sacó el cigarrillo de la
boca, se le pegó un poco el filtro en los labios secos y escupió un trozo de
tabaco.
Imaginé a su esposa en casa, preparando la comida, algo
fresco, quizás merluza a la romana y una ensalada de lechuga y tomate,
escuchando la radio en la cocina, con una bata de flores y un delantal, simplemente
lo imaginé. Imaginé que él llegaría y dejaría la correa del perro sobre la mesa
y este cojearía hasta la manta colocada junto a la puerta del balcón. El hombre
entraría en la cocina y besaría a su mujer, como siempre en la mejilla, desde
atrás y miraría por encima de su hombro para saber que le deparaba el destino
culinario. Ella frunciría el ceño, se giraría y señalaría al hombre con el
cuchillo.
―Tú has fumado.
―No digas tonterías mujer, ¿qué voy a fumar?
Saldría al comedor y se sentaría en el sofá, en su sitio,
ese que está más gastado y hundido y sonreiría, y se pasaría la lengua por los
dientes que aún sabían a caldo de gallina.
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