martes, 13 de agosto de 2013

ESTÁ TODO DECIDIDO

A mi abuelo lo encontró el portero, inconsciente en el suelo. Hacía días que no lo veía y se preocupó, subió a su apartamento, el cuarto efe, y lo encontró tirado en el suelo, con sangre en la cabeza. No lo volvió a ver, mi abuelo murió en una habitación de hospital a diez mil quilómetros de mí. Y uno piensa al final de la escapada, que vivió como quiso, que se lo bebió y comió todo y que los últimos años, con el pecho abierto como un pollo por una vida de excesos, los vivió de regalo, que fueron tiempo de descuento. Probablemente se merecía morir de otra forma, morir en una mesa colapsado por una par de empanadas y un buen vaso de vino tinto, pero…

Me acuerdo de él a menudo, cuando escucho un tango o cuando huelo el cuero, él olía a cuero y a vino. Y pienso como las distancias magnifican cualquier hecho, como nos preocupábamos por su salud desde aquí, como con los años pensábamos que se podría hacer cuando fuese viejito del todo y no pudiese valerse por sí mismo. Pensamos en ponerle alguien en casa, en geriátricos o residencias, tan lejos… Pero en fin, él ya tenía sus planes.
―Comparado con el otro lugar, esto es el Sheraton Hotel.
La anciana que estaba junto a ella mascaba el aire con una incesante mueca de delirio, los ojos vidriosos y perdidos, la mandíbula oscilante y un vaivén constante de su decrépito cuerpo que se marchita en una silla de la sala común de ese geriátrico.
El primo de mi abuelo caminaba como todos los ancianos de mi familia, echado hacía delante soportando el peso de los años (y de nuestra panza característica) y las manos entrecruzadas en la espalda, lo miré al y asentí, tampoco sabía que decir exactamente. Atravesamos una especie de patio interior convertido en jardín, con maceteros con plantas y flores y entramos en el geriátrico. Todos los lugares tienen un olor característico, los hospitales lo tienen, los gimnasios también, y los geriátricos huelen igualito en Don Torcuato provincia de Buenos Aires que en San Celoni o Rivas VaciaMadrid. A desinfectado, a ropa vieja, a lejía, a almax, a vacío.
Sinceramente creía que la hermana de mi abuelo estarçia desconectada del mundo real, cuando me enteré de su situación su hijo me dijo: “A la vieja se le terminó la cuerda”. Eso es lo que creía que me encontraría, un caparazón vacío, una cáscara seca sin vida interior.
La encontré más flaca, junto a la anciana de mandíbula inquieta, en un rinconcito encorvada, como siempre, con la cara arrugada y las gafas en la punta de la nariz, leía Un tiempo de rupturas de Eric Hobsbawm, curiosa literatura para alguien que se le ha terminado la cuerda, pensé. Pensé en lo distintos que pueden llegar a ser los hermanos, no recuerdo un solo libro que hubiese leído mi abuelo, a lo sumo algún periódico con las noticias sobre las carreras de caballo y ahora Adelina leía un libro de Hobsbawm el historiador marxista británico de origen judío…
Me miró, su boca sonreía pero sus ojos no, es una extraña mueca la que intento describir, una alegría a medias, una sonrisa que intenta vencer a la tristeza, un gesto que lucha por dejar de mezclarse con otro, que intenta salir de la oscuridad. “Eres igual que tu padre” me dijo alargando las huesudas manos hacía mí.
Me olvidé de todo, del lugar donde estaba, de la gente que me acompañaba, del olor dulzón que llegaba a hipnotizar, y la abracé, la olí y seguía oliendo a Adelina, parecía ciertamente que acaba de salir de la cocina y aún olía a dulce de quinoto, pensé que quizá volvía de su jardín de cuidar sus orquídeas y me tocó la cara, como el ciego para intentar descubrirme después de diez años sin vernos.
¿Una cáscara vacía?, ¿Se le terminó la cuerda?... Hay que intentar no juzgar las decisiones de los demás si uno no tiene una mejor opción, diría más, si uno no puede dar él mismo una solución. No estaba gagá, no estaba ida, estaba en un lugar que no era el suyo. Como el preso que sabe de su inocencia pero nadie le cree. Lúcida como siempre, calmada como siempre, pero terriblemente deprimida, curioso lugar para tratar una depresión pensé mientras miraba a mi alrededor, un televisor prendido con el volumen demasiado alto, un montón de periódicos viejos sobre una mesilla y una rosario de ancianos que se apagaban poco a poco.
Quizá es la forma como estamos educados. Dicen que los esquimales abandonaban a sus ancianos en un bloque de hielo cuando ya no servían, ¿Qué nos diferencia?, ¿Qué hay de diferente entre Nanuk y nosotros?
Echaba de menos, sus libros, su casa, sus plantas, sus periódicos, sus amigas, su vida, su vida de anciana y yo la miraba y sonreía y ella me regalaba esa sonrisa a medio camino entre la felicidad y la tristeza, y pensé en mi abuelo que se bebió la vida como bebía vino, a grandes tragos y que nos dejó sin despedirse y la volví a mirar a ella, que sin dudarlo me hubiese acompañado a cualquier lugar, se hubiese levantado, hubiese agarrado con fuerza las muletas y hubiese huido conmigo de ese espantoso lugar. La abracé, la olí, me abrazó y me olió. Apretó todo lo fuerte que aprietan noventa años. Y prometí que la iba a llamar y suspiró y me acarició la cara.

―Está todo decidido m’hijo, ahora ustedes se van y yo me quedó acá. Dale un fuerte abrazo a tu viejo.

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