A mi abuelo lo encontró el portero, inconsciente en el
suelo. Hacía días que no lo veía y se preocupó, subió a su apartamento, el
cuarto efe, y lo encontró tirado en el suelo, con sangre en la cabeza. No lo
volvió a ver, mi abuelo murió en una habitación de hospital a diez mil
quilómetros de mí. Y uno piensa al final de la escapada, que vivió como quiso,
que se lo bebió y comió todo y que los últimos años, con el pecho abierto como
un pollo por una vida de excesos, los vivió de regalo, que fueron tiempo de
descuento. Probablemente se merecía morir de otra forma, morir en una mesa
colapsado por una par de empanadas y un buen vaso de vino tinto, pero…
Me acuerdo de él a menudo, cuando escucho un tango o cuando
huelo el cuero, él olía a cuero y a vino. Y pienso como las distancias
magnifican cualquier hecho, como nos preocupábamos por su salud desde aquí,
como con los años pensábamos que se podría hacer cuando fuese viejito del todo
y no pudiese valerse por sí mismo. Pensamos en ponerle alguien en casa, en
geriátricos o residencias, tan lejos… Pero en fin, él ya tenía sus planes.
―Comparado con el otro lugar, esto es el Sheraton Hotel.
La anciana que estaba junto a ella mascaba el aire con una
incesante mueca de delirio, los ojos vidriosos y perdidos, la mandíbula oscilante
y un vaivén constante de su decrépito cuerpo que se marchita en una silla de la
sala común de ese geriátrico.
El primo de mi abuelo caminaba como todos los ancianos de mi
familia, echado hacía delante soportando el peso de los años (y de nuestra
panza característica) y las manos entrecruzadas en la espalda, lo miré al y
asentí, tampoco sabía que decir exactamente. Atravesamos una especie de patio
interior convertido en jardín, con maceteros con plantas y flores y entramos en
el geriátrico. Todos los lugares tienen un olor característico, los hospitales
lo tienen, los gimnasios también, y los geriátricos huelen igualito en Don
Torcuato provincia de Buenos Aires que en San Celoni o Rivas VaciaMadrid. A
desinfectado, a ropa vieja, a lejía, a almax, a vacío.
Sinceramente creía que la hermana de mi abuelo estarçia
desconectada del mundo real, cuando me enteré de su situación su hijo me dijo:
“A la vieja se le terminó la cuerda”. Eso es lo que creía que me encontraría,
un caparazón vacío, una cáscara seca sin vida interior.
La encontré más flaca, junto a la anciana de mandíbula
inquieta, en un rinconcito encorvada, como siempre, con la cara arrugada y las
gafas en la punta de la nariz, leía Un
tiempo de rupturas de Eric Hobsbawm, curiosa literatura para alguien que se
le ha terminado la cuerda, pensé. Pensé en lo distintos que pueden llegar a ser
los hermanos, no recuerdo un solo libro que hubiese leído mi abuelo, a lo sumo
algún periódico con las noticias sobre las carreras de caballo y ahora Adelina
leía un libro de Hobsbawm el historiador marxista británico de origen judío…
Me miró, su boca sonreía pero sus ojos no, es una extraña
mueca la que intento describir, una alegría a medias, una sonrisa que intenta
vencer a la tristeza, un gesto que lucha por dejar de mezclarse con otro, que intenta
salir de la oscuridad. “Eres igual que tu padre” me dijo alargando las huesudas
manos hacía mí.
Me olvidé de todo, del lugar donde estaba, de la gente que
me acompañaba, del olor dulzón que llegaba a hipnotizar, y la abracé, la olí y
seguía oliendo a Adelina, parecía ciertamente que acaba de salir de la cocina y
aún olía a dulce de quinoto, pensé que quizá volvía de su jardín de cuidar sus
orquídeas y me tocó la cara, como el ciego para intentar descubrirme después de
diez años sin vernos.
¿Una cáscara vacía?, ¿Se le terminó la cuerda?... Hay que
intentar no juzgar las decisiones de los demás si uno no tiene una mejor
opción, diría más, si uno no puede dar él mismo una solución. No estaba gagá,
no estaba ida, estaba en un lugar que no era el suyo. Como el preso que sabe de
su inocencia pero nadie le cree. Lúcida como siempre, calmada como siempre,
pero terriblemente deprimida, curioso lugar para tratar una depresión pensé
mientras miraba a mi alrededor, un televisor prendido con el volumen demasiado
alto, un montón de periódicos viejos sobre una mesilla y una rosario de
ancianos que se apagaban poco a poco.
Quizá es la forma como estamos educados. Dicen que los
esquimales abandonaban a sus ancianos en un bloque de hielo cuando ya no
servían, ¿Qué nos diferencia?, ¿Qué hay de diferente entre Nanuk y nosotros?
Echaba de menos, sus libros, su casa, sus plantas, sus
periódicos, sus amigas, su vida, su vida de anciana y yo la miraba y sonreía y
ella me regalaba esa sonrisa a medio camino entre la felicidad y la tristeza, y
pensé en mi abuelo que se bebió la vida como bebía vino, a grandes tragos y que
nos dejó sin despedirse y la volví a mirar a ella, que sin dudarlo me hubiese
acompañado a cualquier lugar, se hubiese levantado, hubiese agarrado con fuerza
las muletas y hubiese huido conmigo de ese espantoso lugar. La abracé, la olí,
me abrazó y me olió. Apretó todo lo fuerte que aprietan noventa años. Y prometí
que la iba a llamar y suspiró y me acarició la cara.
―Está todo decidido m’hijo,
ahora ustedes se van y yo me quedó acá. Dale un fuerte abrazo a tu viejo.
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