viernes, 30 de agosto de 2013

EPÍSTOLA

Estimado señor,
                        Sé de buena tinta que la mayoría de las veces, usted no sabe de su condición. Usted cree que es una persona normal, alguien sociable con quien la gente se ríe. Bueno, lamento ser yo el que se lo diga, pero me veo obligado a hacerlo, alguien debe decir la verdad. Es usted un auténtico gilipollas.

Lo más probable es que ahora mismo usted esté leyendo estas líneas y aún no sepa que me estoy dirigiendo a usted, pero aún perteneciendo al selecto grupo que pertenece, puede usted pensar. ¿Es de la clase de hombre que con dos copas de vino se enturbia y empieza a decir sandeces?, es un gilipollas; ¿A los cinco minutos de conocer a alguien le llama por un apodo o un diminutivo de su nombre?, es un gilipollas; ¿sabe de la vida de su interlocutor y aun así tiene algún comentario racista sabiendo de sus orígenes extranjeros o comenta algo sobre el síndrome de Down sabiendo que su sobrina es una niña Down?, no sólo es un gilipollas sino que tiene una marcada tendencia al soplapollismo.
Llegados a este punto usted ya se habrá identificado, ya se sentirá aludido. Bien, vamos por buen camino. Supongo que a usted también les sucederá, a lo largo de toda una jornada se topará con distinta clase de gente. A mí me sucede, no dejo de encontrarme con tipos de su logia, me topo con gilipollas constantemente. De la misma forma que después de la lluvia aparecen los caracoles y uno no puede pasear por el campo sin que crujan bajo sus pies. No sé cuál es el fenómeno que les hace salir, pero de lo que estoy seguro es que salen y me los encuentro a diario. Parece ser que será inevitable que nos encontremos, que nuestros caminos están inevitablemente entrelazados y nos encontraremos en cenas y fiestas, en reuniones de trabajo y en eventos sociales de diferente índole, aceptemos pues que esto no lo podemos evitar. Lo que si podemos aprender a hacer, en realidad no es que podamos, es que debemos aprender, es a intentar que tras nuestros inevitables encuentros los dos sobrevivamos. En primer lugar porque usted no quiere morir y en segundo porque un servidor no tiene intención por ahora de terminar sus días entre rejas.
Para ello no sólo deberé identificarlo yo, sino que usted también deberá identificarme a mí, no sirve de nada que yo sepa que usted es un gilipollas y que no pueda hacer nada, más allá de infligir la clásica violencia física sobre su cuerpo, usted debe identificarme. Una persona como yo que acarrea con ella cientos de defectos, pero no el del gilipollismo, es fácilmente reconocible, deja hablar a los demás, no se ríe de las desgracias ajenas ―por lo menos no delante del “desgraciado”―, intenta escuchar para que la conversación sea fluida y lógica, no eructa en una cena familiar, llama a las puertas antes de entrar, son pequeños detalles que si usted está atento podrá observar en la gente que le rodea.
Excelente, ahora ya sabemos que yo puede ubicarle con facilidad y que usted tiene las herramientas para reconocerme a mí.  Entonces, cuando me vea aparecer debe hacer lo siguiente, comprendo que lo que propongo es complicado dada su condición de profundo gilipollas, pero sabré darle una oportunidad, levántese si es que está sentado, póngase la chaqueta si es que se la ha quitado y márchese. Ahora usted, como es un gilipollas ―y perdón por ser tan reiterativo, pero no quisiera que lo olvidara, usted es un gilipollas― dirá que no es justo que el que se tenga que ir sea usted y no yo, hubiese tenido razón si durante toda mi vida, el que ha luchado contra usted he sido yo, lo he tenido que aguantar en bodas y comuniones, en cenas con amigos, en mi hora de la comida en el trabajo. Así que, yo le pido encarecidamente que  por una maldita vez en su puerca vida me/nos deje tranquilos.
Le saluda atentamente

Su más acérrimo enemigo.

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