Ahora tomo mate con calor. Ahora que
he vuelto a la realidad sudo en el balcón, me chorrea sudor por las mejillas
apretadas que chupan la bombilla metálica del mate. Una gota ácida me cae en el
ojo derecho y lo cierro con fuerza, una mueca ridícula, labios apretados, un
ojo muy abierto el otro bien cerrado, en una mano el mate de silicona y en la
otra un cigarrillo con el filtro húmedo, parezco un cuadro de Schiele.
Ahora que la realidad me ha golpeado
con un martillo hecho de un verano tremendamente caluroso pienso en lo que ha
sucedido.
Tengo un texto a medio empezar o a
medio terminar en una carpeta de borradores que empieza así: “Aunque nací en
Barcelona crecí en Buenos Aires y lo hice sin salir de mi casa situada en el
barrio del Guinardó de Barcelona”.
Medio en broma medio en serio siempre
he dicho que la casa de mi padre es el consulado de Buenos Aires en Barcelona,
ahí crecí, rodeado de boleadoras colgadas en las paredes, tangos de Gardel o Goyeneche
sonando en el equipo de música, mate cocido para desayunar, flan con dulce de
leche en los postres, banderas en mi habitación, de pie con el himno. Setenta
metros cuadrados de Argentina en medio de Barcelona.
De adolescente pensaba que mi días
terminarían en Buenos Aires, pensé incluso en ir a estudiar ahí. Creía a pies
juntillas que mi vida estaba en esa ciudad. Un extraño síndrome de inmigrante
sin serlo. Como un conocida Argentina hija de rusos erradicados en Buenos Aires
que emigró a Barcelona y tras treinta años de exilio sigue teniendo la maleta hecha
bajo la cama para cuando vuelva.
Cuando uno fantasea con algo, cuando
de tanto pensar y soñar lo convierte en un hecho romántico, se aleja de la
realidad, crea un mundo imaginario, un país ficticio, una realidad paralela.
Incluso yendo y viniendo de ese país, que sin embargo es real, uno lo sigue
idealizando. Me ha sucedido, cuando viajaba volvía con una sonrisa extraña, una
sonrisa egoísta, he estado en un lugar donde vosotros humanos jamás estaréis,
el país de nunca jamás.
Sin embargo ahora es distinto, ahora
he vuelto de una realidad a otra. De una realidad invernal a una realidad
veraniega. Pero dos realidades reales (valga la redundancia), esta vez cuando
el avión despegó, como dice el tango se me piantó un lagrimón, una lágrima
extraña, tan extraña como el país que dejábamos atrás. Gal·la me miró, me
agarró la mano y sonrió, lo comprendía a la perfección.
Mi lugar no está en Buenos Aires, ahí
sólo (¿sólo?) tengo un gran pedazo de mi corazón. Cuando la lágrima se escurrió
por la mejilla lo comprendí, por fin había roto la burbuja de cristal, por fin
lo había descubierto. Es una realidad que no precisa de mi imaginación para
cambiar, que mi imaginación sólo hace que ensuciarla, se basta ella sola. Mi
realidad es donde he crecido, donde he aprendido a querer, incluso donde he
aprendido a querer a esa ciudad.
Al llegar a Barcelona, mi Barcelona.
Solo, con el espacio que sabe darme Gal·la me metí en mi estudio, el cenicero
repleto seguí ahí, el polvo amontonada y las pisadas de Frida sobre la mesa
también. Y justo en medio, en el suelo, puede que fuese una alucinación
producida por el calor, pero ahí estaba. Una vieja maleta de cartón, me
arrodillé, la abrí y saqué un viejo pañuelo con bordados ecuestres de mi
abuelo, un mate con una grieta, un viejo libro de Mafalda y a medida que iba
sacando los recuerdos de mi maleta supe que sí que la quería, que quería a esa
ciudad, a ese país, pero que todos los recuerdos debían ser recordados desde
aquí, desde el lugar que me vio crecer y donde aprendí a quererla.
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