Me levanté con una sensación extraña, no era exactamente un
nudo en el estómago, quizá sí, pero no un nudo cualquiera, sino un nudo hunter, que parece ser que es un nudo
muy seguro, estable y más fuerte que la unión del pescador o el nudo de rizo,
en fin… Me levanté con esa extraña sensación, salí al balcón y noté que el
tiempo había cambiado, el calor ya no era sofocante, había llovido toda la
noche y la lluvia había asesinado el bochorno y dejado tras de sí un cielo
plomizo y una brisa fría digna de una mañana de otoño y yo raro, como digo,
raro.
Me habían advertido, me aseguraban que ese día llegaría,
pero uno se niega a reconocerlo. No se cree capaz de tal cosa y no quiere creer
que él, que siempre ha defendido lo contrario, terminé claudicando, supongo que
estas cosas pasan. Ya saben lo que se dice: “nunca digas de esta agua no beberé
y este cura no es mi padre”.
Hemos hecho limpieza en casa. Me duele hasta decirlo, duele
dentro, en lo más hondo. Recuerdo cuando mi madre se levantaba con el pie de la
limpieza, ―no sé cuál será si el izquierdo o el derecho― eran días fatídicos,
uno se veía obligado a elegir. Y como digo, al ser uno víctima de esas
terribles jornadas se juraba que jamás se haría a sí mismo o un tercero lo
mismo que le hicieron a él. Pues nada, ya me he vuelto a traicionar. Ya sé lo
que sentía mi madre cuando se levantaba y se decía: “Hoy arraso”.
Me hice un mate, me construí un horrible cigarrillo sin
gafas y fumé dando vueltas por la casa. Hasta que llegué al lugar. Ese cuarto
que existe en todas las casas, es cueva de Alí Babá pero de los cachivaches,
ese agujero inmundo donde al principio de los tiempos reinaba sola la tabla de planchar―
en nuestro caso también lo acompaña el inodoro de Frida― un lugar donde de a
poco vamos juntando basura, maletas viejas, toallas y camisetas que servirán
para hacer trapos, bolsos en desuso, zapatos que deberían pasar urgentemente
por el quirófano remendón, una aspiradora del pleistoceno que has prometido
tirar a la basura en cuanto tengas un ratito, un par de cuadros que vete a
saber quién te regaló y que jamás colgarás.
Y ahí estaba yo, en el quicio de la puerta mirando ese maremágnum
de objetos acumulados, las montañas de cajas de zapatos apiladas en una esquina
―afición que heredamos de las madres, ¿por qué esa afición por las cajas?―, una
caja de cartón aún precintada de la última mudanza… Y entonces mi cerebro
cimbreó, parpadeé nervioso el ojo izquierdo y desaparecí de la escena para
reaparecer armado, con una escoba, un recogedor y un rollo de bolsas de basura.
Nunca lo he escuchado, nunca he leído ningún artículo al
respecto, pero es una auténtica droga. Gal·la se levantó y me vio peleándome
con el tubo del arcaico aspirador, aún dormida no comprendió bien lo que
sucedía, así era justamente como me sentía yo de pequeño. Esa era la cara.
Ahora yo era mi madre y Gal·la era yo, indefenso mirando como una enloquecida
madre –ahora enloquecido yo― metía trastos en una bolsa de basura. Sudado,
jadeante, con la cara manchada de polvo como si acabase de subir de una mina de
carbón la miré y dije: “Tómate un café que ahora empezamos con tu cuarto”. ¡No
me jodas! Casi lo dije con la voz de mi madre.
El comedor se convirtió en un campo de batalla, discos
antiguos, casetes, linternas, facturas añejas, fotos de tiempos pasados, libros
del colegio, llaveros, llaves de otros pisos… todo, no había filtro, el filtro
lo pone la víctima, lo ponía Gal·la. Yo la veía que miraba desconfiada, y de
vez en cuando escondía un tesoro, léase tesoro como peluche de su infancia, o
un disco de un música de algún grupo adolescente de su época.
Cuando terminé y me senté en el sofá, tal y como hacía mí
madre, quise llorar, me sentía extraordinariamente bien, pero a la vez me
sentía sucio, un traidor, un perro y un gallina. No sólo había traicionado a la
persona que soy ahora, sino que también había traicionado a mi niño interior,
al pequeño que escondía los cromos para que su madre no terminase con ellos. Me
fui caminando, arrastrando los pies hacía mi estudio y pasé por delante del
cuarto que otrora era un albañal y ahora lucía impecable, ordenado y pulcro.
¿Saben qué? Sonreí, sonreí de oreja a oreja. Se me pasó el arrepentimiento, y
me sentí triunfal, vencedor y orgulloso de la batalla ganada. No sé si será un
síntoma de madurez o simplemente un desorden hormonal, de esas hormonas
femeninas que todos tenemos… ¿desorden?, no, eso no puede ser…
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