Abríamos la segunda botella de Malbec y nos contó que su
madre Brunhilde, Brunilda, en fin, Nilda, estaba en Camboya. ¿Camboya? Sí,
Camboya, Estambul o Burkina Faso, el hecho es que no tenía ni la más remota
idea de donde estaba. Hacía años que los engranajes del cerebro fueron
perdiendo el aceite y se oxidaron de apoco. Hasta que el “amigo” alemán se
apoderó por completo de la anciana Nilda.
―Hay veces simplemente cree que soy la chica de la manicura,
otras me habla en Alemán y no entiendo una poronga.
El Malbec ya nos había teñido las lenguas y oscurecía los
dientes de nuestras sonrisas, señaló una vieja máquina de coser. Una antigua y
pesada máquina de hierro, como un pájaro carpintero metálico al que han
disecado y colocado en un estante.
―Esa máquina vino de Alemania y fue la que mamá uso para
trabajar durante su juventud.
Con la copa de vino en una mano se acercó a la máquina e hizo
girar la rueda, guardó un minuto de silencio, quizá menos, comenzó a hablar
justo cuando la rueda se detuvo. La miré, crucé la pierna derecha sobre la
izquierda y me recosté sobre el respaldo de la silla.
―Mamá nunca fue lo que se dice una madre modelo, tenía ese
carácter teutón pasado por el tamiz del hambre y del inmigrante. Frío, anguloso
y lúgubre. Cosía con esta máquina, la ropa de los vecinos y de algún cliente
fijo.
“Hablaba de la diáspora como si ella misma hubiese tratado
con el rey Ciro II El Grande o sobrevivido a la rebelión de Bar Kojba.” La
típica madre judía. Imagino que esa frase puede ser aplicada a cualquiera, la
típica madre catalana, la típica madre rusa o la típica madre inglesa, sólo se precisa
que la mujer sea jodida.
―Cuando parece no reconocerme y me habla en alemán regreso a mi infancia. La veo, con el moño
prieto en la nuca, los labios finos pintados de rojo y pedaleando con fuerza la
dichosa máquina. Reprochándome algo en su idioma materno y yo mirándola desde
la mesada de la cocina con el mate entre las manos.
Hablaba de pie, junto a la estantería, con la copa en la
mano, a veces mirándonos otras sus ojos se perdían a través de las rejas el
balcón, sonreía para sí, callada y retomaba el discurso: “No recuerdo que año
fue, pero yo aún no era adolescente, hubo problemas de dinero en casa y se tuvo
que empeñar la máquina, yo crecí con eso, con el “yo me sacrifiqué por la
familia y empeñe la máquina”, jodiéndole la vida a mi viejo, que tendría sus
cosas, pero a nosotras nos trataba como a reinas, a mi hermana a mí y a mi
vieja.”
Me levanté y llené la copa, no me dio las gracias pero me
sonrío con los ojos, la boca estaba entre abierta, pensando, estaba organizando
los recuerdos en su cabeza.
―No pasaban dos días, máximo tres, sin que la vieja nos
recordase como se había sacrificado y como quería ella esa máquina, como cuando
nuestro viejo no conseguía laburo ella traía el dinero a casa cosiendo como una
esclava, como una negra decía ella.
Comentó que su padre nunca dijo nada al respecto. “Mi viejo
nunca dijo nada al respecto, lo recuerdo sentado en una pequeña mesa junto a la
ventana jugando solo al ajedrez, con la radio prendida escuchando tango,
recuerdo también como no levantaba la vista del tablero cuando mi madre
aparecía y ponía su mano huesuda frente a la fichas y le recriminaba algo.
Antes la gente no se divorciaba.”
El departamento es pequeño y aunque ella es fumadora salíamos
al balcón a fumar, sonreía y decía que si se nos ocurría fumar dentro
amanecería como un salmón ahumado. Siguió de pie, aceptó el fuego que le
acerqué y se apoyó junto a la reja mirando un cielo de Buenos Aires demasiado
iluminado para verse las estrellas.
―Bueno y papá murió y la lucha fue terrible, conseguimos
durante varios años que la vieja no tocara el tablero y que quedara tal y como
él lo había dejado. Y mi hermana y yo crecimos y nos fuimos de casa. Ella se
casó, yo me casé, la vida sigue. Y ahora a mamá se le terminó la cuerda, y cree
que yo soy la manicura y que mi hermana es la tía Astrid y le habla en alemán.
Chupó el cigarrillo con fuerza y entornó un ojo para evitar
el humo, señaló la maquina a través del cristal de la balconera. Mantuvo el
brazo y el dedo extendidos durante unos segundos.
―Con mi hermana fuimos a casa de la vieja, había que llevar
ropa y enseres personales a la residencia. Recuerdo que me subí a una silla, y
metí la mano en el altillo, saqué una maleta y bolsas con ropa de invierno,
metí la mano más al fondo y toqué un bulto de tela, pesado y grande, lo
arrastré y logré sacarlo. Lo pusimos sobre la mesa y desatamos el trapo, era la
máquina. La máquina que se había empeñado, la máquina que mamá sacrificó por la
familia, la máquina con la que tanto nos hinchó las pelotas. Ahí estaba,
impoluta, engrasada, como nueva. Le jodió la vida a mi viejo y la máquina ahí
estaba, en el altillo, escondida. Como tantas otras cosas que escondió en ese
altillo, todo bien ordenado, ahora su altillo, está desordenado, ahora no se le
puede recriminar nada, está en Camboya.
―¿Y el ajedrez? ―se me ocurrió preguntar.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y me miró sonriendo.
―Mi viejo siempre jugaba con negras. ¿Sabes que fichas
quedaban? La dama y un peón. Un solitario peón y la dama negra. Pobre viejo.
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