lunes, 5 de agosto de 2013

DAMA Y PEÓN

Abríamos la segunda botella de Malbec y nos contó que su madre Brunhilde, Brunilda, en fin, Nilda, estaba en Camboya. ¿Camboya? Sí, Camboya, Estambul o Burkina Faso, el hecho es que no tenía ni la más remota idea de donde estaba. Hacía años que los engranajes del cerebro fueron perdiendo el aceite y se oxidaron de apoco. Hasta que el “amigo” alemán se apoderó por completo de la anciana Nilda.

―Hay veces simplemente cree que soy la chica de la manicura, otras me habla en Alemán y no entiendo una poronga.
El Malbec ya nos había teñido las lenguas y oscurecía los dientes de nuestras sonrisas, señaló una vieja máquina de coser. Una antigua y pesada máquina de hierro, como un pájaro carpintero metálico al que han disecado y colocado en un estante.
―Esa máquina vino de Alemania y fue la que mamá uso para trabajar durante su juventud.
Con la copa de vino en una mano se acercó a la máquina e hizo girar la rueda, guardó un minuto de silencio, quizá menos, comenzó a hablar justo cuando la rueda se detuvo. La miré, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y me recosté sobre el respaldo de la silla.
―Mamá nunca fue lo que se dice una madre modelo, tenía ese carácter teutón pasado por el tamiz del hambre y del inmigrante. Frío, anguloso y lúgubre. Cosía con esta máquina, la ropa de los vecinos y de algún cliente fijo.
“Hablaba de la diáspora como si ella misma hubiese tratado con el rey Ciro II El Grande o sobrevivido a la rebelión de Bar Kojba.” La típica madre judía. Imagino que esa frase puede ser aplicada a cualquiera, la típica madre catalana, la típica madre rusa o la típica madre inglesa, sólo se precisa que la mujer sea jodida.
―Cuando parece no reconocerme y me habla en alemán  regreso a mi infancia. La veo, con el moño prieto en la nuca, los labios finos pintados de rojo y pedaleando con fuerza la dichosa máquina. Reprochándome algo en su idioma materno y yo mirándola desde la mesada de la cocina con el mate entre las manos.
Hablaba de pie, junto a la estantería, con la copa en la mano, a veces mirándonos otras sus ojos se perdían a través de las rejas el balcón, sonreía para sí, callada y retomaba el discurso: “No recuerdo que año fue, pero yo aún no era adolescente, hubo problemas de dinero en casa y se tuvo que empeñar la máquina, yo crecí con eso, con el “yo me sacrifiqué por la familia y empeñe la máquina”, jodiéndole la vida a mi viejo, que tendría sus cosas, pero a nosotras nos trataba como a reinas, a mi hermana a mí y a mi vieja.”
Me levanté y llené la copa, no me dio las gracias pero me sonrío con los ojos, la boca estaba entre abierta, pensando, estaba organizando los recuerdos en su cabeza.
―No pasaban dos días, máximo tres, sin que la vieja nos recordase como se había sacrificado y como quería ella esa máquina, como cuando nuestro viejo no conseguía laburo ella traía el dinero a casa cosiendo como una esclava, como una negra decía ella.
Comentó que su padre nunca dijo nada al respecto. “Mi viejo nunca dijo nada al respecto, lo recuerdo sentado en una pequeña mesa junto a la ventana jugando solo al ajedrez, con la radio prendida escuchando tango, recuerdo también como no levantaba la vista del tablero cuando mi madre aparecía y ponía su mano huesuda frente a la fichas y le recriminaba algo. Antes la gente no se divorciaba.”
El departamento es pequeño y aunque ella es fumadora salíamos al balcón a fumar, sonreía y decía que si se nos ocurría fumar dentro amanecería como un salmón ahumado. Siguió de pie, aceptó el fuego que le acerqué y se apoyó junto a la reja mirando un cielo de Buenos Aires demasiado iluminado para verse las estrellas.
―Bueno y papá murió y la lucha fue terrible, conseguimos durante varios años que la vieja no tocara el tablero y que quedara tal y como él lo había dejado. Y mi hermana y yo crecimos y nos fuimos de casa. Ella se casó, yo me casé, la vida sigue. Y ahora a mamá se le terminó la cuerda, y cree que yo soy la manicura y que mi hermana es la tía Astrid y le habla en alemán.
Chupó el cigarrillo con fuerza y entornó un ojo para evitar el humo, señaló la maquina a través del cristal de la balconera. Mantuvo el brazo y el dedo extendidos durante unos segundos.
―Con mi hermana fuimos a casa de la vieja, había que llevar ropa y enseres personales a la residencia. Recuerdo que me subí a una silla, y metí la mano en el altillo, saqué una maleta y bolsas con ropa de invierno, metí la mano más al fondo y toqué un bulto de tela, pesado y grande, lo arrastré y logré sacarlo. Lo pusimos sobre la mesa y desatamos el trapo, era la máquina. La máquina que se había empeñado, la máquina que mamá sacrificó por la familia, la máquina con la que tanto nos hinchó las pelotas. Ahí estaba, impoluta, engrasada, como nueva. Le jodió la vida a mi viejo y la máquina ahí estaba, en el altillo, escondida. Como tantas otras cosas que escondió en ese altillo, todo bien ordenado, ahora su altillo, está desordenado, ahora no se le puede recriminar nada, está en Camboya.
­―¿Y el ajedrez? ―se me ocurrió preguntar.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y me miró sonriendo.
―Mi viejo siempre jugaba con negras. ¿Sabes que fichas quedaban? La dama y un peón. Un solitario peón y la dama negra. Pobre viejo. 

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