martes, 6 de agosto de 2013

PEQUEÑOS PLACERES

Hay pequeños placeres que uno debería estar obligado a disfrutar. Lamer sellos, arrancarse la costra de una raspadura, bañarse desnudo en la playa etc… Pero he descubierto un nuevo placer, algo que nos está permitido a un selecto grupo de seres humanos, sólo a hombres y a alguna mujer extraña, dejarse bigote y tomar cerveza fría. 

Pero no por separado, junto. Beber cerveza teniendo un buen mostacho debe ser uno de esos placeres que uno debe vivir. Eso es lo que ha sucedido este verano, un enorme y lustroso bigote ha aparecido subrayando mi nariz. Les puedo asegurar que un hombre no sabe lo que es la vida hasta que no se toma una cerveza helada y moja el bigote en el zumo de cebada. ¡Qué sensación señores, que sensación! Alargar el labio inferior hasta casi tocarse la nariz y cubrir el bigote para luego sorber. Extraordinario. No sé cuánto tendrá higiénico este hábito pero es maravilloso.
Mi barba un buen día decidió salir a la luz, probablemente era demasiado temprano pero ella ya estaba cansada de estar escondida así que apareció como aparecen las nubes en verano, de la nada. Mi padre me enseñó a afeitar, me untó la cara con abundante espuma, demasiada para mi barbita púber, pero un padre sabe que es un momento mágico y que a uno le gusta hacerse mayor rápidamente. Me acercó la cuchilla y comenzó a rasurarme las mejillas. Cuando terminó me enjuagué la cara y sin preguntar me aplicó alcohol de 90 grados. Lo sé, eso sí que no es una práctica habitual, de hecho he abandonado la he abandonado, pues tanto él como yo nos afeitamos fumando, comprenderán lo peligroso del tema. De todas formas nunca he entendido que cualidades tiene el alcohol de 90 para después del afeitado, más bien ninguna, pero ya saben cómo son los hombres de antes, lavados a la piedra.
Desde ese momento siempre he utilizado mi barba como ornamento, he llevado patillas anchas o finas, barba, perilla, barba recortada, barba alborotada, barba de chivo… De alguna forma u otra mi bello facial siempre me ha acompañado, sin él, me siento desnudo. El caso es que a la gente no le acaba de convencer mi bigote. Y es cierto que de alguna forma el bigote se ha convertida en un elemento atemporal, un adorno de antaño. Que sólo llevan los abuelos, algunos hombres maduros que se encariñaron con su bigote de jóvenes y ahora son incapaces de abandonarlo o los modernos, los que usan gafas de pasta y demás. Yo no encajaría  dentro de ninguno de esos grupos, simplemente soy un investigador. ¿Y quieren saber algo? Me encanta que me llamen Alatriste, Mario Bross, Tom Select, Groucho, Earl… me encanta.
Tengo un amigo que tiene casi treinta años, y jamás y cuando digo jamás significa nunca. Jamás le ha salido un maldito pelo en la cara. Él, pobre, se jacta de la comodidad de no tener que afeitarse, pero yo sé que en el fondo envidia mi bigote. Un enorme mostacho, tupido y altivo, que se riza con la humedad, que sonríe cuando yo sonrío y entristece cuando yo lo hago. Un fiel compañero que me ayuda a susurrar escondiendo mis labios, que recoge sabores y olores, que hace cosquillas cuando beso.
Gal·la, que de existir un cielo se ha ganado una plaza preferente al acompañarme en el camino de la vida, me miró, ya está acostumbrada a mis barbas pero lo del bigote la sorprendió, como a todos. Se acercó, alargó un dedo y lo tocó, como temiendo que el bigote se moviese y en realidad eso fue lo que sucedió.
―Se ha movido ―dijo.
―Claro, le gustas.
Lo miró de un lado y luego de otro, se acercó y se alejó, giró la cabeza hacía la derecha para cambiar la perspectiva y  luego a la izquierda, hizo una mueca y asintió.
―Él a mí también.

Mi bigote sonrió y yo le acompañé. Ahora en casa somos cuatro, Gal·la, Frida, mi bigote y yo. Dure lo que dure.

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