Hay pequeños placeres que uno debería estar obligado a
disfrutar. Lamer sellos, arrancarse la costra de una raspadura, bañarse desnudo
en la playa etc… Pero he descubierto un nuevo placer, algo que nos está
permitido a un selecto grupo de seres humanos, sólo a hombres y a alguna mujer
extraña, dejarse bigote y tomar cerveza fría.
Pero no por separado, junto. Beber cerveza teniendo un buen
mostacho debe ser uno de esos placeres que uno debe vivir. Eso es lo que ha
sucedido este verano, un enorme y lustroso bigote ha aparecido subrayando mi
nariz. Les puedo asegurar que un hombre no sabe lo que es la vida hasta que no
se toma una cerveza helada y moja el bigote en el zumo de cebada. ¡Qué
sensación señores, que sensación! Alargar el labio inferior hasta casi tocarse
la nariz y cubrir el bigote para luego sorber. Extraordinario. No sé cuánto
tendrá higiénico este hábito pero es maravilloso.
Mi barba un buen día decidió salir a la luz, probablemente
era demasiado temprano pero ella ya estaba cansada de estar escondida así que
apareció como aparecen las nubes en verano, de la nada. Mi padre me enseñó a
afeitar, me untó la cara con abundante espuma, demasiada para mi barbita púber,
pero un padre sabe que es un momento mágico y que a uno le gusta hacerse mayor rápidamente.
Me acercó la cuchilla y comenzó a rasurarme las mejillas. Cuando terminó me
enjuagué la cara y sin preguntar me aplicó alcohol de 90 grados. Lo sé, eso sí que
no es una práctica habitual, de hecho he abandonado la he abandonado, pues
tanto él como yo nos afeitamos fumando, comprenderán lo peligroso del tema. De
todas formas nunca he entendido que cualidades tiene el alcohol de 90 para
después del afeitado, más bien ninguna, pero ya saben cómo son los hombres de
antes, lavados a la piedra.
Desde ese momento siempre he utilizado mi barba como
ornamento, he llevado patillas anchas o finas, barba, perilla, barba recortada,
barba alborotada, barba de chivo… De alguna forma u otra mi bello facial
siempre me ha acompañado, sin él, me siento desnudo. El caso es que a la gente
no le acaba de convencer mi bigote. Y es cierto que de alguna forma el bigote
se ha convertida en un elemento atemporal, un adorno de antaño. Que sólo llevan
los abuelos, algunos hombres maduros que se encariñaron con su bigote de
jóvenes y ahora son incapaces de abandonarlo o los modernos, los que usan gafas
de pasta y demás. Yo no encajaría dentro
de ninguno de esos grupos, simplemente soy un investigador. ¿Y quieren saber
algo? Me encanta que me llamen Alatriste, Mario Bross, Tom Select, Groucho,
Earl… me encanta.
Tengo un amigo que tiene casi treinta años, y jamás y cuando
digo jamás significa nunca. Jamás le ha salido un maldito pelo en la cara. Él,
pobre, se jacta de la comodidad de no tener que afeitarse, pero yo sé que en el
fondo envidia mi bigote. Un enorme mostacho, tupido y altivo, que se riza con
la humedad, que sonríe cuando yo sonrío y entristece cuando yo lo hago. Un fiel
compañero que me ayuda a susurrar escondiendo mis labios, que recoge sabores y
olores, que hace cosquillas cuando beso.
Gal·la, que de existir un cielo se ha ganado una plaza
preferente al acompañarme en el camino de la vida, me miró, ya está
acostumbrada a mis barbas pero lo del bigote la sorprendió, como a todos. Se
acercó, alargó un dedo y lo tocó, como temiendo que el bigote se moviese y en
realidad eso fue lo que sucedió.
―Se ha movido ―dijo.
―Claro, le gustas.
Lo miró de un lado y luego de otro, se acercó y se alejó,
giró la cabeza hacía la derecha para cambiar la perspectiva y luego a la izquierda, hizo una mueca y
asintió.
―Él a mí también.
Mi bigote sonrió y yo le acompañé. Ahora en casa somos
cuatro, Gal·la, Frida, mi bigote y yo. Dure lo que dure.
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