Me lo invento, la casa de citas de doña Encarna, chicas
limpias y jovencitas, la mejor carne del norte de áfrica oiga usted. Y ahí
entra el joven, raquítico, pelo grasiento, bigote a la moda de la época, fila
de hormigas sobre el labio, Francisco Franco Bahamonde.
Con su uniforme caqui, sus calzoncillos limpitos y
planchados que su madre, la señora María del Pilar, le había colocado junto con
unas latitas de sardinas y un par de piezas de fruta envueltas en papel de
periódico. Me lo imagino, insignificante frente a las muchachas de la Encarna,
opulentas, de grandes caderas, de tetas rollizas, mal peinadas y maquilladas en
exceso, el recibidor del burdel, con alfombras moriscas, oliendo a rancio, a
chichi ―ustedes sabrán perdonarme, pero es para ambientar―a tabaco, a coñac
barato y él ahí en medio, escoltado por dos compañeros, un tal Domingo y el
otro Marcial.
En resumidas cuentas, la muchacha que imagino que se
llamaría Fátima, por el tópico de estar en Melilla y eso, lo dejó con el pito
al aire, sacándole los pantalones y él tímido y mojigato se tapó su virginidad
con las manos. Para no aburrir, la muchacha tuvo trabajo para poner en marcha el
aparato del mozuelo, y cuando lo tuvo a punto se montó a horcajadas sobre el
joven militar y nada pim, pam y fuera, ya era un hombre y ella se había quedado
igual.
Lo que quiero decir con todo esto, es que Fátima, sin
saberlo, había infectado el jovencito con alguna exótica enfermedad venérea, y
el mozuelo, sufrió con fiebres, espasmos y delirios, al final, imagino, la
diñó, estiró la pata en un hospital militar y dejó un joven cadáver, escuálido y
grisáceo.
“Reconoce los peligros antes de que aparezcan”. Realmente la
idea no es nada mala, fantasea con aquello que todos hemos soñado alguna vez,
cambiar el pasado para cambiar el futuro y por consiguiente el presente. Los
estudiantes de la escuela de cine Baden-Wüttemberg han matado a Hitler, pero al
niño Adolf, antes de que se convirtiera en un enano eunuco y asesino.
Un flamante Mercedes,
que supuestamente prevé los peligros, peligros como no atropellar a un niño que
se cruza en la carretera, hace justamente eso, para lo que ha sido programado,
evitar un peligro y se carga al púber Hitler pasándole por encima, haciéndolo
pomada contra el suelo. Pues mira, es la primera vez que una escena así me
gusta, en realidad, si el coche hubiese frenado y le hubiese pasado un par de
veces por encima ―¿Han visto alguna vez una sandía explotar?― no me hubiera
desagradado en absoluto.
No hace mucho también vimos como Tarantino se pasaba por la
piedra a Hitler, esta vez ya convertido en el Führer, lo hace papilla
rellenándolo de plomo como un pavo. Todo esto no me ha hecho pensar en otra
cosa que en que sucedería si se pudiese cambiar el pasado. Evidentemente he
sonreído al ver a Hitler morir aplastado por un coche fabricado en Alemania o
reventado a balazos en un palco, pero lo de cambiar el pasado para modificar el
futuro me pone un huevo.
¿Cuántas veces no habremos deseado no haber hecho algo o
haberlo hecho? ¿Se imaginan? Esa novia, loca, que nos jodió vivos, ¿Qué si
estaba buena? Un rato, ¿Y loca? Otro rato, pero más largo. Haberla evitado,
pasar de largo, no entrar en esa discoteca y nuestra vida hubiese cambiado. Decisiones
que se toman sin tener en cuenta las consecuencias y una vez tomadas, es
demasiado tarde. Incluso hechos, que no dependen de nosotros, pero que nos
afectan de todas formas como es día en que el señor Nicolás montó a su esposa
doña María del Pilar y engendraron al que sería el caduillito…
Tantas, tantas cosas… ¿Han pensado en alguna otra persona?,
¿No será un presidente o algún tesorero, o algún ministro, verdad? Gracias Baden-Wüttemberg.
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