Los cascos de los caballos resuenan contra el empedrado, es
una plaza antigua, el ayuntamiento, una catedral y a un lado el edificio de la
hacienda pública. Varias bocacalles escupen a la vez carruajes que se acercan a
la catedral, lustrosos caballos, oscuras calesas que se ordenan en la puerta
lateral de la seo.
Me imagino una sala oscura, de paredes de piedra húmeda, una
escalera estrecha y lúgubre conduce hasta ella, en la puerta un coloso
enfundado en una casaca morada espera a recibir la contraseña de los
visitantes.
―El perro de San Roque no tiene rabo.
―¿Por qué?
―Porque Ramón Ramírez se lo ha cortado.
―Adelante caballero.
Dentro, las sombras se alargan y se retuercen, danzando
siniestras contra la pared, movidas por el contorneo lento y sinuoso de las
velas de los candelabros de cobre. Casi sin mover los pies, como los autómatas
de los antiguos relojes de cuco, se apresuran y distribuyen por la sala, alrededor
de una mesa rectangular, se saludan, se abrazan, algunos se besan, todos encapuchados,
siniestros y fuscos.
Una suerte de mayordomo, flaco y de facciones de madera tallada
a cuchillo, coloca pomposo vasos con agua y copas con licores, toallas húmedas
y recipientes de cristal con ratones de ojos rojos que servirán de aperitivo. En
el extremo de la mesa, en una especie de trono de caoba se alza una mano
huesuda, con un martillo que segundos más tarde golpeará la mesa para dar
comienzo a la sesión.
Subamos raudos, acompañados por una corriente de aire fétido
y frío, las escaleras que custodia el gigante de levita purpúrea, atravesemos
una puerta maciza y sorteemos bajando la cabeza la entrada secreta junto a una
chimenea, salgamos por la ventana y volemos, no muy alto, lo suficiente para
planear junto a los edificios de la ciudad, de esa ciudad, de cualquier ciudad.
Vemos al populacho, que se afana por llegar a cualquier lugar, humildes,
pobres, vagabundos, mendigos, madres acarreando a niños sin padre, desocupados,
miran hacia el cielo, han notado algo, una brisa extraña, una brisa que nos
acompaña allá arriba, que sigue siendo hedionda, huele a cerrado, a muerto
añejo, pero no saben de donde viene, no sabe que significa.
Retrocedamos pues, desandemos lo volado y colémonos de nuevo
en la cripta de los comedores de ratones. Tenemos nuevos invitados, estos no están
sentados, respetuosos y sumisos se colocan en segunda fila, parecen humildes,
con vestiduras de corte sencillo, pero alguno, esconde entre los dedos algún anillo
dorado, zapatos de cuero bueno y sonríen complacidos, alguien se levanta y les
estrecha la mano. Otro, altivo les entrega un pequeño saco, suenan monedas en
su interior, lo guardan, se miran y sonríen. Otra vez la mano llena de huesos
se alza y empujando el aire con su descenso golpea la mesa, suenan las
campanas, todos se levantan, otro triunfo en su gran libro de victorias.
El cabecilla levanta nuevamente la mano, dará diez golpes,
sonarán diez campanadas.
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