martes, 14 de mayo de 2013

CLOROFILA


He leído una noticia que me ha hecho recordar algo. Cuando era un niño, por alguna extraña mutación genética, no le tenía miedo al peligro. Imagino que esa extraña mutación la sufren muchos niños, son aquellos que ven un precipicio y sienten la imperiosa necesidad de lanzarse por él. Así, en una ocasión, en un comedor de una casa de colonias donde había ido con el colegio, me pareció una excelente idea saltar de mesa en mesa, hasta que tropecé, caí contra una mesa y la partí con el codo, de tal forma que, por supuesto, también se partió el hueso. Una operación que terminó con la colocación de dos clavos que sujetaron el hueso durante un año y otro año de recuperación dejaron el brazo en perfecto estado.


Pero el hecho que he recordado ha sido otro, algo que también me pasó en una excursión con el colegio. Había en el lugar un tobogán extraordinario, hecho con una enorme cañería, y debía tener unos diez metros de largo. Me deslicé por el nombrado tobogán con tan mala suerte que me clavé una rama seca en la pantorrilla. Como Rambo en su primera película, arranqué el trozo de madera para seguir jugando, pero las maestras decidieron que no era buena idea dejar que siguiese lanzándome mientras dejaba un reguero de sangre, así que, nuevamente, carreras hacia el hospital. Me pusieron puntos y listo.

Algo parecido le sucedió al viejo McNeely; parece ser que recibió una puñalada sin importancia y los médicos le pusieron puntos. Salvando las distancias entre una puñalada trapera y una rama seca, el caso es que a los dos nos pusieron puntos y que al tiempo a los dos el temita nos seguía doliendo. Yo miraba la herida, que aún conservo, de la pantorrilla y algo no me cuadraba, notaba algo extraño.
Un día, mientras dormía, me desperté sobresaltado y noté cómo la sábana se había enganchado a mi pierna, aparté el edredón y pude comprobar con cierto asombro que un trozo de madera me salía de la pierna. En primera instancia creí, ilusionado, que estaba mutando y me estaba convirtiendo en una especie de superhéroe, el Superchopo o el Abedul atómico, pero no fue así, parece ser que el médico olvidó sacarme tres o cuatro astillas que me habían quedado en el interior de la pierna.

Al señor McNeely le sacaron la hoja de un chuchillo de siete centímetros y medio. ¡Y cosieron la herida! Así sin más. Parece ser que empezó a mosquearse cuando se dio cuenta de que pitaba en todos los detectores de metales. Normal.
Si las mutaciones de las películas existiesen, la suya hubiese sido más espectacular, claro; él hubiese desarrollado la habilidad de lanzar cuchillos, yo, en cambio, escupiría clorofila. 

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